Aunque la
sección mexicana es relativamente pobre, vale muchísimo la pena ver la
exposición de Octavio Paz que está en Bellas Artes y que será desmontada en
unos días (En Esto Ver Aquello). La
sala dedicada a la pintura abstracta es extraordinaria: Kandinsky, Miró,
Motherwell, Pollock, Jasper Johns, Felguérez. Algo más: por primera vez se
exhiben juntos los dos retratos más famosos de sor Juana, el de Juan de Miranda
y el de Miguel Cabrera (abajo de estas líneas). Hay al menos dos piezas emocionantes de Chillida. El
gran ausente es, como al parecer en la obra de Paz, Francisco Toledo.
Yo fui a conocer expresamente una fantástica obra que ni
siquiera es fácil ver en el museo al que pertenece, si las cosas son como eran
en 2002, cuando estuve en la Tate Gallery de Londres y pregunté por ella: inexplicablemente, el pequeño óleo, que mide sólo 54 por 39.5 centímetros y se llama The
fairy-feller’s masterstroke, estaba embodegado, por lo que hace ya doce
años me quedé con ganas de verlo en persona. La semana pasada, casi por
azar, leí que la gran exposición de piezas de arte sobre las que Paz se ocupó
incluía el óleo de Richard Dadd y el martes pude finalmente darme una vuelta
por el Palacio de Bellas Artes. Al volver a casa, releí los párrafos que el autor de Los
privilegios de la vista dedicó en los setentas al genio loco de Broadmoor.
El texto está en El mono gramático, de donde lo copio para quienes
siguen Siglo en la brisa.
[Sobre The fairy-feller’s masterstroke de Richard Dadd]
Por Octavio Paz
Pienso en
Richard Dadd pintando durante nueve años, de 1855 a 1864, The fairy-feller’s masterstroke en el manicomio de Broadmoor. Un
cuadro de dimensiones más bien reducidas que es un estudio minucioso de unos cuantos
centímetros de terreno –hierbas, margaritas, bayas, guijarros, zarcillos,
avellanas, hojas, semillas– en cuyas profundidades aparece una población de
seres diminutos, unos salidos de los cuentos de hadas y otros que son
probablemente retrato de sus compañeros de encierro y de sus carceleros y
guardianes.
El cuadro es un espectáculo: la representación del mundo
sobrenatural en el teatro del mundo natural. Un espectáculo que contiene otro,
paralizador y angustioso, cuyo tema es la expectación: los personajes que pueblan
el cuadro esperan un acontecimiento inminente. El centro de la composición es
un espacio vacío, punto de intersección de todas las fuerzas y miradas, claro
en el bosque de alusiones y de enigmas; en el centro de ese centro hay una
avellana sobre la que ha de caer el hacha de piedra del leñador.
Aunque no sabemos qué esconde la avellana, adivinamos que, si el hacha la parte
en dos, todo cambiará: la vida volverá a fluir y se habrá roto el maleficio que
petrifica a los habitantes del cuadro.
El leñador es joven y robusto, está
vestido de paño (o tal vez de cuero) y cubre su cabeza una gorra que deja
escapar un pelo ondulado y rojizo. Bien asentado en el suelo pedregoso, empuña
en lo alto, con ambas manos, el hacha. ¿Es Dadd? ¿Cómo saberlo, si vemos la figura
de espaldas? No obstante, aunque sea imposible afirmarlo con certeza, no
resisto la tentación de identificar la figura de leñador con la del pintor.
Dadd estaba encerrado en el manicomio porque, durante una excursión en el campo,
presa de un ataque de locura furiosa, había asesinado a hachazos a su padre. El
leñador se dispone repetir el acto pero las consecuencias de esa repetición
simbólica serán exactamente contrarias a las que produjo el acto original; en
el primer caso, encierro, petrificación; en el segundo, al romper la avellana,
el hacha del leñador rompe el hechizo. Un detalle turbador: el hacha que ha de
acabar con el hechizo de la petrificación es un hacha de piedra. Magia
homeopática.
A todos los
demás personajes les vemos las caras. Unos emergen entre los accidentes del
terreno y otros forman un círculo hipnotizado entorno a la nefasta avellana.
Cada uno está plantado en su sitio como clavado por un maleficio y todos tejen
entre ellos un espacio nulo pero imantado y cuya fascinación siente inmediatamente
todo aquel que contempla el cuadro. Dije siente
y debería haber dicho: presiente,
pues ese espacio es el lugar de una inminente aparición. Y por esto mismo es,
simultáneamente, nulo e imantado: no pasa nada salvo la espera. Los personajes
están enraizados en el suelo y son, literal y metafóricamente, plantas y
piedras. La espera los ha inmovilizado –la espera que suprime al tiempo y
no a la angustia. La espera es eterna:
anula al tiempo; la espera es instantánea,
está al acecho de lo inminente, de aquello que va ocurrir de un momento a otro:
acelera el tiempo.
Condenados
a esperar el golpe maestro del leñador, los duendes ven interminablemente un
claro del bosque hecho del cruce de sus miradas y en donde no ocurre nada. Dadd
ha pintando la visión de la visión, la mirada que mira un espacio donde se ha
anulado el objeto mirado. El hacha que, al caer, romperá el hechizo que los
paraliza, no caerá jamás. Es un hecho que siempre está a punto de suceder y que
nunca ocurrirá. Entre el nunca y el siempre anida la angustia con sus mil patas
y su ojo único.
(Tomado de El mono gramático, Seix Barral, Biblioteca Breve, primera edición. Barcelona, 1974, págs. 104-106.)
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Salvo la que abre este post, las estupendas reproducciones del óleo de Richard Dadd provienen de la página The Public Domain Reveiw, de donde las tomo prestadas. De ahí mismo copio el retrato de Dadd frente al caballete: http://bit.ly/1x62Tka
Más sobre
Octavio Paz en este blog:
Un retrato
afortunado, http://bit.ly/1DCO5Jl
Otras entregas sobre
pintura en Siglo en la brisa:
El azul
pintado más hermoso del mundo, http://bit.ly/ZAnJYL
El museo
imaginario de Marcel Proust, http://bit.ly/V3ICep
Siete
imágenes del Códice Laud, http://bit.ly/13dmUao
Último encuentro
con Vlady, http://bit.ly/YjFk9h