Dos circunstancias han confluido en mí para decidirme a
armar este post: la primera, un reencuentro
emotivo; la segunda, un encendida discusión. El reencuentro fue hace cinco semanas, en Madrid. Llevaba casi un lustro de no ver a mi viejo amigo Xavier
Pascual Aguilar;
antes de entrar en temas de mayor intimidad, nos enzarzamos
en una conversación sobre literatura medieval castellana y acabamos recalando
en El Conde Lucanor, que Xavi leía
por esos días con verdadero placer. Cinco años más tarde, hablar de nuevo de literatura con mi antiguo colega fue como si
retomáramos una conversación suspendida sólo unos días atrás. Me juré, nada más
volver a México, adentrarme por fin en el famoso libro de Patronio, que sólo
conocía de manera fragmentaria. En ésas ando.
La discusión ocurrió dos noches más tarde, cuando me vi
convertido por primera vez en mi vida en defensor de Marcelino Menéndez Pelayo.
Mi amigo Jesús Cañete le reprocha al viejo erudito montañés lo que el
jovencísimo redactor de Historia de los
heterodoxos españoles tiene de reprochable: su pasión poco menos que
adolescente, sus conclusiones mal dirigidas por sus pocos años, todo eso agravado
por la excesiva severidad, quizás justificada por los nefastos años de posterior franquismo, con que a veces se juzga a don Marcelino en España. En uno de los momentos álgidos de la discusión vino en mi ayuda nada menos que Luis Buñuel, personaje libre de cualquier sospecha de pensamiento religioso conservador, quien encontró en esa obra, que no es sino la historia de la herejía en España, algunos de los relatos que aparecen en su notable película La Vía Láctea (Francia, 1969).
Pero hay todo un terreno riquísimo que hace de Menéndez
Pelayo uno de los lectores más finos y sensibles que haya tenido la
literatura española en sus mil años de historia. Ahí y no en otro lugar es donde
decidí hacerme fuerte ante los embates, empapados de sentimiento político e
histórico, de mi amigo Jesús. Los fragmentos que reproduzco a
continuación vuelven a demostrarlo satisfactoriamente –vuelven, digo, porque ya
don Marcelino ha sido tema de Siglo en la
brisa, y en una ocasión al menos por las mismas razones; los links, al calce–. En estos pasajes,
entresacados de un texto mucho más largo que copio de la edición en línea de
sus obras completas, el maduro autor de Orígenes
de la novela hace una semblanza del aristócrata castellano del siglo XIV, nieto
de Fernando el Santo y sobrino de Alfonso el Sabio, que llevó el nombre de Don
Juan Manuel, y que dejó entre otras obras el célebre Libro de los enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio.
Entre otras muchas narraciones, en ese libro aparece "la novela fantástica" de Don Illán, el mágico de Toledo, para Menéndez Pelayo "la mejor de toda la colección", que muchos de nosotros conocimos en la reescritura que hizo de ella nada menos que Borges bajo el título de "El brujo postergado", uno de los cuentos más notables de su Historia universal de la infamia. La
erudición siempre útil y sabrosa, la amplitud de miras, la belleza equilibrada
y justa de la prosa de don Marcelino, la contagiosa emoción ante el conocimiento hacen que quitemos
importancia a los comentarios conservadores y hasta moralistas que de cuando
asoman en sus valoraciones literarias. En conjunto, todo eso hace de este nuevo ejemplo un valioso
botón de muestra de las capacidades del extraordinario hombre de letras que fue
Menéndez Pelayo.
Menéndez
Pelayo explica la importancia de El Conde
Lucanor (fragmento)
por Marcelino Menéndez Pelayo
Y llegamos a la obra capital de don Juan Manuel, a la obra
maestra de la prosa castellana del siglo XIV, a la que comparte con el Decamerón la
gloria de haber creado la prosa novelesca en Europa, puesto que ni las Cento
novelle antiche en Italia, ni en España las obras que hasta aquí van
enumeradas [se refiere a las que ha mencionado a estas alturas del primer tomo
de la obra], son productos de arte literario, maduro y consciente, sino primera
materia novelística, elementos de folk-lore, obra anónima y
colectiva, o bien parábolas y símbolos, puestos, como en el caso de R. Lull, al
servicio de una enseñanza moral o teológica.
El cuento por el cuento mismo, como en Boccaccio; el cuento como trasunto de la varia y múltiple comedia humana, y como expansión regocijada y luminosa de la alegría de vivir; el cuento sensual, irreverente, de bajo contenido a veces, de lozana forma siempre, ya trágico, ya profundamente cómico, poblado de extraordinaria diversidad de criaturas humanas con fisonomía y afectos propios, desde las más viles y abyectas hasta las más abnegadas y generosas; el cuento rico en peripecias dramáticas y detalles de costumbres, observados con serena objetividad y trasladados a una prosa elegante, periódica, cadenciosa, en que el remedo de la facundia latina y del número ciceroniano, por lo mismo que se aplican a tan extraña materia, no dañan a la frescura y gracia de un arte juvenil, sino que le realzan por el contraste, fue creación de Juan Boccaccio, padre indiscutible de la novela moderna en varios de sus géneros y uno de los grandes artífices del primer Renacimiento.
En 1335, trece
años por lo menos antes de la composición del Decamerón (puesto que la peste de Florencia, con cuya
descripción empieza, acaeció en 1348), había terminado don Juan Manuel la
memorable colección de cuentos y apólogos que lleva el título de Libro
de Patronio, y más comúnmente el de Conde Lucanor.
No
puede haber dos libros más desemejantes por el temperamento de sus autores, por
la calidad de las narraciones, por el fondo moral, por los procedimientos de
estilo, y sin embargo, uno y otro son grandes narradores, cada cual a su
manera, y sus obras, en cuanto al plan, pertenecen a la misma familia, a la que
comienza en la India con el Calila y Dimna y el Sendebar y se dilata entre los árabes
con Las mil y una noches. El cuadro de la ficción general que
enlaza los diversos cuentos es infinitamente más artístico en Boccaccio que en
don Juan Manuel; las austeras instrucciones que el conde Lucanor recibe de su
consejero Patronio no pueden agradar por sí solas como agradan las
introducciones de Boccaccio, cuyo arte es una perpetua fiesta para la
imaginación y los sentidos. Además, el empleo habitual de la forma indirecta en
el diálogo comunica cierta frialdad y monotonía a la narración; en este punto
capital, Boccaccio lleva notable ventaja a don Juan Manuel y marca un progreso
en el arte.
Y sin embargo, el que lee los hermosísimos apólogos de don Illán,
el mágico de Toledo; de Alvar Fáñez y doña Vascuñana; de los burladores que
hicieron el paño mágico; del mancebo que casó con una mujer áspera y brava y
llegó a amansarla; del conde Rodrigo el Franco y sus compañeros; de la prueba
de los amigos; de la grandeza de alma con que el Sultán Saladino triunfó de su
viciosa pasión por una buena dueña, mujer de un vasallo suyo, no echa de menos
el donoso artificio del liviano novelador de Certaldo, y se encuentra
virilmente recreado por un arte mucho más noble, honrado y sano, no menos rico
en experiencia de la vida y en potencia gráfica para representarla e
incomparablemente superior en lecciones de sabiduría práctica. No era
intachable don Juan Manuel, especialmente en lo que toca a la moralidad
política, y su biografía ofrece hartos ejemplos de mañosa cautela, de refinada
astucia, de inquieta y tornadiza condición, y aun de verdaderas tropelías y
desmanes que la guerra civil traía aparejados en aquella edad de hierro. Pero,
con todo eso, fue quizá el hombre más humano de su tiempo, y lo debió en parte al alto y severo ideal de la vida que
en sus libros resplandece, aunque por las imperfecciones de la realidad no
llegara a reflejarle del todo en sus actos. Criado a los pechos de la sabiduría
oriental, que adoctrinaba en Castilla a príncipes y magnates, fue un moralista
filosófico más bien que un moralista caballeresco.
[…] El conocimiento que don Juan Manuel tenía de la lengua
arábiga y no sólo de la vulgar que como Adelantado del reino de Murcia debió de
usar con frecuencia en sus tratos de guerra y paz con los moros de Granada,
sino también de la literaria, como ya lo indica el Libro de los
Estados, se confirma en El Conde Lucanor [...] Por ejemplo, la novela fantástica, a la par
que doctrinal, del mágico de Toledo, que es por ventura la mejor de la
colección, se encuentra también en el libro árabe de las cuarenta
mañanas y las cuarenta noches. Pero
don Juan Manuel, como todos los grandes cuentistas, imprime un sello tan
personal en sus narraciones, ahonda tanto en sus asuntos, tiene tan continuas y
felices invenciones de detalle, tan viva y pintoresca manera de decir, que
convierte en propia la materia común, interpretándola con su peculiar
psicología, con su ética práctica, con su humorismo entre grave y zumbón. Tan
fácil es alargar indefinidamente, como lo han hecho Knust respecto del Conde
Lucanor y Landau respecto del Decameron, la lista de
los paralelos y semejanzas con los cuentos de todo país y de todo tiempo, como
difícil o imposible marcar la fuente inmediata y directa de cada uno de los
capítulos de ambas obras. Ni don Juan Manuel ni Boccaccio tienen un solo cuento
original; este género de invención se queda para las medianías; pero el cuento
más vulgar parece en ellos una creación nueva.
Con ser tan reducido el número de cuentos del Libro
de Patronio, pues no pasa de cincuenta, la mitad exactamente que los del Decamerón, y mucho más
breves por lo general, hay en ellos variedad extraordinaria, y no sería
temerario decir que en esta parte aventaja al novelista florentino, si se tiene
en cuenta que nuestro rígido moralista no admitió una sola historia libidinosa,
y hasta prescindió sistemáticamente de las aventuras de amor (pues nadie dará
tal nombre a la victoria moral de Saladino), ni abrió la puerta tampoco al
elemento antimonástico y anticlerical, que en la obra de Boccaccio tiene tanta
parte.
[…] Porque la grande y verdadera originalidad de don Juan
Manuel consiste en el estilo. No puede decirse que creara nuestra prosa
narrativa, porque de ella había admirables ejemplos en la Crónica
general; pero aquella prosa tenía el carácter de las construcciones
anónimas, participaba de la impersonalidad de la poesía épica, y en muchos
casos era una continuación, una derivación suya, era la misma epopeya desatada
y disuelta en prosa. En sus elementos léxicos y en su sintaxis, la lengua de
don Juan Manuel no difiere mucho de la de su tío; es la misma lengua, pulida y cortesana
ya, en medio de su ingenuidad, en que se escribieron las Partidas y se
tradujeron los libros del saber de Astronomía; lengua grave y
sentenciosa, de tipo un tanto oriental, entorpecida por el uso continuo de las
conjunciones. Nada tiene de la redundante y periódica manera con que halaga los
oídos la prosa italiana de Boccaccio, pero en cambio está libre de todo
amaneramiento retórico. Don Juan Manuel era extraño al renacimiento de los
estudios clásicos, que tenían en Boccaccio uno de sus más ilustres
representantes; nada innovó en cuanto a las condiciones externas de la forma
literaria, pero, dotado de una individualidad poderosa, la trasladó sin
esfuerzo a sus obras y fue el primer escritor de nuestra Edad Media que
tuvo estilo en prosa, como fue el Arcipreste de Hita el
primero que lo tuvo en verso.
Tomado de Orígenes de la novela, tomo I.
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La imagen que abre este post y la que ilustra esta nota, son reproducciones del retrato de Don Juan Manuel que puede verse en el retablo de la Virgen de la Leche en la catedral de Murcia. Tomo esas imágenes, así como el resto de las que ilustran esta entrada, de la red.
Los retratos de Xavier Pascual Aguilar y Jesús Cañete son míos y fueron hechos en Madrid: el primero, el mes pasado; el segundo, de abril de 2010.
Más sobre Menéndez Pelayo en este blog:
Hace una crítica (polémica) de Stendhal, http://bit.ly/1cnqJhF
Escribe un hermoso poema sobre Horacio, http://bit.ly/1zgFjmF
Encuentro con sus libros en Donceles, http://bit.ly/1we33p6
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