Emocionante, como no podía ser de otra forma, resultó la lectura de Vida y tiempo de Manuel Azaña del historiador Santos Juliá. Desde que supe de su aparición, en 2008, editado por Taurus, hice relativos e infructuosos intentos por conseguirlo. En abril del año pasado, por fin, me di el gusto de comprarlo nada menos que a unos metros de la casa natal de Azaña, cuando pasé un mes en la Universidad de Alcalá de Henares.
Aunque leí en la ciudad alcalaína los primeros capítulos, no fue sino hasta las recientes vacaciones de fin de año que pude hacerlo, como decían los antiguos, a mi gusto y sabor. Nada más bajar del avión se descompuso mi computadora lo que me hizo cambiar mis planes originales de trabajo. Entre otras cosas, tuve más tiempo para leer. Un amigo puso en mis manos el libro de Carmen Aristegui sobre Marcial Maciel que sobrevolé lo suficiente como para conocer algunos feos detalles de la vida del fundador de los Legionarios de Cristo al que la periodista, a través de una serie de conversaciones con quienes lo conocieron de cerca, acaba definiendo con plenitud de argumentos de la única manera posible en una sociedad que aspire a la justicia: un criminal. Si no lo seguí leyendo es porque me aburren los recovecos biográficos de quien fuera cercano a no pocos hombres de poder en México (lo que los pinta de cuerpo entero y, de paso, al país…), pero me encargué de circularlo suficientemente entre algunos desprevenidos que andaban cerca.
Pese a su medio millar de páginas, leí el libro de Santos Juliá, en cambio, de corrido en unas cuantas mañanas y el resultado sobrepasó mis expectativas aun tratándose de un personaje y una época fascinantes, escrita por uno de los historiadores españoles más talentosos de hoy. Si es cierto que, de los enemigos de Franco, Azaña fue el más vilipendiado (al grado de ser llamado ladrón, cínico, pusilánime, rencoroso, esclavo de los intereses del comunismo internacional, pervertido…), el más señero de los presidentes de la Segunda República española es ahora el que goza de una revaloración más amplia y justificada.
El libro de Juliá nos permite conocer de cerca, con un nutrido aparato documental y una prosa tersa, la vida y el pensamiento de quien fue un notable político, un extraordinario orador y un escritor lúcido, desde su nacimiento en la calle de la Imagen de la ciudad natal de Cervantes en 1880, hasta su muerte en 1940 a los sesenta años de edad, poco después del final de la guerra, en el poblado francés de Montauban, acosado por los agentes franquistas que no descansaron hasta verlo muerto.
Las vicisitudes del régimen republicano y las ideas de quien encarnó mejor que nadie sus expectativas y fracasos, su evolución como pensador y político y por último el fin de su vida no pueden sino resultar emotivos. Pero el libro también lo es porque Juliá, historiador de gran sobriedad, insiste una y otra vez en la emoción con la que Azaña vivió la política y la importancia que tuvo en su manera de transmitirla… (Escúchese el sobrecogedor discurso de guerra del que copio el enlace al final de este post.)
Reproduzco un párrafo que al menos da una idea de su obra y su destino político: “Azaña lo fue todo en el gobierno, sostenido no en la fuerza de un gran partido con amplio arraigo social sino en su inesperada capacidad para mantener unida una coalición de partidos dispares en la que el suyo no era más que una minoría. En tales condiciones, su programa de rehacer el Estado y la sociedad desde la raíz se puso en marcha sostenido en la claridad de su palabra, en la especie de iluminación que su discurso despertaba entre sus auditorios y sus socios de gobierno y en una mayoría parlamentaria que no le pertenecía. Él mismo definió aquellos años de gobierno como una revolución llevada a cabo en un régimen de libertad y por medios parlamentarios. Lo mismo escribió en el exilio Antonio Ramos Oliveira cuando atribuyó el fracaso de Azaña al hecho de haber pretendido realizar una revolución en un sistema de libertad. Este espejismo, que Aldo Garosci definió como haber descuidado el problema del poder, se reforzó con su ‘ascenssió rapidíssima, rutilant’, como escribió Plá, por la aparente facilidad con la que alcanzó la presidencia del Gobierno”. (pág. 341)
Vida y tiempo de Manuel Azaña me acabó llevando, de regreso ya en la ciudad, a dos libros más que esperaban su hora —y todavía a un tercero que no estaba contemplado— y que, contagiado por el tema, no he podido dejar de leer. El primero de ellos, las memorias que sobre los últimos días de la guerra escribió Fernando Rodríguez Miaja, sobrino que hizo las veces de secretario del General José Miaja, el famoso “defensor de Madrid”, exiliado en México desde el final de la guerra. Un amigo sirvió de enlace desde Asturias entre él y yo, y en agosto pasado tuve la oportunidad de visitarlo en sus oficinas de la calle de Tíber, en la colonia Cuauhtémoc. Se trata de un hombre de 92 años que conserva una envidiable vitalidad.
Sano, agudo, hasta diría que ágil, Rodríguez Miaja, que vivió la guerra en primera persona y que luego huyó de España en el último minuto, y cuya vida se modificó radicalmente a causa de ella, se refiere al conflicto y sus secuelas con una amplitud de miras y una generosidad que ya quisieran muchos descendientes de exiliados en México. El libro, publicado hace más de una década, tiene el valor de los testimonios relatados al final de la vida y está lleno de pasajes interesantes, contados con gracia y vigor narrativo. Uno de sus propósitos es aclarar ciertos pasajes de la vida de Miaja que algunos historiadores, entre ellos Hugh Thomas, han contado de manera errónea o inexacta. Don Fernando me regaló, además, un ejemplar del libro prologado por él mismo que sobre su tío que acaba de publicarse en Oviedo, Miaja. El general que defendió Madrid, de Juan José Menéndez García (en una edición por lo visto financiada por el propio autor).
El día que acabé de leer las memorias de Rodríguez Miaja, la ley de la serie, que últimamente no me da respiro, me puso delante Cuatro poetas en guerra de Ian Gibson (Planeta, 2007), que leí de inmediato. El tema no puede ser más interesante: las biografías de Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Miguel Hernández entre febrero de 1936, cuando el Frente Popular gana las elecciones —en las que la debacle de la derecha “democrática” acabará provocando el fallido golpe militar que dará paso al conflicto armado—, hasta la muerte de cada uno de ellos, en tres de los cuatro casos como consecuencia del alzamiento militar y la guerra.
Aunque ya conocía las circunstancias de Lorca y Machado, resulta interesante comparar el desarrollo de los cuatro destinos a partir del mismo momento histórico. Es imposible no indignarse una y otra vez con las circunstancias en las que Lorca fue llevado preso y asesinado y la triste forma en la que transcurrieron los últimos meses y la muerte de Machado del otro lado de la frontera con Francia. Entre todas las imágenes del libro, me gusta mucho aquella con la que Juan Ramón describe la huida el poeta de Campos de Castilla, que cruzó la frontera en medio de la muchedumbre, “humilde, miserable, colectivamente, res mayor de un rebaño humano perseguido”. (pág. 185)
Cuando escribo este post estoy ya embarcado en El valle de los caídos, una memoria de España, de Fernando Olmeda (Ediciones Península, 2009), sobre esa monstruosidad arquitectónica situada en la sierra madrileña de Guadarrama en la que yacen los restos de Franco y de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange Española. Ninguna otra obra pública encarna de manera tan visible la naturaleza de un oscuro régimen dictatorial, teñido de Iglesia y Ejército, que se fundó sobre el exterminio del enemigo vencido.
Hacia el final de la estancia en la Universidad de Alcalá a finales del pasado abril, un querido amigo, el profesor Georg Pichler, nos propuso a mi compañera de residencia de escritura, Brenda Escobedo, y a mí visitar El Escorial; de ida, intentamos ver el monumento franquista pero ese día, al parecer a causa de los desprendimientos recientes de una monumental piedad colocada en la fachada, las visitas no estaban permitidas. Nuestro amigo austriaco llevaba en el coche un ejemplar del libro de Olmeda, que encontré en venta en la librería del monasterio del Escorial y que compré para una lectura que por fin ha llegado.
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La voz de Azaña en la red, http://bit.ly/eb3BfK
Un dramático discurso de guerra, http://bit.ly/e886nM
El libro de Fernando Rodríguez Miaja se llama Testimonios y remembranzas. Mis recuerdos de los últimos meses de la guerra de España (1936-1939), fue cuidado por Alejandro de Antuñano y apareció en 1997 en edición de autor.
Las fotos de Azaña las he tomado prestadas de la red. Una de ellas, en la que aparece leyendo, de El País digital. La foto de Machado es en Valencia, probablemente en 1938.