(Emotivísima, al menos para mí, resultó la presentación de mi libro Contra la fotografía de paisaje, hace dos miércoles en la Escuela Mexicana de Escritores. Al final Ricardo Cayuela, director general de Publicaciones de Conaculta, quien estaba previsto que moderara la mesa, no pudo asistir,
y fue sustituido por Julio Trujillo, sobre cuya facilidad para el diálogo y gran
talento como poeta improvisé algunas palabras. Emotiva en grado sumo, iba diciendo; quizás lo que más me entusiasmó –y halagó– fue algo
que dijo Julio Hubard: que había leído Cenizas
de mi padre de Claudio Isaac y no le había parecido mal, pero que al leer
mi ensayo sobre ese mismo libro había cambiado de parecer al grado de
considerarlo, a partir de entonces, como “una obra de literatura mayor”. Como ya
se ve, mis amigos hablaron con palabras generosas; aquí las que dije yo
con la intención de corresponderles.)
Es una
presentación íntima, entre amigos, si amigos son, como estoy seguro de ello, la
mayoría de quienes han sido mis alumnos en la Escuela Mexicana de Escritores y
sobre todo porque son algunos de mis amigos más queridos quienes han aceptado
presentar mi libro.
Julio Hubard y Eduardo Casar viven en las páginas de Contra la fotografía de paisaje, ellos o
un trasunto de ellos, torpe necesariamente si ha tenido que ser con mi mano y mis palabras como he debido retratarlos.
Julio
Hubard es mi amigo más antiguo. Poeta concentrado, inteligentísimo, del que
bien puede decirse que posee una aspiración clásica, Julio estuvo allí cuando
decidí atender a la vocación y hacerme escritor. Con su sempiterna cajetilla de
Delicados y su pequeña cafetera italiana, cuyo depósito hacía desbordar de
agua, y luego llenaba de café hasta derramarlo, y después todavía ponía a la
llama altísima de la estufa, por un lado, y por el otro con su edición de mil
páginas de la poesía completa de Lope de Vega, poco menos que desarbolada de
tanto leerla, Julio representa para mí la imagen misma de la escritura atendida
y tomada en serio. Aparece en un momento crucial de mi vida y por lo tanto de
mi libro porque fue él, nada menos que él, quien me habló por primera vez de Gerardo
Deniz y quien me llevó a comer por vez primera con el gran poeta una tarde de hace
27 años.
Eduardo Casar fue y sigue siendo mi maestro. Él ha escrito algunas de las páginas más
frescas y agudas de la poesía mexicana de los últimos años, y de un tiempo a
esta parte ha empezado a reconocérsele como merece, pero con el reconocimiento
genuino, no el que viene de la mano de los intereses que nada tienen que ver
con la literatura, sino el que se alimenta del respeto y la admiración verdaderas. Lo
conocí en la Facultad de Filosofía y Letras cuando era mucho más joven de lo
que soy yo ahora, naturalmente que como su alumno, y me hice pronto su amigo.
Casar siempre me ha honrado con su afecto y su simpatía, y no menos que eso, con
una fe por lo menos discutible en lo que escribo.
De hecho, puedo decir que Eduardo
ha sido mi más auténtico y constante valedor. Fue él quien dirigió mi tesis
sobre Deniz, es verdad que un poco a regañadientes y no sin algún conato serio
de abandono. Y tal y como cuento en las páginas de mi libro, de Eduardo recibí
la primera y la más duradera lección sobre qué es y cómo funciona y cuáles son
los recursos de la poesía moderna. [Sobre la foto que acompaña estas líneas: ver las notas al calce.]
No exagero
si digo que Ricardo Cayuela es una de las personas de las que me he sentido más
entrañablemente unido en mis 50 años de vida: en los primeros años noventas,
con él y otro amigo de entonces, Eduardo Vázquez Martín, fundé la revista Viceversa y compartimos todo
género de aventuras y trabajos, e incluso tristes y dolorosas
separaciones, en la época dorada de la vida.
Si está en Contra la fotografía de paisaje es porque ha sido él, y con él la
noble institución que encabeza, la Dirección General de Publicaciones de
Conaculta, quienes han apoyado, junto con otros 150 títulos de editoriales
independientes, y sólo el año pasado, a Libros Magenta, la empresa editorial de
Gabriel Bernal Granados, para publicar mi libro de ensayos literarios.
Y algunos
se preguntarán, ya que estamos aquí: ¿aparece la EME en mi libro? La respuesta
es que sí, y muy pronto, desde las primeras páginas, en la
evocación que hice para mis alumnos y compañeros de escuela de quién fue y qué
tanto aprendí de poesía con el gran Salvador Elizondo, quien pasó la vida, leyó y
escribió su obra a sólo unos metros de donde se lleva a cabo esta presentación.
La estampa de Elizondo a la puerta de su casa, o de su Museo poético, que es como se llama su estupenda antología de
poesía mexicana, está a la entrada misma de Contra
la fotografía de paisaje. Gracias a la escuela por abrir sus puertas para
que estos queridos amigos y una parte importante de la gente que más quiero,
puedan estar esta noche, en este lugar y con este propósito.
Así que no
me queda nada más que repetir: gracias a mi amigo, el poeta Arturo Córdova
Just, presidente la Escuela Mexicana de Escritores, y gracias a Ricardo,
Eduardo y Julio.
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Salvo las
fotos de archivo, las imágenes de la presentación que aparecen en este post son de mi hermano José María y fueron tomadas el 28 de marzo
pasado en la Escuela Mexicana de Escritores. La del patio de la EME la tomé yo mismo con mi celular hace dos o tres cursos. Sobre las de archivo: en la primera de ellas, Julio Hubard posa para la Canon que compró mi padre a principios de los sesentas y volvió a estar en uso siquiera unas semanas, en mis manos, veinte años más tarde; la segunda de las fotos corresponde a mi examen profesional, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, el 6 de abril de 1990: Eduardo Casar preside el jurado, en el que también están Manuel Ulacia y Malena Mijares; en la última foto, abrazo a Ricardo Cayuela en la fiesta que siguió a ese examen, aquel mismo día de hace veinticinco años exactos.
Más sobre Contra la fotografía de paisaje en este blog:
Resumen de
su contenido, http://bit.ly/1HzF8oV
Por qué el
título, http://bit.ly/1xS2jpo
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