viernes, 7 de septiembre de 2018

López Velarde, ¿padecía una enfermedad venérea?

Por supuesto que estoy de acuerdo con quienes piensan que el asunto no es esencial y por eso no vale ocuparse más de la cuenta de él, sobre todo porque lo que más nos interesa es la obra de López Velarde y no por fuerza los detalles de su biografía. A éstos, una vez establecidos (cuando lo están, desde luego, pues no siempre es el caso), vale la pena dejarlos tranquilos en su sitio a la espera del momento en que resulten necesarios. Si dedico este post al tema es porque de tarde en tarde escucho a algunos amigos negarse en redondo a la posibilidad de que López Velarde hubiera padecido una enfermedad venérea. Ramón, desde luego, no murió de sífilis: murió de asfixia, todos lo sabemos, a causa de una pleuresía. Sin embargo, las circunstancias del inesperado acontecimiento nos hacen pensar que su condición física debió de verse debilitada por algún factor ajeno al resfriado que se complicó al grado de quitarle la vida, como por ejemplo una afección venérea. ¿De qué manera explicarse, si no, el que haya muerto de pronto, cuando era un hombre en la flor de la edad, aparentemente sano, a los 33 años de su edad apenas cumplidos?
Pero vamos a los argumentos: están, por una parte, sus costumbres sexuales, de las que hay testimonios dejados por él mismo y sus contemporáneos (“no se le iba día sin sacrificar a Cipris y Afrodita”, resumió famosamente, unos años más tarde, Luis Noyola Vázquez); por el otro, las debidamente documentadas (y alarmantes) condiciones higiénicas de las prostitutas de la época. A mediados de 1991, se dio una discusión en las páginas de la revista Vuelta entre Guillermo Sheridan, a quien debemos la máxima aportación a los estudios velardianos por lo menos de los últimos treinta años, quien defendía la posibilidad de la enfermedad venérea, y Gabriel Zaid, el autor de Tres poetas católicos, para quien la causa de la debilidad de López Velarde a la hora de enfrentar la enfermedad se debió a una depresión.
Además de ponernos en circunstancia sobre la prostitución en la ciudad de México en los tiempos de López Velarde, Sheridan, como se verá, hizo un descubrimiento de algo que estaba a cielo abierto, evidente y a la vista de todos, en lo cual nadie había reparado porque yacía encriptado bajo una difícil cita literaria, a la espera de su hallazgo erudito. Dan ganas de pensar que ese descubrimiento deja las cosas resueltas. 
Recomiendo, desde luego, la lectura de la polémica; para quienes no la tengan a mano, reproduzco el par de párrafos que dediqué al asunto en mi ensayo “El enigmático caso de 'El sueño de los guantes negros'”, parte de mi libro Ni sombra de disturbio (Conaculta / Auieo, 2014). Arranco desde poco antes del meollo del asunto, en el inicio del apartado de ese ensayo dedicado a analizar la perspectiva católica de aquel gran poema, que Ramón no publicó en vida, un aspecto esencial (el catolicismo, quiero decir) del pensamiento y el arte de López Velarde que una parte importante de la crítica, henchida de arrogancia, ha tendido a desdeñar.

La perspectiva católica 
(Ni sombra de disturbio, fragmento)
Por FF
Desde luego que nos perderíamos de una aspecto esencial del poema [“El sueño de los guantes negros”] si no intentáramos verlo desde una perspectiva católica, como era la de López Velarde. Guillermo Sheridan, que recuerda la última conversación que tuvo el poeta poco antes de su muerte con su amigo el periodista Eduardo J. Correa, dice que el consejo que dio éste a su joven amigo de que debería de volver a los ejercicios espirituales de San Ignacio, era ocioso: Ramón “no requería de más ejercicios espirituales que los que ya le exigía su poesía”. 
Y se pregunta: “¿Podría haber imaginado siquiera que en la bolsa del saco negro su amigo llevaba desde hacía meses el manuscrito de ‘El sueño de los guantes negros’, uno de los poemas más complejos que podría haber escrito un católico?” (Correspondencia con Eduardo J. Correa y otros escritos juveniles (1905-1913), FCE, 1991, pág. 39).
Aquí viene al caso lo que dijo Octavio Paz: “nos hace falta un estudio de veras completo sobre las creencias de López Velarde” (El camino de la pasión, pág. 51). Y es que sin saber su verdadera relación con ciertos asuntos que él mismo enumera, como astrología, ocultismo, superstición, panteísmo, budismo y hasta cábala, es difícil profundizar en el significado de algunos pasajes de su literatura. La crítica se cuestiona: ¿creía Ramón en la resurrección de la carne o creía que creía? ¿O quería creer? Esa pregunta o una similar se hacen, cada quien por su lado, Paz y Martha Canfield. 
Al menos para el caso que nos interesa, una respuesta bastante rectilínea la ofrece el propio poeta: “Uno de los dogmas para mí más queridos, quizá mi paradigma, es el de la Resurrección de la carne”, dice con todas sus letras en la “Oración fúnebre” que dedica a su amigo Saturnino Herrán (Obras, pág. 305). Recordemos que al morir su padre, en fecha bastante temprana, había escrito que esperaba verlo con sus “pupilas de resucitado”. En aquel poema, que no siempre estuvo a la vista de los comentaristas, mencionaba el reencuentro anunciado en el libro del Apocalipsis:
Aquel buen ángel que guardó el sepulcro
de Jesucristo, y que miró extasiado
la tierra redimida, y a las santas mujeres
que buscaban al Amado,
las consoló, verá concluir su oficio
cuando el último Adán encuentre abiertos
los eternos lugares de Victoria
y no haya quien pregunte por sus muertos. 
El doctor José Molina Ayala, en su cubículo de la Universidad Nacional.
Foto: FF
Las referencias están perfectamente claras para cualquier creyente informado, como me asegura el doctor José Molina Ayala: “el ángel que guardó el sepulcro de Jesucristo” está en Mateo 28, 1-8 (“y sobrevino un gran terremoto, pues un ángel del Señor bajó de cielo y acercándose removió la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella”), y en Marcos 16, 1-8 (“un joven […] vestido de una túnica blanca”). Algo más complejo hay en la referencia al “último Adán”: puede ser Cristo mismo o sencillamente el último hombre. El asunto ha dado para diversas exégesis, pero quizás lo más importante sea que la estrofa de López Velarde señala hacia los versículos de Pablo sobre la resurrección, en los que dice entre otras cosas que “el último enemigo destruido será la muerte” (Primera carta a los corintios, 15, 26).
Ilustración de Fermín Revueltas del poema "El sueño de los guantes negros",
incluida en El son del corazón (1932).
Desde esa perspectiva, la boda imaginaria en el más allá ¿tiene realmente connotaciones necrofílicas? Un católico quizás diría que no: la vida apocalíptica que vivieron, según la frase de la penúltima estrofa,
Pero en la madrugada de mi sueño,
nuestras manos, en un circuito eterno
la vida apocalíptica vivieron
se refiere a que vivieron la vida de los resucitados. Un católico podría decir que el poema no habla del amor a la muerte sino a la vida, una vez que ha sido recuperada en el valle de Josafat. Recordemos que Paz dejaba abierta esa posibilidad: “Y ese amor, ¿es amor a la vida o a la muerte?”. 
Otro asunto es que López Velarde se complazca en las imágenes macabras que vienen con la muerte, como hizo en diversos lugares de su obra. (Algún amigo suyo recordó que ésa era una característica también de su personalidad: estaba aparentemente alegre y expansivo y de pronto se abismaba en honduras que le demudaban el rostro…)
Lector culto, conocedor de las Escrituras, empapado de un espíritu religioso como el que podría haber tenido Ramón, el doctor Molina Ayala me hace ver que “El sueño de los guantes negros” evoca, por la alusión al Mar Muerto, el episodio de Sodoma y Gomorra consignado en el Génesis, y sobre todo la visión del profeta Ezequiel que está en el libro bíblico de ese nombre.
Por supuesto que al mencionar Sodoma y Gomorra es imposible olvidar la discusión sobre si López Velarde tenía o no una enfermedad venérea que a partir de junio de 1991 enzarzó a lo largo de varios números de la revista Vuelta a Guillermo Sheridan y Gabriel Zaid, quienes luego publicaron sus argumentaciones por separado (Zaid: Tres poetas católicos, Océano, 1997; Sheridan: Una vida adicta, Tusquets, 2002). Aunque el poema haya sido escrito antes de mayo de 1920, es decir por lo menos un año antes de la muerte del poeta, ya sabemos que quedó inédito, lo que nos permite suponer que lo que entraña y evoca formó parte de sus preocupaciones hasta el final de su vida.
Guillermo Sheridan, autor de Un corazón adicto.
Los argumentos de Sheridan son bastante contundentes respecto a que Ramón bien pudo contagiarse de sífilis. Más allá de las abrumadoras estadísticas sobre la condición de las prostitutas de la ciudad de México en tiempos del poeta, más allá de sus recurrencias y costumbres personales, confirmadas suficientemente por él mismo y sus contemporáneos, y todavía más allá de la comentadísima prosa “La flor punitiva”, en la que López Velarde alude a alguna enfermedad de ese género, Sheridan aclaró una estrofa que había escapado a los especialistas y que parece dejar resuelto el asunto. 
Se trata de la alusión a una obra del dramaturgo francés Henry Lavedan que está en el poema “Ánima adoratriz”, en la que la referencia a la sífilis, una vez dilucidada, resulta bastante clara (Una vida adicta, pág. 311). De hecho, si en “El sueño de los guantes negros” no hubiera una alusión explícita al Apocalipsis, uno estaría tentado a pensar que hay algo en su atmósfera de la ciudad arrasada con azufre y fuego, como lo fue Sodoma por sus excesos y pecados: la posible circunstancia biográfica y la relación con el episodio del Génesis en un poeta acostumbrado a citar la Biblia, volcado en sí mismo y con frecuencia oscilante entre la carne y el arrepentimiento, parecería que embonan de manera exacta. (nota)

(Nota) Se antoja añadir al poema un detalle sumamente plástico que cuenta la Biblia: “mirando hacia Sodoma y Gomorra y toda la hoya, [Abraham] vio que salía de la tierra una humareda, como humareda de horno” (Génesis 19, 28-29).

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La foto que abre este post es una edición de una fotografía de grupo de los colaboradores de la revista Pegaso. La imagen completa puede verse en la página 186 de Ramón López Velarde, Álbum, de Elisa García Barragán y Luis Mario Schneider, UNAM, México, 2000.

Tomo el retrato de Guillermo Sheridan de https://bit.ly/2PyLDRk, donde se publica sin crédito de autoría. Las fotos del primer ejemplar de Ni sombra de disturbio son mías; las publiqué en este mismo espacio cuando el libro acababa de publicarse. La foto que aparece debajo de esta nota es de mi hermano, José María Fernández Figueroa, y corresponde a la presentación de mi libro, en el Museo Tamayo, el 29 de abril de 2015. En el orden acostumbrado, aparecen en ella Marco Perilli, David Huerta, quien esto escribe, Luis Miguel Aguilar y Juan Villoro.

Más sobre Ni sombra de disturbio en este blog:
Fotos de la edición, http://bit.ly/1u1HBnC
Una errata pertinaz, http://bit.ly/1R3E42m
La presentación en el Museo Tamayo,
http://bit.ly/1SvPw5I
Siete reseñas críticas, https://bit.ly/2LP9MB2



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