Ocurrió cuando llegué a vivir a Oviedo y todas las tardes me dedicaba a buscar departamento en la ciudad. Mi primo Félix me dijo que no era mala idea echar un ojo por La Argañosa o Buenavista, así que una tarde hice el paseo por aquellos barrios armado de uno de los mapas elementales que regalan en el Escorialín, el pequeño pabellón situado en la punta del Campo San Francisco que da a la Escandalera y hace las veces de oficina turística. Ya allá, entre calles con nombres como Facetos o Alejandro Casona o Marcos Peña Royo, me alegró mucho encontrar una que se llamara Frígilis…
Y es que de todos los personajes de La Regenta, mi preferido de la gran novela de Leopoldo Alas Clarín es esa suerte de benefactor naturalista, amigo del árbol y la caza, cuyo nombre era Tomás Crespo pero era conocido como “Frígilis”. Dice la novela que lo llamaban así porque cuando le referían alguna debilidad humana, de aquellas “que suelen castigar los pueblos con hipócritas aspavientos de moralidad asustadiza”, invariablemente respondía: “¿Qué quieren ustedes? Somos frígilis; como decía el otro”. “Frígilis”, añade Clarín, “quería decir frágiles. Tal era la divisa de don Tomás: la fragilidad humana. Él mismo había sido frágil. Había creído demasiado en las leyes de la adaptación al medio”.
Es un lugar común de sobremesa decir que La Regenta es la mejor novela española de todos los tiempos, sólo por detrás de El Quijote. Aunque no tengo las lecturas para dar una opinión al respecto, me provoca todo género de simpatías y entusiasmos. La he leído completa algunas veces, la última por cierto viviendo en Asturias, y en todas las ocasiones la experiencia resultó de lo más agradable. Es una novela que consigue crear un mundo suficiente y autónomo como para que pueda leerse satisfactoriamente en cualquier lugar y tiempo, pero también logra quedarse con la esencia de una realidad específica al grado de que ciento veinte años después de haber sido escrita mantiene su vigencia como espejo de la sociedad que la inspiró.
Si es cierto que antes de llegar a vivir a Asturias tenía formada mi opinión general sobre ella, fue una carta de Marcelino Menéndez Pelayo a Clarín que leí en Oviedo lo que me dio el matiz exacto que mantengo hasta el día de hoy.
Al principio me instalé en un estudio que da a la Plaza del Sol pero luego me cambié a un departamento en un edificio delante del Campillín, un parque bastante peculiar que está en el barrio de Santo Domingo, lejos de La Argañosa o Buenavista pero cerca del lugar en donde hacia 1960 mi madre tomó clases de Corte y Confección con una mujer llamada Cuca Montes, antes de obtener el título en la Academia de las hermanas Migoyo.
Del otro lado del parque está la Librería Anticuaria, especializada en libros usados, de la que fui cliente asiduo. Por los días en que leía con verdadera admiración el estudio que Menéndez Pelayo dedicó a La Celestina, encontré en ella un libro de José María Martínez Cachero sobre la relación de don Marcelino con Asturias que no pude dejar de comprar.
Publicado en 1957 por el Instituto de Estudios Asturianos, el libro hace un recuento de la relación entre el estudioso y algunos aspectos de la región, por ejemplo su amistad con otros escritores, entre ellos Clarín. Un día me gustaría comentar en este espacio algunas joyas de ese volumen, como dos traducciones al asturiano de la oda Beatus ille de Horacio (una de ellas empieza así: “Dichosu’l que viviendo separtáu / de too lo que cansa la mollera / como fizo la xente d’otros tiempos…”).
Rigurosos contemporáneos, el extraordinario erudito montañés y el novelista asturiano, según Cachero, coincidieron en 1871 haciendo un doctorado en Letras en Madrid y luego mantuvieron una relación epistolar cargada de afecto y simpatía. En la carta que me interesa, Menéndez Pelayo le dice a su amigo que la narración de La Regenta le parece “magistral” y el diálogo “muy sabroso” pero objeta que las figuras principales son “demasiado complicadas y, por decirlo así, compuestas…”. Y añade un párrafo de gran percepción: “…no me acaban de parecer artísticos ciertos tonos crudos que harán de fijo que las gentes de Oviedo le saquen a Vd. los ojos. No conozco bastante aquel pueblo para juzgar de la entera exactitud moral de las descripciones de usted, pero me figuro que Vd., siguiendo su natural tendencia poética y contradiciendo el sistema realista que profesa, ha idealizado un tanto la corrupción de aquellas gentes que, según yo me las imagino, deben ser más soporíferas y vulgares que perversas” (M. Cachero, pág. 272-272).
El calificativo es perfecto: las figuras principales resultan demasiado “compuestas”. Cansa seguir su lenta y detallada transformación. Al contrario, las secundarias están definidas con enorme maestría, lo que hace que a la larga nos quedemos con ellas. Tanto es así que creo que, además de algunas atmósferas (el Casino, el salón amarillo, el Vivero…), lo mejor de La Regenta es esa extraordinaria galería de personajes que aparecen por detrás de Ana Ozores y Fermín de Pas… El propio Víctor Quintanar, por ejemplo, menos por su ridícula pasión por el drama español como por cosas como ese laboratorio de experimentos científicos al que una noche, perturbada por las emociones, Anita entra sin encender la luz y pone patas arriba, rompiendo matraces, echando por tierra aparadores, haciendo añicos instrumentos de medición, hasta que acaba cayendo en una trampa que su marido ha construido para cazar zorros —nada menos.
¿Y qué decir del ateo Pompeyo Guimarán, el perfecto fanfarrón hispánico, que no muere sin confesarse y recibir la comunión? ¿O de Saturnino Bermúdez, el sabio local que nunca falta en las pequeñas capitales de provincia, y que lo sabe todo… sobre nada? ¿Y del arcipreste Cayetano Ripamilán? ¿Y de esa siniestra mujer, madre del Provisor, insuperablemente apellidada Raíces?
Y por encima de todos, Frígilis. La estupidez del mundo está retratada tan a detalle en La Regenta que ni siquiera alguien de su nobleza y sus buenas intenciones logra salir indemne, y es él, al fin erróneamente convencido de las leyes de la adaptación al medio, quien propone el matrimonio insensato entre su amigo Quintanar y la ingenua Anita. Sin duda mi rasgo preferido de todos los que se cuentan de Tomás Crespo es que fue él quien aclimató el eucalyptus globulus a tierras de Vetusta.
En el Campo San Francisco hay por lo menos un par de ejemplares de ese árbol originario de Australia, y uno de ellos con su letrero correspondiente puede verse a la derecha según se sube hacia la Fuente de las Ranas, frondoso, inmenso, altísimo —y hasta diría que robusto si esa palabra por razones etimológicas no se aplicara con toda precisión sólo al roble.
Por ver hasta qué punto tan entrañable personaje de la literatura escrita en Asturias era conocido por los asturianos de a pie, y también, por qué negarlo, con genuina ilusión literaria, en cuanto vi que había una calle con su nombre me sentí incapaz de no hacer algunas averiguaciones. Precisamente en la esquina que hacen Frígilis y Marcos Peña Royo había un hombre de unos sesenta años acompañado de alguien más joven, tan parecido a él que no podía ser sino su hijo. “Disculpe, señor”, le pregunté, “¿podría decirme dónde está la calle Frígilis?”. Se me quedó viendo como si le hablara en chino. “¿Qué calle?”, preguntó a su vez. “Frígilis”, repetí, “busco la calle Frígilis”. Con marcado acento español, matizado de asturiano, contestó: “Oiga, pero ¿le dijeron que era por esta zona? Porque por aquí no hay ninguna que se llame así”. Le mostré el mapa.
En efecto, ahí ponía “Frígilis”. Nada lo movió, sin embargo, de su primera opinión. Ya se sabe que en España todo el mundo tiene una idea fuertemente enraizada de las cosas, sin importar que el universo afirme a veces lo contrario y las pruebas se muestren inobjetables y palmarias. Quizás con la idea de apartar para siempre de mi cabeza lo que no podía ser más que un absurdo contrasentido, el hombre dijo, moviendo la cabeza: “No, chaval, no. Qué va. ¡Ni pensarlo!”. Y añadió, como argumento supremo: “¡Eso no es ni asturiano!”.
Está fabuloso! Me gusta mucho cómo se va tejiendo la trama del relato. Así qué Frígilis!!! Al terminar de leerlo, se dibujó en mi rostro una amplia sonrisa. Pude ver al señor... y bueno... muchos otros de los rasgos culturales, no sólo de Asturias. Aplausos.
ResponderEliminarHace una semana apresuré mis pasos en busca de una cantina.
ResponderEliminarHoy observo impaciente los olvidados anaqueles de un videoclub.
¿será usted conciente del poder de sus palabras?