viernes, 13 de enero de 2017

Conversación con Juan Goytisolo

La foto es del momento de la despedida. El lugar: la ciudad norafricana de Marrakech. La fecha: 24 de octubre del año pasado. La hora: las siete de la noche con quince minutos. Como podemos darnos cuenta por el fondo de la imagen, acaba de caer la noche sobre la famosa plaza de Xemáa El Fná. Entre nuestras figuras, sobre la mesa, puede verse la pequeña taza de café que debí apurar sin placer –entregado a intentar entender cada una de las palabras de Goytisolo, invariablemente pronunciadas en un tono parejo y murmurante, y rescatarlas así para esta crónica del vocerío de la intensa y multitudinaria plaza que asoma a la terraza del Café Les Premices.
Café Les Premices, Marrakech.
A los 85 años, el autor de Reivindicación del conde don Julián tiene los rasgos singulares que lo caracterizan más acusados que nunca: la nariz, que describe una pronunciada parábola sobre la boca y la barbilla; las puntas de las orejas puntiagudas y erguidas; el dibujo melancólico de los ojos, que son de un hermoso color verde oliva. Hace unos meses Goytisolo sufrió una caída de la que no se ha recuperado, y por eso anda en silla de ruedas.
Interior del riad en el que me hospedé en la medina de Marrakech.
Dos o tres horas antes, el aparato telefónico desde el que le llamé, colocado a la puerta del riad en el que yo me hospedaba, funcionaba deficientemente, por lo que a cada momento se perdía la comunicación con “Huan” –como es conocido el novelista en la ciudad marroquí, con una hache aspirada–. Los esfuerzos por hacernos entender tenían un solo objetivo: que fuera yo, efectivamente, quien lo visitó aquel mismo día en su casa. “¿Es usted el mexicano que estuvo aquí esta mañana?” Cuando le confirmé, dos o tres veces, que sí, que era yo, me pidió que nos viéramos en ese café, del que me había adelantado el nombre (para que le entendiera me explicó que significa “las primicias”), pero no a las cinco, como me dijo primero, sino a las seis en punto de la tarde.
Cartel promocional de la temporada de La Celestina
en la versión de José Luis Gómez y Brenda Escobedo.
Tal y como conté en una entrega anterior de este blog (el link, al calce), había buscado a Goytisolo la tercera mañana de mi estancia en Marrakech porque llevaba el encargo de entregarle el programa de lujo de la puesta en escena que hicieron José Luis Gómez y Brenda Escobedo de La Celestina, en el teatro madrileño de La Abadía, para la cual la dramaturga mexicana, querida amiga mía, y el famoso actor español lo habían entrevistado unos meses antes, cuando el novelista estuvo de paso unos días en la península.
México fue el primero y el último de los temas abordados por Goytisolo durante nuestra conversación, que duró una hora y diez minutos, y que hice todo lo posible por registrar al detalle en un cuaderno comprado en una papelería vecina unos minutos antes de nuestro encuentro. Un presidente mexicano, del que se expresa sin ninguna emoción (ni siquiera recuerda su nombre), lo buscó una vez, y él, para desconcierto de las autoridades locales, lo citó en una mesa cualquiera de un café de esa misma plaza… Dice que se dedicó a explicarle lo que hace que Marruecos y México sean países afines, por ejemplo la corrupción que prima en ambos países en los más diversos niveles.
Primera edición de Señas de identidad.
México fue su país de adopción, por lo menos editorialmente, cuando sus libros estuvieron prohibidos en España por la dictadura franquista, y durante años Goytisolo tuvo amistad con Octavio Paz y fue amigo de Carlos Fuentes (me contó que a los hijos de éste, en su desaforado paso por la ciudad, fue necesario ponerles un cuidador nocturno). Relata que durante el tiempo que vivió en California, solía cruzarse un día de todas las semanas a Tijuana. México es, en fin, el más atractivo de todos los países hispánicos, dice, “incluida España”.
José Luis Gómez caracterizado de Celestina. Foto: la Abadía.
Una frase resume la fascinación que produce en él la tragicomedia de Fernando de Rojas, tema que he sacado a colación en cuanto me ha sido posible: es el primer texto “sin Dios” de la literatura europea, esto es, el primero en el que los personajes no tienen encima “una cúpula” filosófica, religiosa, humanística que los acoja o proteja… No sólo eso: el texto (no lo llama novela, no lo llama teatro) está perfectamente vigente en la actualidad: 500 años más tarde, imperan en el mundo, de manera cínica y desvergonzada tal y como ocurre en La Celestina, el placer, el poder y el dinero. Piensa que es admirable que se trate de la obra de un joven de 23 años que luego nunca volvió a escribir, o no que nosotros sepamos. Su entusiasmo por esa obra le da pretexto para hablar de la literatura del siglo XV –un entusiasmo, por cierto, intelectual, serio, sin aparente alegría.
La Celestina, Pablo Picasso (1904).
Óleo sobre lienzo. 81 x 60 cms. Musée National Picasso, París.
En aquel siglo, me explica, hubo una explosión de libertad y una tensión cultural que luego nunca volvió a conocer la literatura en castellano. Para dar ejemplos de ello se refiere a unas coplas de Jorge Manrique escritas a su madrastra, “muy atrevidas y con alguna obscenidad”; a “La Carajicomedia” (carajo=miembro viril), de la que tomó el título para una novela propia, y a un Juan de Zaragoza, que escribió en castellano aljamiado un romance sobre la eucaristía… De este poema repite para mí algunos versos, que traslado a mi cuaderno de manera incompleta e inexacta confiado en que podré encontrarlos luego en la red. 
Sin embargo la búsqueda del poema quedará para otro día, cuando disponga de más tiempo, porque de un vistazo encuentro sólo una transcripción deficiente (¿o la grabación de una deficiente recuperación memoriosa?) de alguien que entrevistó a Goytisolo antes que yo, más o menos sobre los mismos temas. Como sea, el poema de Juan de Zaragoza se burla de la ingesta divina representada en la hostia, que acaba saliendo “por aquel postigo viejo”, como admirablemente es llamado el ano. Por si fuera poco, el poeta remacha la idea asombrándose, nunca sin sarcasmo, de que los católicos acaben sepultando a su Dios en una letrina (“sucio monumento”).
Todos sus antepasados, me cuenta Goytisolo, fueron católicos y él tuvo nada menos que cuatro primos curas… Cuando le dieron el Premio Cervantes, hace un par de años, el obispo de la ciudad de Alcalá de Henares ("martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma", como lo pinta para mí un amigo, repitiendo las palabras de Menéndez Pelayo) se cuidó de no asistir a la ceremonia de premiación, donde el novelista recibió el reconocimiento de manos del Rey de España. 
Goytisolo recibe el Premio Cervantes del Rey Felipe VI el 23 de abril de 2015.
(Volviendo fugazmente a México me cuenta que, en la última premiación, él votó por Fernando del Paso; la cosa tiene interés porque, como me consta, en el entorno del Premio fue una relativa sorpresa que se galardonara al autor de Noticias del imperio… Su relato es harto gráfico: dice que mandó su voto por correo en estos términos: su candidato número uno era Del Paso; el dos, Del Paso, y el tres Del Paso.)
Del Paso en una imagen tomada en la Feria del Libro de Guadalajara.
Como sé por dónde va a andar su respuesta, y el tema me interesa, le pregunto por el Arcipreste de Hita. He leído en algún otro lugar que Goytisolo se siente especialmente orgulloso –y, por supuesto, me lo hace saber también a mí–, de ser el primer escritor español de relevancia de los siglos recientes de quien puede decirse que sabe árabe, y el último antes que él fue nada menos que el riente autor de esa portentosa colección de giros verbales, de rimas inusitadas y fastuosa imaginación que llamamos Libro de buen amor (Juan Ruiz, quien vivió todavía antes, en el siglo XIV). 
Imagen que aparece en la portada de la edición del Libro de bien amor de Cátedra.
Por otro lado, en la obra del Arcipreste de Talavera hay infinidad de palabras árabes. Para ejemplificar con una voz de ese idioma que circula con perfecta salud en nuestra lengua, se refiere a “macabro”, que es como se llama el cementerio de los árabes. Goytisolo paladea la palabra: “el macabro”. No puede creerse, añade, la enorme ignorancia y el desinterés que hay en España por la cultura árabe, sobre todo considerando que “está a sólo 14 kilómetros de distancia”
Me pregunta entonces él a mí, quizás intrigado porque pongo mi empeño en anotar cuanto me dice, que si escribo para un periódico. Le contesto que no, que tengo una especie de cuaderno en internet en el que mantengo una “columna” semanal desde hace casi siete años. Es en ese lugar en donde relataré mi encuentro con él. Para ilustrar el género de cosas sobre las que escribo –y también porque me parece que el asunto puede resultarle simpático–, le cuento que lo último que publiqué es una nota sobre un pasaje de Nabokov al que me llevaron unos versos de D.H. Lawrence. 
En ese pasaje, el novelista ruso compara el trasero de una niña con un melocotón (la liga, abajo); le aclaro, sin embargo, que en México no decimos melocotón sino durazno. Él dice: “Una palabra bellísima, ‘durazno’…”. Y luego, con evidente menosprecio: “Y en España se han quedado con la horrible ‘melocotón’. Me niego a escribir esa palabra.”
Aprovechando que hablamos de palabras, le digo con la peor de las intenciones que me parece que la poesía española contemporánea vive horas francamente bajas, pero él no cae en la provocación y desvía la cuestión hacia José Ángel Valente, que murió hace más de quince años y de quien me dice que “es el primer poeta que ha aprendido la lección de San Juan de la Cruz, cuya intensidad poética no tiene equivalente hasta él…”. Pero el mejor poeta del siglo pasado, añade previsiblemente, fue Luis Cernuda.
Le pregunto por la plaza que tenemos delante. Me cuenta que decidió quedarse a vivir en Marrakech por el inmenso misterio que encierra. ¿Qué piensa hoy, después de tantos años de vivirla y estudiarla? 
En vez de responder directamente, me recomienda que lea el capítulo final de su libro Makbara. “Tardé seis meses en escribir lo que engendra este espacio”, dice, y yo me prometo conseguir inmediatamente ese libro, que no conozco. Lo que añade a continuación hace que el libro me interese todavía más: lo escribió como un prólogo a la obra del Arcipreste de Hita y acabó convirtiéndose en una novela... ¿Y Las voces de Marrakech? ¿Le gusta libro de Canetti? Él me contesta, con una gota de desdén, que Canetti no sabía “ni una palabra de árabe”.
Yo, que desde hace un rato me he acomodado de lado para escucharlo con mi oído mejor, y que puedo ver una de las orillas de la plaza, la más cercana al café donde estamos conversando, pondero la belleza de un minarete que tenemos a la vista. Aunque cae ya la noche sobre Marrakech, la visión todavía es nítida. Goytisolo ni lo voltea a ver y se limita a corregirme: no se dice “minarete” sino “alminar”.
Con la charla en cierto modo desinflada, “Huan” hace al personaje que lo acompaña un gesto delicado que evidentemente quiere decir que hemos acabado de conversar y que desea marcharse. “Si usted hubiera sido de cualquier otro país, no lo recibo”, no deja de decirme, intentando ser amable pero sin perder nunca la seriedad, jamás con una sonrisa. Por último: “Tengo una gran debilidad por México”.
Retrato de Goytisolo en la contraportada de la primera edición (mexicana) de Señas de identidad.
Me atrevo entonces a preguntarle si puedo hacerle una foto. Como en otros momentos de la última hora, por ejemplo al principio, cuando le pregunté nada más saludarlo si podía tomar algunas notas de nuestra plática, o más adelante, cuando le pedí una opinión sobre Podemos (para lo cual aludí a la elegancia con la que rozó el tema en su breve discurso de recepción del Premio Cervantes), se me ha quedado viendo fijamente, sin responder. Sus ojos impasibles, serenos. Clavados en los míos. Tristes. Constato de nueva cuenta, como lo hice aquella mañana en su casa, que son de un hermoso color verde oliva. Un tanto remotos. Las pestañas son cortas, húmedas y apelmazadas. Goytisolo me mira en perfecto silencio, ajeno a lo que le he preguntado.
A pesar de la falta de una respuesta afirmativa –porque me doy cuenta de que su silencio está compuesto menos de prohibición o desagrado, que de simple indiferencia–, le pido a Lola, que ha estado a mi lado a la mesa de la terraza del café Les Premices, que nos tome una fotografía. Ella, con mi teléfono celular, dispara varias veces; el resultado, más allá de su carácter testimonial, no vale mucho la pena, y eso que ella es una experimentada fotógrafa.


Ocurre todo lo contrario con la última que nos toma. Es la que me gusta volver a ver cuando deseo revivir el encuentro. El acompañante de “Huan” ha jalado la silla de ruedas y la ha impulsado a la derecha, fuera de la mesa; se disponen a encarar la salida del café, hacia la plaza de Xemáa El Fná. Me inclino entonces para despedirme de él. Le doy las gracias por esos minutos, que le aseguro que han sido interesantísimos para mí, y le prometo que pondré al tanto de nuestro encuentro a nuestros amigos José Luis Gómez y Brenda Escobedo. Por esas cosas extrañas que ocurren en los aparatos electrónicos en nuestras manos, la cámara de mi teléfono en manos de Lola ha virado de la función de color a la de blanco y negro. Ella, venturosamente, no se da cuenta y vuelve a disparar.

Me incorporo. El grupo se rompe. Lola me contará poco después que, una vez apartándose de nosotros, cuando su ayudante daba una vuelta más a la silla de ruedas para dirigirse, ahora sí, a la salida del café, Goytisolo no dejó de mirarla a los ojos, fijamente. Ella leyó su mirada de manera distinta a como lo hice yo: según su impresión, el novelista la veía de esa forma para asegurarse de que no disparara nuevamente, como si no fuera válido retratar impunemente a un hombre en esas condiciones, anciano y disminuido, en cierto modo postrado, clavado a una silla de ruedas. Lola no vuelve a disparar.
La pareja de ayudante y Goytisolo en silla de ruedas abandona por fin la terraza del Café de Les Premices y se encamina, me parece entonces a mí, en una dirección contraria al lugar hacia donde está ubicada su casa. Quiero decir que en vez de dar vuelta a la derecha e internarse por la calle que se abre por ese lado, hacia donde calculo que están los rumbos por donde anduve aquella mañana buscando su domicilio, el grupo se dirige hacia la apretada muchedumbre que llena ya a esas horas la plaza, y se extravía en ella.
Atardecer en la Plaza de Xemáa El Fná. Octubre de 2016. Foto: FF
Entre las luces y las sombras de la noche recién estrenada, cada vez más acusadas y en contraste, se esfuman ambos personajes, y el horizonte de la Plaza de Xemáa El Fná, parecido a una palimpsesto, a un documento de impresiones visuales y sonidos ancestrales siempre frescos y renovados, a un viejísimo libro a punto de escribirse, cargado de extrañas anotaciones y de glosas ininteligibles, de repentinos pero antiquísimos codicilos, acaba por ocultarlos a nuestra vista como si su presencia no hubiera sido más que una aparición.

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En la foto de la derecha, Lola García Zapico. La foto es de Xavier Pascual Aguilar. Ellos, dos de mis mejores y más entrañables amigos, fueron mis compañeros de viaje en Marrakech.

La hendidura del melocotón (Lawerence, Nabokov, Browning), http://bit.ly/2i3NlxU

Las fotos son de Lola García Zapico. La de Goytisolo y Fox pertenece al Archivo del periódico El Universal; la tomo prestada de la red; la del Premio Cervantes, al archivo del diario español El Mundo. El resto de las imágenes proceden de fuentes diversas y las tomo prestadas de internet.


Discurso de recepción del Premio Cervantes, en la Universidad de Alcalá de Henares, el 23 de abril de 2015 (video), http://bit.ly/1d3K36P

Más sobre Marrakech y Juan Goytisolo en este blog:
Tras la huella de Goytisolo en Marrakech (crónica), http://bit.ly/2jipjeP
Imágenes de Marrakech (fotos), http://bit.ly/2j6SH8x


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