Me pareció imposible que hubiera lugar sobre Francisco Sosa, así que decidí estacionarme detrás de la Plaza de Santa Catarina, del lado de la calle de Progreso, a la altura de la casa de Salvador Elizondo —que apareció de repente a mi derecha, en la esquina con Tata Vasco, con sus inconfundibles paredes blancas y su celosía de ladrillo y su grupo de robustos colorines sin podar.
Como aquel lunes era el primer día de clases de la Eme, la escuela de escritores recién fundada por un grupo de profesores y alumnos del que formo parte, me dije en broma que estacionarme delante de la puerta de mi antiguo maestro, exactamente como si fuera a visitarlo a él, me permitiría hacer una suerte de oportuno statement. Cuando el lunes siguiente regresé a dar mi clase me di cuenta de que ese día, por lo menos a aquellas horas, suele haber bastante sitio sobre el costado de la plaza que da a Francisco Sosa, e incluso también sobre esa calle, en la que está situada la escuela, por lo que desde entonces no he vuelto a estacionarme en otro lugar.
Mi pequeño manifiesto en broma cobró seriedad en la tercera clase, en cuanto escogí como referencia bibliográfica básica para mi curso el libro que usaba Elizondo a mediados de los años ochenta en aquel “Seminario” de poesía que daba en la Facultad de Filosofía y Letras al que tuve la enorme fortuna de asistir. Si es cierto que para otros cursos similares he optado por el Ómnibus de poesía mexicana, que satisface mejor algunos aspectos que me interesan, esta vez me pareció que debía optar por un libro que además de servir de muestrario de las nociones básicas del oficio (metro, acentuación, rima, etc.), me permitiera desplegar un panorama de lo mejor de nuestra tradición lírica.
El libro, llamado Museo poético, es una antología hecha por el propio Elizondo en los años setenta para el curso que ofrecía a los alumnos extranjeros de la Escuela de Cursos Temporales de la UNAM. Está armado a partir de un cuerpo central, una selección de la poesía mexicana que va del modernismo a los días contemporáneos, estratégicamente colocada entre una “Retrospectiva” y un “Apéndice documental”.
Firmado en noviembre de 1973, el ensayo que antecede al conjunto expone los conceptos básicos de la visión elizondiana: el cuadrángulo dentro del que nació la poesía moderna en América y que tiene por lados a Poe, Verlaine, Mallarmé y Darío; los fonemas absolutos y de valor invariable de la lengua española, que limitan sus posibilidades expresivas frente a lenguas como la inglesa o la francesa; y quizás el concepto más importante de todos, el que le da a la antología su naturaleza característica: el que la poesía, como el arte en general, carezca de evolución: “No puede progresar aquello que ignora el fin hacia el que se dirige históricamente”. Elizondo proponía un curso de poesía como si fuera el de una ciencia; es decir, entendiéndola como un gran continuo a través del cual los hallazgos no se contraponen sino se complementan. En otras palabras, nos invitaba a hacer el seguimiento de determinados recursos a lo largo del tiempo y de cómo se fueron modificando y enriqueciendo de una época en otra.
Pero esa visión necesitaba de un contexto, que era el que su libro proveía: en retrospectiva, primero, con textos de poetas como Gutierre de Cetina, para dar idea del lenguaje poético de España en el momento de su asimilación en América, o Sor Juana, cuyo Primero sueño es según el antólogo el primer poema “moderno” escrito en el continente; y en el apéndice documental, por último, con algunos ejemplos de los poetas fundadores de la expresión moderna: de Poe, Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, José Asunción Silva, Valéry.
La relectura del ensayo que abre la antología me ha devuelto a su clase, que se llamaba “seminario” pero que no funcionaba como tal porque la participación de los asistentes era pasiva —y por supuesto que tratándose de semejante expositor nadie hubiera querido que fuera de otra manera—. La clase se llevaba a cabo en uno de esos salones que ya no recuerdo si por entonces eran nuevos o acababan de ser remozados, que están en los pasillos perpendiculares de la Facultad, una serie de pequeños rectángulos a ambos lados que solían estar atestados de alumnos. Aunque la cita era a las doce en punto del mediodía, Elizondo se presentaba siempre un poco tarde, dejando en nosotros la sensación de que podría darse el caso de que no apareciera, lo que sólo ocurrió una o dos veces.
Así que unos quince o veinte minutos después de las doce, cuando ya empezábamos a creer que no habría clase, lo veíamos llegar metido en un sempiterno saco parecido al tweed, sin corbata, con zapatos cómodos, invariablemente sonriente y con la cara roja y siempre pelado al ras, y sin demasiados saludos ni prólogos se ponía a disertar con verdadera animación durante una hora y media haciendo énfasis en los detalles curiosos o geniales de sus poemas preferidos, pasándola siempre muy bien. De cuando en cuando alargaba con discreción la mano con un pañuelo para desaparecer una burbuja de saliva que salía proyectada de su boca seca e iba a posarse al ángulo más alejado de la superficie del escritorio, al que por cierto pasaba toda la clase sentado, interpretando un variadísimo recital de recursos expresivos, todo género de gestos y ademanes que eran parte de su forma de hacerse entender, con aquella voz un poco gangosa con la que parecía que siempre estaba un poco en lucha, que nadie que hablara de él era incapaz de no imitar, y de la que salían revestidos de un sello inconfundible y personalísimo aquellos puntos de vista de inteligencia acuciosa y chispeante.
No recuerdo que haya utilizado el pizarrón ni una sola vez y sin embargo sus exposiciones, de acuerdo a las exigencias de la poesía moderna, como le hubiera gustado decir a él, eran visibles y hasta gráficas. Nunca vi como entonces, y conste que no era la primera vez que lo oía, aquel verso de López Velarde que lo maravillaba repetir igual que si fuera, como sin duda lo es, una verdadera joya de la expresión: “el relámpago verde de los loros”.
Recuerdo muchos de sus comentarios sobre las imágenes (“la imagen”, asunto crucial de la modernidad poética que a él le interesaba en particular) y los versos que más le gustaban, en los que no dejaba de detenerse con gozo con creciente placer y entre sonrisas cada una más ancha, actitud que desmentía ella sola a quienes gustaban de ver con excesiva severidad nuestra tradición literaria.
Retengo muchísimos de esos versos con todo y sus comentarios específicos, como “las macetas, y macetas, y macetas” del poema de González de León, del que Elizondo decía bromeando a costa del boticario de Lagos que era un ejemplo del “efecto poético por acumulación”, las águilas de Othón, que se incrustan en el paisaje como clavos, las “ancas de cebra” y los “escorzos de serpiente” de las mujeres del poema sáfico de Efrén Rebolledo, el rechinido de la soga del ahorcado en los alejandrinos de Díaz Mirón que nos pedía que escucháramos detrás de las palabras del poema e incluso de las voces de los niños que juegan debajo del patíbulo, y que remata con esa rima imposible, inusitada, fea, que tanto lo divertía, entre las palabras “Tíbulo” y “turíbulo”, y luego, también del gran poeta veracruzano, aquella pareja compuesta por el borrego de gran cornamenta y la oveja de bucles de armiño que aparece en su fantástico “Idilio”, desde entonces uno de mis obras preferidas de toda la poesía mexicana, que “se copulan con ansia que tienta”.
¿Y qué decir del poema de Novo que tiene unos de los finales, decía él, más fascinantes de nuestra literatura? “Epifania reía y corría / y al fin abrió la puerta / y dejó que la calle entrara en el jardín”.
A pesar de que bien nos advierte en la introducción de su Museo que el elemento anecdótico nos distrae de los textos, y mucho más tratándose de una antología como la suya, que explícitamente lo es de poemas y no de poetas, a Elizondo le gustaba referir en clase que el autor del “Idilio” había inventado una manera de matar, y le encantaba hacer una pequeña representación de cómo era aquel sistema que consistía en inclinar un poco la pistola sobre la parte superior del cuerpo del enemigo, digamos que en el pecho a la altura del hombro, y meter la bala hacia abajo, de manera transversal, como por lo visto hizo en más de una vez Díaz Mirón, para que recorra el mayor trayecto de carne humana haciendo el máximo daño posible.
Otro día Elizondo hizo un alto para comentar un poema más de Novo, llamado “Almanaque”, y nos hizo ver el bellísimo juego de tiempos y espacios que hay en él: “El tiempo nos conduce / por sus casas de cuatro pisos / con siete piezas. Sala, dos recámaras, / comedor, patio, cocina / y cuarto de baño. / Cada día cierra una puerta / que no volveremos a ver / y abre otra sorprendente ventana”. Cuando demostraba lo logrado del juego, en el que los elementos de espacio y tiempo se complementaban y contradecían de manera simultánea, leía los versos que siguen y nos volteaba a ver, sonriendo siempre, confiado en el efecto que nos causarían, para verificar la reacción dibujada en nuestros rostros: “El aire derribó / dos cuartos del último piso / de febrero”…
Gracias a su Museo poético, veinticinco años más tarde, en la casona que alberga la flamante Escuela de Escritores de México y que está sobre Francisco Sosa, apenas del otro lado de la Plaza de Santa Catarina, no muy lejos de la casa que habitó en vida Salvador Elizondo, podré visitarlo los lunes de todas las semanas acompañado de mis alumnos, y él nos estará esperando a la puerta de una casa sonriente frente a la que no es necesario estacionarse porque está hecha de los poemas y la lectura placentera de los versos que a mí y a otros muchos lectores del aquel tiempo nos enseñó a apreciar y habitar.
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Este post está dedicado a mis alumnos del primer semestre de la Escuela Mexicana de Escritores (http://escuelamexicanadeescritores.com/).
Los retratos de Elizondo son de Paulina Lavista.
La foto de su casa en Coyoacán la tomé yo mismo a mediados de los años ochenta, por la época en la que cursaba su Seminario. Pertenece a uno de los rollos que hice por entonces, mayormente con retratos de algunos de mis amigos, asunto del que hablé en “Contra la fotografía de paisaje”, en http://bit.ly/hGvNEG
Sobre la reedición de Museo poético hecha por Aldus en 2002, recomiendo el artículo de Pura López Colomé aparecido en Letras Libres, http://bit.ly/qEZHDA
El retrato de Salvador Novo es de Tomás Montero Torres, cuyo trabajo puede verse en http://archivotomasmontero.org/site/
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