domingo, 9 de junio de 2013

Fábula de Juan Miranda


Un día, el fotógrafo Juan Miranda tuvo la impresión de que no podía ver. No que hubiera dejado de distinguir las cosas delante de su objetivo o fuera incapaz de afocarlas apropiadamente: el problema no estaba en la cámara sino en quien miraba a través de ella. De pronto le pareció que lo que veían sus ojos no era sino una parte incompleta y quizás incluso improbable de la realidad. ¿Y para qué podía servirle la fotografía si ya no podía ver?
Se trepó en su coche y viajó seis horas camino de la sierra de Oaxaca, en donde unos años antes había participado en un ritual con una sabia y anciana mujer. Como aquella mujer no hablaba español, sus palabras solían ser recordadas como si fueran símbolos y Juan Miranda pensó que en uno de esos símbolos, confundidos ahora en su memoria, había quizás algún mensaje que podría serle útil. En aquel pueblo de luces y sombras, de cuyos habitantes no es metafórico o exagerado decir que son al mismo tiempo miserables y poderosos, participó de nuevo en uno de esos ritos: durante una noche se encerró en un cuarto oscuro que en nada se parecía a aquel en donde había revelado sus mejores fotografías, de tierra apisonada y paredes de adobes colmadas de imágenes de santos y de vírgenes, y no con la sabia mujer, que ya había muerto, sino con uno de sus nietos, uno que quería convertirse en sabio también.
¿Cómo fue aquella segunda experiencia? Grande es la tentación de intentar describirla; sin embargo, como mis recursos son limitados, me conformaré con decir que Juan Miranda hizo un largo e intenso viaje por la oscuridad. Cerró fuertemente los ojos, lo que hacía que la oscuridad fuera más honda todavía, y se arrojó a un cauce de sombras amenazantes. Es cierto que nunca se movió de su sitio, arropado en una manta a los pies del altar de aquel aprendiz de sabio, pero Juan Miranda podía jurar se internó por una senda lodosa en la que ululaban los perros amarillos y las ramas secas de los árboles se quebraban a su paso. Sintió miedo, vértigo, náuseas. También, alegría y plenitud. Sintió que la soledad y la muerte le clavaban su mordedura, pero también que la vida volvía nacer en él. De esa forma pasó una noche que tuvo la intensidad de muchos años intensos. 
A la mañana que siguió, después de dormir como quizás no lo había hecho nunca, percibió que las cosas eran otras: las reconocía, es verdad, pero algo en ellas parecía completarse de una extraña manera, al grado de que parecían provistas de un nuevo significado. Le pareció que el aire se había llenado, como diría un gran poeta, de luz no usada. Fue cuando se acordó de su cámara. La había echado como un cachivache inútil en la cajuela de su coche, al lado de unos zapatos viejos y una llanta de refacción. Por los días en que lo conocí se dedicaba a fijar los reflejos que desparramaban algunos de los sabios de aquella tierra contradictoria en la que él acababa de reencontrarse con la luz. Iba a sus casas y les hablaba de su proyecto mientras ellos se dejaban fotografiar, casi nunca sin azoro o extrañamiento, bajo los focos pelones de sus cuartos.
Lo acompañé en su siguiente visita a aquel pueblo. La tarde de nuestra llegada estuvimos tras el rastro de un hombre de bigotes tupidos y mirada de cordero: uno de los pocos que le faltaba retratar. Juan Miranda lo condujo poco más que con gestos a la iglesia de San Juan Evangelista y lo mandó sentarse en una banca donde le tomó unas fotos contra una pared descascarada.
Al día siguiente estuvimos en la choza de una mujer de ojos rasgados y pómulos afilados que no obstante su pobreza se movía con una extraña elegancia. Sacaba lo que ella llamaba “clarividencia” de unas velas tan frágiles que al mirarlas parecía que se consumían sin la necesidad siquiera de encenderlas.
La última mañana fuimos a ver a un anciano que no era curandero sino tallador. Vivía todavía unos kilómetros más lejos que aquel pueblo, con la única compañía de su mujer en una casa que estaba en la punta superior de una milpa prácticamente vertical. No tenían un perro enclenque siquiera ni una gallina desplumada. Cuando no sembraban su maíz, que se daba en matas largas y desflecadas pero de manera escasa y difícil, él se dedicaba a recoger la madera de los alrededores y fabricaba con ella admirables tallas de santos. 
Don Marcial Santos, como lo llamaban con burla ingenua uniendo su nombre de pila con el objeto de su oficio, no hablaba más que su lengua, y casi no hablaba: se limitaba a asentir y de cuando en cuando se reía con la boca abierta y sin dientes. Si ese día mi amigo fotógrafo y yo no nos fuimos de cabeza al precipicio a cuyo borde vivía, es porque nos agarramos a unas matas desgarbadas de no sé qué, crecidas a la orilla de su sembradío, y de esa manera fuimos bajando, dando un paso y luego otro, siempre en diagonal, hasta alcanzar el lugar donde habíamos dejado el coche. Es una lástima no haber estado unas semanas más tarde con Juan Miranda cuando convenció de subir a su automóvil a un grupo nutrido de curanderos y chamanes, ninguno de los cuales había salido de aquellas cimas inhóspitas, y los llevó a conocer el mar.
Perdimos el contacto durante un tiempo. Por lo que él me contó, sé que nada más volver al altiplano, con los ojos tan abiertos que le dolían, Juan Miranda se sintió capaz de hacer curaciones parecidas a la que acababa de vivir. No que creyera que podía encabezar ritos de ningún género, que tuviera repentinas aptitudes religiosas o cosa parecida. 
Quizás sea más adecuado decir que le pareció que podía escuchar y aconsejar a quienes padecían los males producidos por su falta de visión interior, que fincaron sus existencias en dolores y frustraciones a veces sin saberlo siquiera, o que se guiaron por el mundo dando palos de ciego con sus tristezas no atendidas y sus lutos negados. Como sea, aun aquello le parecía insuficiente porque antes que otra cosa Juan Miranda era fotógrafo y desde que yo lo conozco y me parece que desde mucho antes de conocerlo está en la búsqueda, es cierto que a veces sin saber exactamente de qué, y una de sus maneras preferidas de hacerse las preguntas está en su cámara. Así, quizás reflexionando en sí mismo, se dio de bruces con los que no pueden ver y por esa razón nunca han hecho fotografías. Se dio cuenta de que aquel pensamiento, que no dejaba de entrañar alguna paradoja, se parecía a lo que él había vivido: ¿no era con esas palabras con las que podía describirse su antigua enfermedad?
Una mañana en que la luz saltaba por todas partes, la que venía del otro lado del horizonte mientras amanecía pero también la que salía de su pecho de sarraceno de México, Juan Miranda expuso su idea. Hubo quien pensó que aquello no podía ser sino una balandronada. Otros, que un despropósito. ¿Poner en las manos de los ciegos una máquina de sacar fotos? ¡Por favor! Para empezar ¿cómo se imaginaba que dirigirían el objetivo hacia las cosas, que sólo difícilmente adivinaban? ¿Y hacer un encuadre? ¿Y qué iban a significar para ellos palabras como iluminación o foco o perspectiva? Se encerró con un grupo de ciegos en un cuarto que era oscuro para todos menos para él, que no se parecía en nada a aquel en el que había revelado sus mejores fotografías pero tampoco a aquel otro en el que recuperó la visión, y les habló de símbolos igual que la anciana le había hablado a él cuando ni siquiera sospechaba ni remotamente que no sabía ver. Y allí, entre ellos y él y por encima de las limitaciones y los obstáculos se hizo el milagro: empezaron a brotar los bodegones y los retratos y los paisajes y todas las imágenes que llenan las paredes de una singular exposición que ha empezado a recorrer algunos espacios públicos del país.
El taller Mirar sin límites se desarrolla con el apoyo del Comité Internacional Pro Ciegos; en él Juan Miranda explora las posibilidades de la imaginación de un grupo de ciegos y débiles visuales en diversos grados, a partir de los sentidos que no son la vista: el tacto, el olfato, el gusto. De esa forma, sus talleristas tocan, huelen y hasta prueban los objetos para colocarlos en un espacio del que se crea un correlato en la mente, logrando con ello un proceso paulatino de agudización de sus percepciones. 
Las cincuenta fotos que reúne la exposición Ojos de papel volando son el resultado de esos mapas de una geografía interior que puede ser tan rica como la otra. ¿Qué es lo que yo veo en ellas? Antes que cualquier otra cosa, veo a Juan Miranda y el camino que ha recorrido hasta aquí, como persona, fotógrafo y maestro. Lo veo saltar del periodismo político al retrato de curanderos y chamanes y de ahí a emprender esta nueva aventura, empeñado en hacer ver a quienes no pueden hacerlo. Veo la voluntad, contagiada por él, de todos estos nuevos fotógrafos, cuyos nombres son Amelia Millán Mondragón, Érika Crespo Arrollo, Gloria Nieves Valencia, Karen Jácome Gutiérrez, Martín Chávez Rubio, René Fernández Alonso, Antonio López Balona, Milagros Marín Santibáñez, Teresa Martínez Cervantes, Francisco Carrillo Carrillo, Raymundo Sánchez Basurto, Noé Zaldívar Romero, María de la Luz Ponce León, Marisol Fuentes Flores, Eduardo Martínez de la O, Celina Salazar y Rivas, Beatriz Atanasio Segura, Rafael Roberto Morales Peregrina, Martha Patricia Rodríguez López y Marcelo Cruz Mejía, su voluntad, quiero decir, de sobreponerse a las limitaciones de una manera tan poderosamente imaginativa.
Comprendo que a fin de cuentas una cámara fotográfica no es más que una cámara fotográfica, en manos de quien puede ver y de quien no puede hacerlo, y sirve para revelar las percepciones de quien eche mano de ella, provengan del sentido que provengan, con intuición, creatividad y luz.
Esta exposición nos brinda la oportunidad de ver unas imágenes que si bien no pueden ser apreciadas por quienes las captaron, o no al menos como lo haremos nosotros, convierten a sus autores en creadores de mundos que con toda seguridad les ayudarán a mirar más allá. Y a nosotros nos ofrecen el inquietante añadido de vivir una experiencia perecida a volver a ver.

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Este artículo apareció originalmente en la revista Este País.

La exposición Ojos de papel volando del Taller Mirar sin límites se inauguró el 28 de agosto de 2012 en el Ex Convento del Carmen de Atlixco, estado de Puebla. Está conformada por cincuenta fotografías de veinticuatro personas ciegas y débiles visuales.

El retrato de Juan Miranda que abre este post fue hecho en San Andrés Tetepilco por Joaquín Ávila y pertenece al archivo de María Elena Miranda. El otro retrato del fotógrafo es de su hijo Juan Carlos. Las fotos de los alumnos del taller Mirar sin límites son de Teresa Martínez y María de la Luz Ponce. Las dos instantáneas de Huautla son mías. El resto de las imágenes que ilustran esta entrega son del propio Juan Miranda y aparecieron por vez primera en su libro Curanderos y chamanes de la sierra mazateca, editado por Gatuperio Editores en 1997.

Más sobre Juan Miranda en este blog:
Octavio Paz retratado en el velorio de Juan Rulfo, http://bit.ly/XJsi1s

Más sobre Huautla en este blog
Tras las huellas de María Sabina, http://bit.ly/ZmA4iJ



domingo, 2 de junio de 2013

Limones


Cuando era joven, me llamaba la atención que los poetas españoles compararan con limones los pechos de las mujeres. En un poema de Cal y canto, por ejemplo, Rafael Alberti escribe:
Rubios, pulidos senos de Amaranta
por una lengua de lebrel limados,
pórticos de limones, desviados
por el canal que asciende a tu garganta. (1)

Por su parte, García Lorca se refiere al árbol del limón como “un nido / de senos amarillos”, y también como “senos donde maman / las brisas del mar” (2).  Miguel Hernández va más allá y alrededor del limón y su resonancias eróticas construye este soneto que no necesita comentario —y del que sólo quisiera resaltar la belleza del encabalgamiento del segundo cuarteto (me refiero a lo que sucede en la estrofa segunda, en la que el sujeto de la oración, que es “mi sangre”, no aparece sino hasta el tercer verso):

Me tiraste un limón, y tan amargo,
con una mano rápida, y tan pura,
que no menoscabó su arquitectura
y probé su amargura sin embargo.

Con el golpe amarillo, de un letargo
dulce pasó a una desvelada calentura
mi sangre, que sintió la mordedura
de una punta de seno duro y largo.

Pero al mirarte y verte la sonrisa
que te produjo el limonado hecho,
a mi torpe malicia tan ajena,

se me durmió la sangre en la camisa,
y se volvió el poroso y áureo pecho 
una picuda y deslumbrante pena. (3)

La comparación me desconcertaba porque, al menos por regla general, en México los limones son frutos que mientras más pequeños sean, más ácido, concentrado y agradable resultará su sabor. Por encima de los simbolismos amorosos asociados desde antiguo con las virtudes del limón, en este país es difícil que alguien se anime a hacer una comparación de esa naturaleza.
Todo se resolvió cuando anduve por aquellas latitudes: en España los limones caben mal y apenas en una mano tendida y hasta rematan en una punta poco menos que inquietante. 
La definición que ofrece el diccionario de la Real Academia de la Lengua (y que dice que la palabra procede “del árabe laymūn, ésta del persa limu y ésta del sánscrito nimbū”), no deja de incluir una medida, por cierto bastante precisa: el fruto del limonero, que tiene forma ovoide, mide unos diez centímetros en el eje mayor y unos seis en el menor.
Por si fuera poco, presenta un pezón saliente en la base y tiene corteza lisa, arrugada o surcada según las variedades. Con frecuencia, sigue diciendo el diccionario, es de color amarillo, pulpa amarillenta dividida en gajos, comestible, jugosa y de sabor ácido. De acuerdo con el españolismo característico de la Real Academia, el diccionario describe a detalle los limones ibéricos sin dejar siquiera un margen que nos permita suponer que en algún otro rincón del orbe hispánico pueda haber otros frutos que también se llamen de esa manera —y que a nadie se le ocurriría comparar con los pechos de una mujer.
Keith Whinnom, experto en la poesía de los tiempos de los Reyes Católicos, señaló la identificación entre los pechos y los limones en la lírica española más antigua, según recuerda el profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, Bienvenido Morros (4). Hay un hermosísimo poema antiguo que juega con esa identificación. Es tan breve que vale la pena copiarlo entero, cosa que hago de la colección de lírica tradicional de Margit Frenk, en la que ocupa el número 76 (5). La investigadora mexicana informa que el poema proviene de Tres libros de música en cifra para vihuela (Sevilla, 1546) de Alonso Mudarra:

—Gentil caballero,
dédesme hora un beso,
siquiera por el daño
que me habéis hecho.

Venía el caballero,
venía de Sevilla,
en huerta de monjas
limones cogía,

y la prioresa
prenda le pedía:
—Siquiera por el daño
que me habéis hecho.

Leamos lo que dice el profesor Morros: “El caballero sevillano, como muchos de los ‘saltaparedes’ documentados en la época, parece haberse introducido en un huerto de monjas, cuyos pechos (limones) debe de haber tomado o besado; y la prioresa [] le exige un beso como prenda o regalo a cambio de los estragos que el caballero ha causado en el convento”. Por cierto, una nota en el mismo texto ofrece una etimología de limón distinta a la académica: según el Tesoro de la lengua castellana de Covarrubias, “este vocablo quieren algunos que sea griego, de leimon, onos, que significa el ‘prado’ en razón a su verdura, y el limón es árbol que está siempre verde, y su fruta”.
Viviendo en España no tardé en descubrir una pintura que me reveló el significado pleno de la equiparación entre los pechos y los limones.
Libresco como es uno, sin embargo, la primera vez que la vi no fue en un museo y ni siquiera en una publicación especializada en artes plásticas, sino en la portada de un libro: Bajo el sol jaguar de Italo Calvino editado por Tusquets —en el que aparece, por cierto, aquel relato que sucede en Oaxaca y relaciona el amor con la antropofagia—. Pero en aquella portada no se aprecia sino el pormenor principal del cuadro: un día lo vi reproducido en una postal en venta y desde entonces lo tengo a la vista.
Pintado en 1928 por el artista andaluz Julio Romero de Torres, el óleo lleva por título “Naranjas y limones”. Una bellísima morena, de ojos profundos, aparece desnuda de la cintura para arriba y en los brazos sostiene… sólo naranjas. Los limones se dan por añadidura.

(1) Alianza Editorial, Libro de Bolsillo, Madrid, 1981, pág. 12.
(2) El poema se llama “Limonar” y pertenece a la serie “El jardín de las morenas”, Obras completas, Aguilar, 1963, pág. 591. [Gracias por el dato al poeta Armando González Torres]
(3) De El silbo vulnerado, en Poesía, Presencia Latinoamericana, 1981, pág. 195.
(4) El texto del profesor Morros, de la Universidad Autónoma de Barcelona, está en http://bit.ly/Z1fAti
(5) Margit Frenk Alatorre. Lírica hispánica de tipo popular. Colección Nuestros Clásicos, UNAM, primera edición, México, 1966.
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Este texto apareció en el número del mes pasado de la 
revista Algarabía.

Más sobre poesía española en este blog:
Un vistazo a la poesía española de entresiglos, http://bit.ly/X8BSud
Luis Cernuda según José Luis García Martín, http://bit.ly/U6y6gl
Un poema de Ángel González, http://bit.ly/SJ1FGb
Biógrafo de Cernuda, http://bit.ly/VXqfnp