De sombras y disturbios
Por Ernesto
Lumbreras
Leí con
placer, curiosidad y provecho los asedios velardianos reunidos en Ni
sombra de disturbio de Fernando Fernández quien lleva en el nombre una
aliteración muy del gusto del poeta de Zozobra (1919). En
los cinco ensayos que componen el volumen identifico un afán común: traer a la
bibliografía sobre Ramón López Velarde nuevos asuntos y enfoques que
enriquezcan, y en varios casos corrijan, la lectura de su obra y de contexto.
Conocedor de los estudios centrales sobre el vate zacatecano, de Xavier
Villaurrutia a Allen W. Phillips, de Antonio Castro Leal a Octavio Paz, de José
Luis Martínez a Juan José Arreola, de Gabriel Zaid a Guillermo Sheridan, el
autor de estas amenas incursiones rescata y trae a la mesa de discusión otros
acercamientos, miradores de otras latitudes temporales y geográficas: el de
Concepción Gálvez de Tovar con su Ramón López Velarde en Tres Tiempos (1971)
y el de Martha Canfield, crítica uruguaya afincada en Italia, con su La
provincia inmutable (1981) o el de Alfonso García Morales, ensayista
español que anotó la edición madrileña de la poesía de López Velarde.
Fundamentalmente, estas dos lecturas “periféricas” ventilan a nuestro mal llamado poeta nacional. Siendo el más leído y comentado, intramuros, de nuestros líricos, las impresiones y juicios extranjeros atemperan, por una parte, los malentendidos del color local —sustantivo en el corpus de su obra a nivel de pretexto y no de escenografía— y también, establecen otras correspondencias o referentes a los imperantes en el solar mexicano.
Fundamentalmente, estas dos lecturas “periféricas” ventilan a nuestro mal llamado poeta nacional. Siendo el más leído y comentado, intramuros, de nuestros líricos, las impresiones y juicios extranjeros atemperan, por una parte, los malentendidos del color local —sustantivo en el corpus de su obra a nivel de pretexto y no de escenografía— y también, establecen otras correspondencias o referentes a los imperantes en el solar mexicano.
En la primera pieza “El retrato del primer
López Velarde”, Fernández hace una lectura a contracorriente de lo que el canon
de la crítica en México ha impuesto, pareciera, como dictamen irrevocable: la
obra agrupada por José Luis Martínez bajo el título “Primeras poesías
(1905-1912) es “mera curiosidad bibliográfica” (Phillips), pues reúne escritos
“sentimentales, artificiosos” (Paz) que desentonan dirá Emmanuel Carballo con
las piezas de La sangre devota (1916). Otras voces, menos visibles,
matizan tal desdén y colocan algunos poemas, no reunidos en libro, en el mismo
plano de “eficacia expresiva” de los reunidos en sus tres libros de poemas.
Al mismo
tiempo que propone enmiendas sobre errores y erratas en la edición de las Obras al
cuidado de José Luis Martínez, el ensayo en cuestión se adentra en el taller
escritural de López Velarde, como también lo hizo el crítico jalisciense a la
hora de comparar la edición “frustrada” de La sangre devota de
1910 con la definitiva publicada seis años después. En poemas como “A mi padre”
y “El piano de Genoveva” de 1908 o en “Una viajera” y “El adiós” de 1912, nos
dice Fernando Fernández, se localiza en sus plenos poderes la poética del
jerezano, al menos —apunto por mi cuenta— la que se despliega en su opera
prima; otra dimensión mayor habrá de fraguarse en su cima poética,
Zozobra, y en la reunión póstuma de su obra lírica bajo el título El son
del corazón (1932).
La naturaleza detectivesca del segundo ensayo,
“Alfonso Camín, entre el canario y el murciélago”, intenta reconstruir el
retrato de vida del poeta asturiano, presente, en varios momentos, en la vida
cultural de México y que ahora es un nombre un tanto olvidado en ambos lados
del Atlántico; en esa búsqueda, Fernández nos informa de los lazos afectivos y
literarios con el poeta mexicano a quien dedicaría el poema “Aguafuerte” de
1919.
El
tercer estudio, “La maestra del mundo” es una delicia filológica como a las que
nos tenían acostumbrados Antonio Alatorre o Gerardo Deniz. La revisión de
clásicos, de Ovidio a Fernando de Rojas, de Cervantes a Eneas Silvio
Piccolomini, este último el futuro Pío II nos informa el autor, hacen posible
un paseo por nuestros clásicos con la finalidad de encontrarnos con las fuentes
de guiños y recreaciones lópezvelardianas de dos momentos, el relativo a las
“lenguas arpadas” de “Para el zenzontle impávido…” y el anotado en versos de
“La suave patria” que rezan “con el bravío pecho / empitonando las camisas.” El
cuarto ensayo es con mucho el más completo y atractivo respecto las
reformulaciones escriturales y de lectura de uno de los poemas fundamentales
del bardo de Zacatecas: “El sueño de los guantes negros”. Pieza inconclusa que
ha sufrido transcripciones equívocas, arrastrando también una leyenda, de poco
provecho, para fijar su condición de poema no consumado por su autor.
En sus
varios apartados, este capítulo de Ni sombra de disturbio, trae a
cuento a otros comentaristas del tétrico poema, anécdotas que se acumulan en un
ministerio de justicia poética para ordenar los hechos y los mitos respecto del
original, escrito a lápiz por López Velarde, en una hoja de papelería de
periódico Excélsior así como ediciones que han publicado dicho
texto con descuidos, revelaciones y añadidos no siempre afortunados.
Literalmente, Fernando Fernández leyó con lupa el texto, letra a letra, palabra
por palabra, en el borroso y frágil manuscrito velardiano puesto en guarda en
la Academia Mexicana de la Lengua. El estudio final, “El candil”, es un ensayo
vía la crónica sobre un fetiche potosino del poeta, “un símbolo” personal, nos
recordaría Fernández; se trata del majestuoso candil con forma de bajel o de
carabela ubicado en la bóveda del Templo de San Francisco de San Luis Potosí.
Ese ornamento de cristal y de luz inspiró el poema “El candil” ubicado en el
índice de Zozobra y dedicado a Alejandro Quijano, hermano de
la musa esencial de dicho libro.
Declaraba
el poeta Luis Miguel Aguilar, estudioso todo rigor de nuestra lírica, que
“Ramón López Velarde es el centro de la poesía mexicana.” Estas palabras y
otras más, dichas en la ceremonia de entrega del Premio Internacional Ramón
López Velarde 2015, en el Teatro Calderón de Zacatecas, nos previenen sobre el
incesante retorno del poeta, a nuestro turbio presente, en la víspera del año
2021, centenario de su muerte y de su poema más popular. Con ese mismo aliento
de resurrección cotidiana, Fernando Fernández comparte su lectura, sus
reflexiones y hallazgos en torno del poeta más cordial de
todos los poetas.
_____________________
Este ensayo apareció originalmente en el suplemento Confabulario del periódico El Universal, el 7 de febrero de 2015.
El retrato
de Ernesto Lumbreras es de Marco Medina/La Vanguardia, México, y lo tomo
prestado de http://bit.ly/1zxTzDO; el de
José Luis Martínez aparece en la revista Letras
Libres, que lo publica sin ofrecer datos de su autoría, http://bit.ly/1Dpd6qL; por último, el de Luis
Miguel Aguilar pertenece a la Coordinación Nacional de Literatura, según se
afirma en http://bit.ly/1Dpi1Id, de donde
lo copio. La imagen con el retrato de Alfonso Camín pertenece a mi archivo.
Más sobre Ni sombra de disturbio en este blog:
Imágenes de
la edición, http://bit.ly/1u1HBnC
Juan Almela, últimas fotos, http://bit.ly/1EzS5j3
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