viernes, 1 de febrero de 2019

Descubrimiento de Gerardo Deniz

Hace unos años me referí por escrito al momento preciso en que descubrí la belleza de la poesía de Gerardo Deniz. Como relataba entonces, ocurrió leyendo un poema de “Fosfenos”, la serie que abre su libro de 1988, Grosso modo. Recogí el ensayo en donde conté ese momento en mi libro Contra la fotografía de paisaje, editado por Libros Magenta y Conaculta en 2014. Como estos meses emprendo la escritura de los últimos capítulos de un extenso y ambicioso libro sobre Deniz, vuelvo a echar un ojo a lo que he escrito sobre el tema. A continuación reproduzco el fragmento en el que cuento el momento en el que, en un poema en particular y específicamente en un par de versos en concreto, supe con absoluta certeza que estaba delante de un enorme poeta.
Deniz: la dichosa cubatura de la marrana auténtica (fragmento)
Un amigo me contó que había descubierto en el índice de un libro un poema que se llamaba como uno suyo, y que por eso lo había comprado; sorprendido por el hallazgo, me lo ponía delante e insistía en leerme algo de él. El poema se llamaba “Vivisección” y era de un autor de nombre extraño: Gerardo Deniz. Imposible mayor diferencia entre los dos poemas: mientras el de mi amigo describía, con recursos aprendidos a Octavio Paz, el recorrido de un caracol por el filo de una navaja, el de Deniz, no obstante que comenzaba con un par de versos atractivos,
Guapo de Rakotis, ahora sí que delinquiste
(y la justicia helenística es cruel),
me pareció que se desarrollaba con excesiva complejidad, acaso demasiado caprichosamente. No me sorprendió que Julio se sintiera atraído por ese poeta: si bien compartíamos una filia por encima de las demás, la de la poesía del Siglo de Oro español, él sentía debilidad por ciertas debilidades barrocas como aquella que citaba de tarde en tarde, el retrato de Júpiter escrito por Góngora:
Ministro, no grifaño, duro sí,
que en Líparis Stéropes forjó
(piedra digo bezahar de otro Pirú).

El Góngora de Velázquez que está en Boston. Fuente: Wikipedia
Mi amigo estaba encandilado sobre todo con otro poema de ese mismo libro, llamado nada menos que “Cultura”. Daba el penúltimo sorbo a su café exprés, encendía el enésimo Delicados oscuro, y leía:
Silla de montar sudada, de cuero rojo incrustado de canicas y piedras
únicas;
puerca albina maxmordona (sin la dichosa cubatura de la marrana
auténtica) con
un ojo azul y otro saltado, con huesos de un marfil que sólo ataca el disolvente
  universal del fanatismo.

De entrada, el poema parecía, aun más que “Vivisección”, caprichoso, lleno de referencias extrañas, innecesariamente complejo. A pesar de eso, picado por mi vivo sentido editorial, conseguí el teléfono de su autor, le llamé para pedirle una colaboración para la revista universitaria que hacía con aquél y otros amigos, y un viernes gris fui a visitarlo a su departamento, en el número 36 de la calle de San Antonio, en la colonia Ciudad de los Deportes.
Foto tomada de la contraportada de la antología Mansalva
Esquivo, áspero, huraño: los adjetivos con los que se me describió su persona, que bien correspondían con su retrato en la contraportada de Mansalva, donde aparece casi escuálido, con aire de laboratorista y cara de pocos amigos, encarnaron en un hombre de gran tamaño que vivía en un departamento pequeñito y oscuro que daba al Eje vial, entre estanterías metálicas cargadas de libros, en compañía de un gato de nombre ruso todavía más huraño que él. 
Foto: Roberto Portillo
Pasados unos instantes de embarazo, Juan Almela, como me dijeron que se llamaba en realidad, y como me cuidé de llamarlo desde aquella noche, se acomodó en un sillón más bien incómodo debajo de un retrato de Dumézil y otro de Bartók, en tanto me ofrecía ocupar otro al lado de él.
Foto: Roberto Portillo
De aquel primer encuentro lo que más me llamó la atención no fue la peculiarísima manera de expresarse, cargada de ironía y sentido común, sino su impresionante memoria, que luego confirmé que se extendía al resto de los temas de este mundo, pero que entonces, quizá como respuesta a preguntas mías, hizo alarde en el relato de algunos pasajes de su vida de los que daba fechas casi siempre para situar infortunios y desengaños, una suerte de cronología de la desdicha que fue desgranando a lo largo de tres horas largas y que me hizo irme de aquel departamento con una mezcla de simpatía súbita, curiosidad y sorpresa, desconcierto y entusiasmo.
Entre otras cosas, aquella vez Almela me contó que no hacía mucho había sufrido un desprendimiento de retina y que durante las largas horas de los interminables días que el accidente le hizo pasar en cama con los ojos cerrados, que precisaba con lujo de segundos, había concebido un puñado de poemas que había pasado al papel prácticamente sin vacilaciones nada más recuperada la posición vertical. Grosso modo, el cuarto de sus libros, aparecido poco después, abría con esa serie que había bautizado “Fosfenos”, echando mano de una palabra que él mismo definía, me parece que mejorando el diccionario, como “falsas sensaciones lumínicas producidas en la retina”. Fue en uno de aquellos dieciocho fosfenos donde leí los primeros versos suyos que realmente me atraparon.
Foto: Roberto Portillo
La imaginería de la serie, que sitúa al poeta lo mismo en Aguascalientes que en Roma, en Siracusa que en el Distrito Federal, atravesando la frontera soviética en una alfombra voladora que en la consulta del Doctor Freud, nos lo muestra al lado de su musa Rúnika recorriendo una calle de la colonia San Rafael. Al llegar al lugar donde antaño estuvo una tienda de disfraces llamada El Suplente, en el poema “Trabajeros”, escribe:
Allí alquilaban ropas insólitas, fraques y futraques,
atuendos de odalisca suripanta, de margrave.

Foto: FF
¿Qué fue lo que tanto me gustó de estos versos? De entrada, su ritmo perfecto. Las palabras, por otro lado, hacen un conjunto claro y legible, quizás porque la deriva entre términos usuales e inusuales resulta muy lograda. Incluso creo que está conseguida la rima, en un autor en el que ése es un recurso apenas entre otros muchos. Quizás porque son un buen ejemplo, si se quiere a pequeña escala, de algunos de sus mejores recursos, y porque éstos aparecen en ellos de manera serenada –puestos en orden, hasta diría que dotados de un cierto aliento clásico–, esos versos fueron la grieta desde donde pude asomarme a su obra con la perspectiva correcta por primera vez.
Foto: Nicola Lorusso
Pero vayamos por partes. El planteamiento no puede ser más claro: “Allí alquilaban ropas insólitas”. Esta oración nos prepara para escuchar un pequeño catálogo de palabras que representan disfraces conformes con lo insólito de su realidad. El primer par es “fraques y futraques”. La relación entre estas palabras da cuenta del tipo de subversión lingüística que acostumbra Deniz. Se trata voces emparentadas por su sonido y su origen y hasta porque significan algo similar; así, la primera da pie a la segunda y se enlaza con ella en un movimiento que se antoja de oscilación.
“Fraques”, que ejemplifica el casticismo a veces exagerado de la Academia, que pretende que todo puede ser adaptado al español, es el plural, incorporado en Deniz por el coloquialismo irónico, de la palabra “frac”; lo estupendo es que antecede a otra, “futraques”, que tiene toda la pinta de ser un neologismo y que sin embargo, porque significa “levita”, no lo es. Es decir que mientras que la palabra que nos suena conocida, siquiera por el uso coloquial, no existe sino de manera irónica, la que le sigue, que nos resulta novedosa, extraña, loca, tiene un pequeño historial documentable dentro del desarrollo de la lengua, su propia entrada en el diccionario y un lugar en la tradición.
Muy en su estilo, Deniz aprovecha el desfiguro que ha provocado al combinar una palabra que usa en forma irónica con otra que parece en desuso, para introducir un verso de medidas y acentuación canónicas, “atuendos de odalisca suripanta”, que es un ejemplo de claridad tradicional en medio del desconcierto, si puedo decirlo así, del habla contemporánea. Aunque en otro sentido, es lo mismo que sucede en el retrato de Júpiter que fascinaba a mi amigo Julio, donde a los complejos versos “Ministro, no grifaño, duro sí, / que en Líparis Stéropes forjó / (piedra digo bezahar de otro Pirú)”, Góngora hace
seguir uno de perfecta sencillez:
las hojas infamó de un alhelí.

Foto: Nicola Lorusso
Pero el último momento del segundo verso, el que remata el conjunto, “de margrave”, es ya el que me fascina, y, puedo decirlo con toda exactitud, el que me hizo admirador de este poeta. Venimos de escuchar “futraques”, “atuendos”, “odalisca”. Esas palabras están en el mundo; en principio, no son poesía; sin embargo, no son del todo prosaicas. La palabra “margrave”, adaptación al español de un título principesco alemán, me resulta, en ese contexto, sumamente poética. Escúchese si no:
Allí alquilaban ropas insólitas, fraques y futraques,
atuendos de odalisca suripanta, de margrave.

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La foto que abre este post es de Nicola Lorusso. El crédito de autoría del resto de las imágenes aparece debajo de cada foto. El resto procede de mi archivo.

Más sobre Juan Almela (Gerardo Deniz) en este blog:
Un soneto sobre Octavio Paz, https://bit.ly/2BanKe4
Cómo y cuándo nació el seudónimo, http://bit.ly/1RTMiXd
Deniz en Buenos Aires, http://bit.ly/1N37oAb
En sus 80 años, http://bit.ly/1sDZm8f
Una vida con el Fondo de CulturaEconómica, http://bit.ly/1TNgNSM
Sobre Red de agujeritoshttp://bit.ly/12RrW9H



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