Tantas veces ha vivido el
milagro, que creo en una especie de religión que me liga a determinados libros
(repásese la etimología de la palabra “religión”). La última vez fue una tarde
del pasado septiembre, en una calle de Oviedo; el día anterior había removido
una pila de libros de Miguel Delibes en busca de unas memorias de su vida al
aire libre leídas unos diez años atrás, de las que siempre guardé algo más que un grato recuerdo.
De saber lo que iba a pasar al día siguiente, y aun más, de
tener sospecha siquiera del desmesurado apetito por la literatura del gran narrador castellano que iba a desencadenarse en mí, hubiera comprado por lo menos aquel simpático ejemplar de Mis amigas las truchas, también suyo, que tuve delante por un euro y que desdeñé sin ningún respeto hacia los misterios de aquella bendita religión.
Lo más curioso del caso es que
esta vez el hallazgo no se produjo en una librería de viejo sino en una de esas casas abiertas a la calle, de origen con
frecuencia incierto, que hacen servicio a favor de todo género de desvalidos poniendo en venta
cualquier cosa que se les ceda con el propósito de sacar algún dinero. Así,
entre montones de ropa acomodada de cualquier manera, cámaras y relojes
descompuestos hace medio siglo, planchas de hierro y fotografías y postales que
a nadie le interesan, aquella casa ofrecía un puñado libros, como si fueran
cualquier cosa menos libros. Ya sabe uno, experimentado visitante de negocios
de cosas viejas, que es sumamente difícil que pueda saltar la liebre en un
lugar así.
La cosa sucedió así: me dirigía avenida abajo cuando doblé una esquina y vi la casa; ya desde el arranque de la calle me fijé
que en el alféizar de la ventana estaban colocados, de lomo, unas dos o tres decenas de
libros. Nada más acercarme sentí, en este orden, un golpe en el estómago y una
indescriptible felicidad. Fue, y por eso lo llamo de esta manera, un milagro; hacía
menos de veinticuatro horas que había deseado intensamente ese libro. Había sentido
físicamente su falta por primera vez en más de dos lustros y de pronto lo
tenía entre las manos. Por si fuera poco, en la misma exacta edición en la que yo lo conocí.
Lo releí en el avión, de regreso
a México, y me gustó más aun de lo que me había gustado la primera vez. En Mi vida al aire libre Miguel Delibes da
cuenta de sus recuerdos de toda aquella actividad que, a lo largo de su extensa
vida, llevó a cabo fuera de las paredes de su casa. Así, en el volumen publicado
por Ediciones Destino, en la colección Áncora y Delfín, el extraordinario
escritor español cuenta sus memorias como futbolista, ciclista,
motociclista, nadador, caminante, tenista y cazador.
Durante años me ha acompañado
el recuerdo de las páginas que dedica a las peculiaridades de tres perros, propiedad de sus hijos; no menos que eso, los
divertidos y penetrantes capítulos que dedica a su pasión por el futbol. Quizás
algún día copie, para los lectores de Siglo en la brisa, alguno de esos
fragmentos; esta vez me decido por el que reproduzco a continuación, el que me
ha hecho reír con más ganas esta vez. Se trata del pasaje en el que se refiere
a la pasión de los españoles por los motores. La escena, el lenguaje, los
personajes, todo en esta deliciosa miniatura de Miguel Delibes me parece conseguido y perfecto.
La afición de los
españoles por los motores
Por Miguel Delibes
Nunca
he oído comentar la afición de los españoles por los motores. Se ha dicho del
español que es taurino, envidioso, pícaro, ladrón, rijoso, vago, pintor,
infinidad de cosas, pero lo que no se ha dicho nunca que yo sepa es que todo
español lleva dentro un mecánico en ciernes. Armar y desarmar motores es una
auténtica pasión nacional. Imaginen ustedes lo que sería mi ciudad, después de
tres lustros a dieta, ante la aparición de la primera moto. Aquello fue algo
así como la llegada de una mujer a una isla habitada solamente por hombres. Ver
poner en marcha una motocicleta constituía ya un espectáculo. Intentarlo y
advertir que fallaba era casi la garantía de un espectáculo prolongado. Ver
extender la gamuza grasienta sobre la acera y llenarla de tuercas suponía que
la distracción mañanera estaba asegurada. De ahí que durante esos años la gente
desocupada caminara por las calles al acecho de las motos. Y tan pronto
sorprendía una que se resistía a arrancar, se detenía y armaba corro, como hacía
antaño cuando el macho que tiraba del carro del lechero resbalaba en el asfalto
y se caía. Había espectáculo por delante. Y al español, tanto como armar y
desarmar motores, le ha gustado siempre el espectáculo gratuito. Yo he tenido
la fortuna de nacer en este país de mecánicos amateurs, pues mi disposición hacia la técnica ha sido nula. Por
esta razón cada vez que daba un taconazo a la puesta en marcha de la Montesa y
el motor no respondía, intuía que no me encontraría solo. En efecto, al segundo
taconazo ya eran seis o siete los mirones que contemplaban solazados mi
esfuerzo inútil. Al tercero, pasaban ya de una docena. Y, al cuarto, surgía del
corro el diagnóstico espontáneo:
—Eso
es cuestión del carburador.
Yo
ponía cara de sabelotodo.
—Me
temo que no. Ayer lo revisaron en el taller.
Propinaba
una serie de pisotones fallidos sobre el pedal de la puesta en marcha, al cabo
de los cuales el espontáneo confirmaba:
—Eso
es cuestión del carburador.
Yo
sonreía.
—Sospecho
que es está usted equivocado.
—¿Permite?
Yo
esperaba siempre este ¿permite? como
agua de mayo. El espontáneo se despojaba de la americana, se aflojaba la
corbata, ponía rodilla en tierra, extendía la sucia gamuza sobre la calzada y
empezaba a amontonar en ella tornillos, arandelas, tuercas y pasadores, con
auténtica fruición. Seguramente en su fuero interno daba gracias al cielo por
este encuentro casual que le había permitido poner sus manos pecadoras sobre
una moto recién estrenada. En derredor crecía el coro de curiosos, alguno de
los cuales, verde de envidia, entablaba un pequeño coloquio con el espontáneo.
—Eso
no hace falta que lo quite. Así se puede estar usted hasta mañana.
—Usted
¿qué sabe de esto?
— Más
que usted.
El
espontáneo hacía gala de sus derechos.
—Mire,
pues haber venido antes.
El
espontáneo sudaba, se tumbaba de costado, decúbito prono, metía el
destornillador por los huecos más inverosímiles y, al final, tomaba con dos
dedos una pieza pringosa y soplaba con toda su alma por el agujero del centro.
Después de su resoplido, iniciaba el montaje, iba colocando pieza tras pieza, atornillándolas.
Sus manos se ennegrecían como las de un carbonero, brillantes de grasa. Al cabo
de media hora se incorporaba pesadamente, cogía la gamuza y se las limpiaba un
poco. Algún mirón compasivo le ayudaba a ponerse la americana. Señalaba el
vehículo como la comadrona al niño recién nacido, con amor profesional, con una
sonrisa apenas esbozada.
—A
ver. ¡Péguele ahora!
Yo me
acercaba a la moto, agarraba los puños y propinaba el taconazo de rigor a la
puesta en marcha. El petardeo y el humo del motor envolvían a la concurrencia.
El espontáneo, todavía con la gamuza entre las manos, me miraba con un gesto de
suficiencia.
—¿Qué?
¿Era el carburador o no era el carburador?
—Sí,
señor. Estaba usted en lo cierto.
(Tomado de Mi vida al aire libre, Ediciones Destino, Ácora y Delfín, número 638, cuarta edición, Barcelona, febrero de 1990)
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El ejemplar de Mi vida al aire libre del que se habla en este post tiene una firma y una nota que dicen, si leo bien: "Junquera. Regalo de Sonsoles. 17-8-90".
El retrato a colores de Delibes lo tomo prestado de http://bit.ly/1lQKh5E