domingo, 22 de mayo de 2011

Los editores frente a la creación y la crítica


Leí el siguiente texto en el Festival de la Palabra del Centro Histórico el 31 de octubre de 2008, cuando era Director General de Publicaciones de Conaculta y como tal me invitaron a coordinar una mesa redonda llamada como este post. En ella participaron también algunos editores representantes de Random House Mondadori, Planeta, Almadía, Los Libros de Homero y Sexto Piso. Lo que dije en aquella ocasión, resultado de mi experiencia como editor independiente, lo defendí como funcionario público y lo sigo pensando hoy.

Me parece que el problema con los títulos de las mesas redondas como la que nos reúne este mediodía, “Los editores frente a la creación y al crítica”, es que son amplios suficientemente como para que pueda caber todo en ellas y suficientemente vagos para que al final no quepa nada en concreto. El resultado suele ser una serie de intervenciones poco uniformes, que mal justifican su lectura en una misma mesa, y que sirven a cada uno, como quien se protege, para lucirse lo mejor que puede, llevar agua a su molino o eludir el bulto con más o menos gracia, con la consecuencia de que quienes vinimos a oírlos nos vamos en cierta manera defraudados.
A mí me toca la tarea de traer a tierra lo que tenían en mente quienes, sin duda con las mejores intenciones, la idearon. Es decir: sacar de aquel deseo de manifestarse sobre una situación concreta pero expresada con una amplitud inoperante, un problema preciso. No es que ese problema resulte vago o difuso. Todo lo contrario: al utilizar los términos “creación” y “crítica”, acompañándolos de la palabra “editor”, es que se cree que en éste, al menos en el más corriente de ellos, hay un riesgo de no atender bien, o no satisfactoriamente, aquellos insumos que harían útil en el mejor de los sentidos su vida de trabajo.
Sólo hay que entrar a una librería, a Gandhi pongamos por caso, digamos que a la que lleva el nombre de Mauricio Achar. ¿Qué es lo que vemos? Primero, libros primorosos. Luego, en cuanto tomamos de la mesa uno de ellos, nos damos cuenta de lo caros que son. Por último, comprobamos que la razón está en que muchos de esos libros, vaya, la gran mayoría, son importados. Y entonces uno se pregunta: ¿es que no somos capaces de hacer nuestros propios libros? ¿Faltan creación y crítica entre nosotros como para darles el cauce que se merecen? ¿O es que están las cosas tan mal como para que incluso eso, que no parece cosa extraordinaria, se nos haya vuelto tan difícil? A quien sea nuevo en estos asuntos convendrá informarle que, no hace tanto, nuestra industria editorial gozaba, si no de una salud envidiable, que de algo tuvo que morirse, de un vigor que destacaba en el mercado iberoamericano. Que estábamos a la vanguardia de la producción de la lengua. Que nuestros libros se importaban. 
Que hasta hace poco, antes de que los españoles, que ocupan ahora aquel lugar, tuvieran los medios para publicarlo todo, algunos de los títulos imprescindibles para ellos mismos y que la dictadura impedía publicar, se los dábamos nosotros, y por eso sobrevive allá quien tiene nostalgia de aquel papel de vida o muerte que para ellos jugábamos. Que en la misma España, pero también Argentina o Colombia, donde se nos tenía por ejemplares, no dan crédito a nuestra ausencia del primer plano internacional en donde fuimos referencia.
Con nuestra visión única del mundo, con la extraordinaria sensibilidad que heredamos de nuestros antepasados, con la riqueza de las propuestas literarias que brotan como hongos por toda la República, ¿no somos capaces de conseguir que nuestros editores pongan en circulación, en las pocas librerías que tenemos, nuestros libros a precios razonables? Gandhi acaba siendo una especie de boutique: objetos con frecuencia hermosos, que adquirimos en ocasiones extraordinarias, no pocas veces exhibidos delante de nosotros por un impulso de mercado no ajeno a la moda. El colmo viene con las grandes ventas de saldos. Cuando entro a esa librería o a alguna similar y veo libros españoles, eso sí muy bellos, y, por raro que parezca, a bajos precios, a veces regalados, me invade la desagradable sensación de que estoy en la trastienda de un mundo al que interesamos, en esencia, por que nada quede sin venderse. Que me están vendiendo a precio de remate lo que ya nadie quiso en ningún otro sitio.
Bueno, y a todo esto, ¿en qué momento, por qué razones y por culpa de quiénes se jodió el Perú? ¿Falta de visión de un país incapaz de ver con claridad el futuro? ¿Fuimos víctimas del exagerado optimismo del México desarrollista, y peor aun, el del petróleo, que ha fallado sucesivamente de tantas maneras? ¿Fracaso de la política de la educación? Es verdad: el Estado no ha sabido prever lo que podía pasar y ha pasado. El Estado no ha sabido propiciar las condiciones para que editar en México sea tan fácil como es necesario. El Estado mexicano no ha sabido ofrecer políticas fiscales propicias… 
Me temo que algunas de nuestras instituciones, que debieron cumplir con su tarea de impulsar a México, al fracasar el proyecto de nuestros abuelos, ahí se quedaron para siempre: toda una ingeniería ortopédica que debía retirarse nada más haber empezado a andar, y que ahí se quedó, muleta para siempre apoyada en unas piernas que nunca caminaron.
Debemos renovarnos: de entrada, tender a un género de gestión que fortalezca… Pero me detengo. El verbo no es, al menos no por ahora, fortalecer. Deberíamos tender, debo decir, a un género de gestión que reanime las posibilidades editoriales de un país de la riqueza cultural, en particular lingüística y literaria, de México, que se adelgace en lo que tiene que hacerlo, es verdad que sin olvidar la tarea que nada tiene de ortopédica de velar por los valores que el mercado desprecia; que haga todo lo que esté a su alcance, y que en este país es mucho, por animar el surgimiento, la educación y la consolidación de los editores que vemos asomar aquí y allá, si no a la velocidad con la que surgen nuestros aspirantes a literatos, con un ritmo algo más que suficiente, con frecuencia como pueden, a veces contra viento y marea, otras como de milagro porque carecen de las condiciones mínimas y que van diezmándose hasta desaparecer en un ambiente que no les favorece.
Pero ¿y nuestros editores? Estamos maduros como para aceptar que el gobierno no puede tener la culpa de todo ni de todo puede ser responsable. Curiosa ese sentimiento tan mexicano, me parece que heredado de aquella España del siglo XVI de la que provenimos, y de la que viene lo mejor y lo peor nuestro, de separar tajantemente la experiencia del ciudadano de la del gobernante. La pregunta es válida y está en el aire: ¿dónde han estado todo este tiempo nuestros editores? 
¿Qué fue de nuestra industria editorial que fue "líder" en los años sesenta y setenta, que se enorgullecía de estar a la cabeza con propuestas literarias de primer orden, de exportar, oh, ahora quién lo diría, a la misma España? Por suerte, los hay, y acaso no son tan pocos como parecería: han sido algunos de ellos, y sus colegas del resto de la llamada “cadena del libro” los responsables de convencer a la sociedad y sacar adelante la famosa Ley del Libro que por estos días estrenamos, entre quienes no faltan, si todo hay que decirlo, algunos malintencionados que por razones irrazonables o algunas que no vemos se oponen incluso a ese logro mínimo, que no es nada si se compara con lo que todavía hay que hacer.
¿En qué medida son los editores culpables de la situación que vivimos? Estaría dispuesto a decir que nada, si se me admite que hay en nosotros una cierta tendencia al paternalismo que nos hace creer que merecemos desde el génesis, y que papá gobierno, o papá Dios, o mamá Historia están para satisfacer ese merecimiento bíblico. Nada de esto hace sombra a una verdad en la que creo: la vida del libro, en un país con tanto en contra, debería de ser un asunto de Estado. Pero ¿y si lo fuera? ¿Si por alguna razón eso llegara a suceder? ¿Estaríamos preparados para aprovechar esa obligación que va por encima de los gobiernos? ¿Habría editores para ello?
Nada tendríamos, a pesar de lograr los programas y las instituciones que la Ley del Libro promete, si nuestros editores no despiertan del sueño al que durante los últimos años los ha condenado esa mezcla de contradicciones históricas que somos, ese poder público que no acaba de redefinirse, esa sensación de hijos de un paternalismo que nos empequeñece. Tenemos que exigir a nuestros editores, desde el aparato de gestión adelgazado y propicio que les debemos, que hagan la tarea que les corresponde con independencia y creatividad. 
Un editor debe ser tan crítico y tan independiente como un artista. Ya luego transigirá con el mundo que lo rodea; porque nuestro oficio, que mucho tiene de intermediarios, no asienta sus oficinas entre las cúmulos y los cirros, está en el mundo y debe transigir con él.
No me refiero sólo a los que sacan contra el viento y la marea sus ediciones, una por mes, seis al año, quince o veinte antes de volver a fracasar. A ellos hay que brindarles capacitación, programas de crecimiento, esquemas para coeditar, oportunidades de distribución. No podemos olvidar que es en las pequeñas editoriales donde suele surgir la mejor literatura. No podemos olvidar que es en las pequeñas editoriales donde corre la literatura que importa, la que, por escribirse a espaldas del mercado, a pesar de él, en contra de él, es la única que puede reflejar sin consideraciones nuestra condición y ver por encima de nosotros y nuestras preocupaciones pasajeras.
Me refiero también a los editores que están al frente de las grandes casas editoriales. El mensaje es claro: es crucial no convertirnos en el basurero de España: copiando de ellos métodos salvajes de adquisición de mercado, importando de manera acrítica a sus autores, permitiendo que las apuestas que hagan en territorio mexicano no tengan la oportunidad de serlo también en España, y abriéndoles la puerta franca, sin supervisión y postura propia, a un mercado desprotegido y, si se me permite, manso como lo es el nuestro.
Una vez le oí algo a Octavio Paz que se me quedó muy grabado. Me parece que se refería a los medios de comunicación, a la influencia que ejercen sobre nosotros, en particular a su imperio sobre las naciones hispanoamericanas, y ya sabemos que tratándose de él los libros no podían estar excluidos: ahora somos, dijo, más dependientes de España que en los años del virreinato; ahora somos, más que nunca, periferia de la metrópoli. 
Nuestra lengua empieza a mostrarlo y ya sabemos que la lengua es el muestrario más sensible con que contamos. A veces temo que la nuestra acabará llamándose, no “la ciudad de México” como decimos nosotros y certifica siempre que puede el hablante, sino a secas, sin el artículo que nos honra porque así es como la ponemos en palabras, y no como, por ejemplo, en la frase “viajaremos a Ciudad de México”, dicen los españoles con perfecta sordera en sus acercamientos a nosotros y repiten con persistencia que ofende en los libros y las publicaciones periódicas que les compramos… y, como creo en momentos de pesimismo, que acabaremos llamándonos. 
Mucho de lo que tenemos y nos honra, los edificios mismos de la ciudad de México que arropan este encuentro literario, viene de aquel siglo, que es el de la Conquista, el del Capitán Aldana, el de Teresa de Ávila, del que proviene lo mejor y lo peor que somos. Estamos frente a una gran oportunidad de aprender de la vieja metrópoli, sin duda trabajando con la creatividad y la crítica que nos definen, lo mejor que puede ofrecernos, desechando lo peor.
Contra lo que puede creerse de mis palabras, la solución no está en cerrarnos sobre nosotros mismos. Al contrario, debemos abrirnos con propuestas originales, es decir, originadas aquí y en nosotros, para que la creatividad termine hablando por nosotros. Tenemos una mejor materia prima. Nuestra poesía, por poner un ejemplo, que en España pasa horas grises (curioso ese fenómeno hispánico que invita a creer que la mejor literatura viene del desastre histórico), en México está viva porque en ella conviven todas las tradiciones. 
También porque uno de cada cuatro hispanoparlantes es mexicano y sobre todo porque en este país es donde el español, nuestra lengua milenaria, está viviendo con una prisa inusitada su transformación más importante. Estoy seguro de que entre nosotros están los editores que deben acompañar esas transformaciones. La tradición editorial mexicana lo confirma y al final nuestros libros lo acabarán reflejando. Y como consecuencia nuestras librerías estarán llenas de aquellos autores que hablan por nosotros con la voz que sólo nosotros tenemos.
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La imagen que abre este post pertenece a la obra La ortopedia o el arte de prevenir y corregir en los niños las deformidades corporales de Nicolas Andry, del año 1749, y la he tomado de la página del artista plástico colombiano Juan Camilo Londoño Manco, http://bit.ly/klXyHC
El personaje prehispánico es 8-Venado Garra de Jaguar, un cacique mixteco del siglo XI cuya vida y hechos quedaron magníficamente registrados en el llamado Códice Nutall. Para saber más de él, recomiendo mucho el número especial que le dedicó la revista Arqueología Mexicana.
La foto de Octavio Paz es de Gorka Lejarcegi; la tomé prestada de http://bit.ly/eecg1z. Otros estupendos retratos suyos (José Donoso, Gastón Baquero, Silke, Claude Chabrol...) pueden verse en http://bit.ly/iurKTC
La de la fachada de la primera librería Gandhi la saqué la de revista Infocademhttp://bit.ly/ljNB67, y la del edificio de Conaculta es de Lola García Zapico.
El retrato de Joaquín Díez Canedo, padre, es de Lorena Alcaraz y apareció en el número 61, de julio de 1998 (en buena parte dedicado a los "Españoles de México") de la revista Viceversa

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