A Jonathan López Romo
Como no iba a utilizarlos, un amigo me regaló sus boletos para
los partidos del Mundial de México que iban a jugarse en el Estadio Azteca, y
de esa manera en cinco o seis ocasiones, desde los tres primeros juegos
de la selección mexicana hasta la final de la Copa del Mundo de 1986, me encontré
en un lugar de privilegio en el coloso de Santa Úrsula, rodeado de gente a la
que nunca había visto y a la que luego nunca volvería a ver, y me di el gusto
de presenciar un puñado de partidos imborrables en medio de una
muchedumbre de 115 mil personas que coreaban estrepitosamente el nombre de
México, cuando era México el que jugaba, o en silencio casi perfecto el nombre
de Bulgaria, cuando la selección jugó contra Bulgaria en octavos y acudí con mi
amiga Nattie –que es hija de mexicana y búlgaro, y vi ondear discretamente su
banderita allá arriba, acaso la única en todo el estadio–; o encantadoramente
el nombre de Argentina cuando se dio el caso de que el equipo de Maradona y de
Bilardo jugara en el Estadio Azteca una de las dos semifinales, y sobre todo aquel
inolvidable mediodía del partido final, aquel emotivísimo y ardiente partido entre
Argentina y la Alemania de Beckenbauer y de Rummenigge en el que se anotaron cinco
goles, dos de ellos en los siete minutos finales, y que los argentinos ganaron
cuando parecía que todo empezaba a perderse con una descolgada de época que se
produjo casi por milagro sólo unos momentos después de que los alemanes acabaran
de empatarles, exactamente como hacen siempre, exactamente como había hecho Schnellinger
contra Italia en ese mismo escenario el 17 de junio de 1970 en el Partido del
Siglo, en una de las dos semifinales del otro Mundial de México.
Haciendo cálculos, alguien
podría entonces preguntarme si en 1986 estuve en el polémico
Argentina-Inglaterra de cuartos de final que fue en el Azteca, y para el que,
según se desprende de lo que dije más arriba, también tenía boleto, el partido en el que Maradona metió sus
dos goles celebérrimos, el primero con el puño, superando en el brinco a
Shilton en una hazaña mitad picaresca y mitad atlética, el segundo echando a
correr a cancha traviesa desde el medio campo, dejando en el camino a no sé
cuántos ingleses y empujando por último el balón al tiempo que se venía abajo a
la salida de Shilton, y quien me haga la pregunta de si estaba o no aquella tarde histórica en el Azteca, como debía de haber estado, tendrá razón en planteármela porque es
oportuna aunque la respuesta sea triste.
Y es que esa misma tarde jugaba
España contra Bélgica en Puebla, una selección española por la que no se daba
mucho después de la primera fase pero que revivió en la esperanza de millones
de aficionados, y en particular de los españoles de México, cuando goleó con
lujo de espectáculo a una poderosísima Dinamarca que había
destrozado a todos a su paso, incluida por cierto Alemania, y jugó el
futbol seguramente más hermoso de la parte inaugural del torneo pero tuvo la mala suerte de ir a Querétaro a toparse con la grácil finura de Butragueño, quien jugó el partido de su vida, y quien fue un portento de habilidad entre los miles de daneses que lo cercaron en los escasos metros del área chica, y entre quienes siempre salió bien librado, y acabó metiéndoles nada menos que cuatro goles.
Por eso no estuve en el
Azteca cuando debía de haber estado, aun cuando tenía boleto, porque andaba en
Puebla en donde fui parte de la desventurada marabunta entusiasmada de españoles
y de hijos de españoles que fueron a decepcionarse delante de un equipo de
nuevo mediocre, incapaz de hacer nada a la ofensiva, que perdió en cuartos de final contra
la selección de Bélgica tristemente como se pierde siempre en pénaltis.
Hace unas semanas, cuando
empezaba este nuevo mundial, el de Brasil, el que se acaba en unas horas, pensé
en poner en venta el boleto de la final entre Alemania y Argentina del Mundial de México 1986, tal como ya había pensado hacer
cuatro años atrás, cuando fue en Sudáfrica, convencido como estoy de que no faltará algún
fanático que quiera atesorarlo, preferentemente argentino, me digo, ya que
son argentinas las memorias más felices de aquel día. Para variar, se me
pasaron las semanas y no hice nada. Lo único que conseguí fue decírselo a mi
amiga Andrea Eduardina, aventajada usuaria de e-Bay, quien se ofreció a hacer
alguna pesquisa al respecto. Al poco tiempo, ella me escribió para decirme que
no encontraba nada que se pareciera a lo que yo quería de poner a subasta, así
que opté por desistir. A unas horas de una nueva final, en la que juegan los mismos equipos que vi en persona en el Estadio Azteca aquel 29 de junio de 1986, me tomo al menos el
tiempo para escanearlo y exhibirlo en Siglo
en la brisa, orgullosamente a nombre de su futuro propietario.
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de futbol en este blog:
Ocios de 1946, http://bit.ly/1gQcF2R
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