Por
Juan Villoro
Ramón López Velarde es el poeta
más y mejor leído de México. Muerto en 1921 a los 33 años, ha provocado tantas
investigaciones que José Emilio Pacheco exclamó con ironía: “has caído en manos
de la policía judicial literaria”. Una y otra vez cedemos a la tentación de
pensar que se ha dicho todo sobre el poeta jerezano.
En la iglesia de San Francisco, San Luis Potosí, se
encuentra el barco de cristales mencionado en el poema “El candil”. Coincidí
ahí con un grupo de escolares. El maestro explicaba que ese bajel brillante
había encandilado a López Velarde. Los niños pensaron que se refería a un
santo. Inscrito en la leyenda, el autor de “La suave Patria” goza de los privilegios
y las distorsiones de la idolatría. ¿Es posible leerlo con asombro?
La paradoja del pasado es que no está quieto; se renueva
desde el presente. Javier Marías comenta que las traducciones pueden renovar a
un clásico. Los países que hablan otras lenguas pueden actualizar a Cervantes y
nosotros a Dante.
Los clásicos de nuestra propia lengua adquieren nueva
vida a través de la lectura, según demuestra Ni sombra de disturbio, reciente
libro de ensayos de Fernando Fernández. El poeta y editor revisa originales y
encuentra que dos versos de “Al volver...” fueron cambiados (para mal) por
Antonio Castro Leal. En otro poema descubre que un corrector de pruebas
modificó el coloquial “fuistes”, que permitía un endecasílabo, por el desabrido
“fuiste”, que deja un verso cojo, de diez sílabas.
En el archivo de la Academia
Mexicana de la Lengua, estudia el más discutido de los manuscritos velardianos,
“El sueño de los guantes negros”. Escrito a lápiz en un papel que el poeta
llevaba en el bolsillo, el texto habla de un amor de ultratumba. El tema y el
aspecto del original son testamentarios. Estudiarlo tiene algo de exhumación y
-luego de numerosos estudios reverentes- profanación. Para perfeccionar nuestra
curiosidad, a ese legado le faltan palabras que José Luis Martínez trató de
completar. Pues bien: en ese texto mil veces estudiado, Fernández descubre una
palabra que no había sido registrada. No se trata de un vocablo de relumbre
velardiano, como “tósigo” o “cauterio”. El hallazgo es modesto y, por eso
mismo, conmovedor: se trata del artículo indeterminado “un”. Resulta curioso
que se le haya escapado a tantos detectives de la letra. Por lo demás, el
mínimo hallazgo de Fernández establece un entrañable contacto con un poeta que
al asomarse al viejo pozo de su infancia descubrió que el destino dependía de
“históricas pequeñeces”.
Ni sombra de
disturbio es un jardín donde brotan pequeñas y significativas
novedades. Fernández es un lector cuidadoso, pero carece de pedantería. No se
adentra en las numerosas ediciones para practicar un safari de erratas. Lee por
placer; comunica su gozo y su perplejidad ante las luces y las sombras
velardianas, pero en el camino encuentra piedras que no deberían estar ahí. Si
algo queda claro en su aventura es que estamos muy lejos de tener una edición
definitiva del poeta del que creíamos saberlo todo.
Leer es una forma de conversar. Ni sombra de disturbio lo demuestra al incorporar las reflexiones
de Sheridan, Paz, Zaid y tantos otros. El pionero decisivo en los estudios
velardianos fue Xavier Villaurrutia. De manera aguda, Fernández observa que es
el único de los principales comentaristas que no se ocupa de “El sueño de los
guantes negros”, siendo el que más se dejó influir por esos versos. Este apunte
revela la forma en que se construye la tradición. Como los magos, los
intérpretes buscan que se aprecien sus efectos, no sus trucos. Villaurrutia
elogió todo en López Velarde, menos el poema que imitaría.
Una zona un tanto borrosa de un autor mil veces retratado
es su poesía de juventud. Fernández enciende una lámpara para ver el boxeo de
sombra del joven león que se prepara para futuros combates, y encuentra en el
temprano poema “El adiós” un anticipo de “El sueño de los guantes negros”.
Las novedades sobre López Velarde se deberían publicar en
la primera plana de los periódicos. Cuando murió, se decretaron tres días de
luto nacional. Vivimos “malos tiempos para la lírica”, como diría Brecht. Pero
la sosegada discusión continúa. Fernando Fernández confirma la inagotable
condición de un poeta. Podemos descifrar expresiones como la “cuaresma opaca” o
la “grupa bisiesta”, pero sólo podemos intuir lo que significa el sonoro
misterio de “la hora actual con su vientre de coco”.
Cuando el poeta que nunca tuvo reloj da la hora, la
felicidad está madura.
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Este
texto, que recoge una buena parte de lo que Juan Villoro dijo en la
presentación de Ni sombra de disturbio
la noche del 29 de abril de 2015 en el Museo Tamayo, apareció publicado dos días
más tarde, el primero de mayo de 2015, en la página editorial del periódico Reforma. Gracias a su autor por permitirnos reproducirlo en Siglo en la brisa.
Ni sombra de disturbio apareció a finales de 2014; es una coedición de AUIEO ediciones y la Dirección de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
Las fotos de la presentación son de José María Fernández; la del candil y las del libro, mías.
Las fotos de la presentación son de José María Fernández; la del candil y las del libro, mías.
Más sobre Ni sombra de disturbio en este blog:
La
presentación en el Museo Tamayo: un puñado de imágenes, http://bit.ly/1SvPw5I
Fotos de la edición, http://bit.ly/1u1HBnC
La reseña de Ernesto Lumbreras, http://bit.ly/1GP0UqG
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