He aquí el ejemplar del libro en el que vi por primera vez el nombre de López Velarde: es la quinta edición, de septiembre
de 1980, de un título publicado originalmente en 1965. Estaba en la biblioteca
de mis padres, de donde lo saqué para descubrir el ensayo de
Octavio Paz sobre el gran poeta de Zacatecas. Todo mundo sabe que “El camino de la
pasión”, que es como se llama ese ensayo, fue escrito en principio como un
comentario al estudio de Allen W. Phillips, y aparece en este libro, Cuadrivio, acompañado de otros tres trabajos,
los tres espléndidos y de primera, dedicados respectivamente a Darío, Pessoa y Cernuda.
No puedo decir que haya entendido mucho sobre quién era y qué significaba López Velarde en aquella primera lectura del verano de 1984, que
es cuando está firmado el ejemplar que me apropié inmediatamente. (Ahora que lo pienso, bien podría ser que ése haya sido el primero de los libros de mi biblioteca.) No obstante, aquel primer acercamiento ya me hizo sentir una
extraña fascinación por el lenguaje de ambos poetas; en particular, por
supuesto, por el de López Velarde.
El hecho ocurrió el verano que cumplí veinte
años; no mucho después, le propuse a un amigo de entonces, Francisco de la Mora,
que hiciéramos un viaje a Zacatecas con el propósito de ver el cielo cruel y la
tierra colorada.
Lo hicimos en junio del año siguiente, 1985; de aquel viaje tengo un
puñado de fotos que hace poco cumplieron treinta años. En una de ellas, tomada en el tren que nos llevó a la bizarra capital del estado, puede vérseme leyendo
el libro de Paz.
En las páginas de la edición de las Obras de 1971 conservé, de manera perfectamente natural, el boleto
del tren y la entrada a la Casa-Museo del poeta, detrás de la cual escribí la
fecha de la inolvidable visita. Esas imágenes y las del ejemplar mismo, que
sigue en mi biblioteca, son el motivo de este post.
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