domingo, 10 de enero de 2010

Retrato de hombre con cenizas en el agua


Sobre Cenizas de mi padre, de Claudio Isaac


Fernando Fernández

“Mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía…”

El hijo ocupa su puesto como último relevo de un grupo de nadadores que se internan en el mar para depositar las cenizas del padre. El agua está serena; aun así, a esta distancia de la orilla es imposible tocar fondo por lo que es necesario mantenerse en movimiento para no hundirse. Ha supuesto un esfuerzo llegar hasta este lugar; en realidad, ni siquiera estaba planeado que el hijo tomara parte de este acto pero una vez en la playa, adelantándose a un posible arrepentimiento, ha decidido que será él quien disperse las cenizas de su padre. Como puede, desata el lienzo y las deja ir: unas, de inmediato, se van al fondo; otras salen volando. El cuerpo principal del cúmulo de materia queda suspendida delante del hijo. Lo cerca. Se cierra sobre él.
Quizás lo que más me guste de la entrega de Claudio Isaac sobre su relación con su padre sea que la poderosa estampa inicial anuncia la solución formal del libro: el conjunto de la narración, las explicaciones que se da a sí mismo y sus sentimientos encontrados, que se expresan a través de más de ciento cincuenta pequeños capítulos de naturaleza heterogénea, parece que flotan en torno de él como las cenizas de su padre en el agua. Acaso lo que da una fortaleza inusual a este libro que la crítica ha insistido en llamar conmovedor es que está armado de dudas, de especulaciones y cuestionamientos, por lo que ninguna de las palabras que el hijo pronuncia respecto al padre tiene la firmeza de las construcciones cimentadas ni parece hincar en materia duradera. Flotan suspendidas como si aludieran a verdades provisorias, a dudas más que a verdades, igual que si se movieran al capricho de la materia líquida.
El hilado mismo del texto reproduce una sensación de fragilidad; no me refiero a que su autor, distraído por un momento, llame poeta de “la Edad” de Oro a Jorge Manrique, quien vivió por lo menos medio siglo antes, o que, contagiado de lo que está en el aire, use el término “bizarro” que como anglicismo sigue siendo todo menos prestigioso en el habla culta de la ciudad de México. Aunque cosas como éstas ayuden a esa sensación en una primera lectura, se trata de algo más profundo: un personaje vulnerable, hecho de vacilaciones y de sombras, que ha debido encontrar el equilibrio entre los desequilibrios, da cuenta de otro casi siempre luminoso, de una imperturbable vocación para la felicidad, inmune a la mediocridad y el fracaso. No importa, y el autor nos lo dice, y todavía el editor insiste en ello, que el padre no haya sido un artista de primera importancia porque su vida fue vitalmente exitosa. Me parece que ésa es la apuesta principal del libro: la vida misma. A pesar de que su tema principal es la interrogación a la muerte, está colmado de vida.
En otras manos, ese tema tendería con facilidad al patetismo. Pero para que un libro conmueva sin rebajarse al sentimentalismo debe de estar trabajado con pericia. ¿En dónde radica la de esta narración? Podemos servirnos, por contraste, de uno de los libros anteriores de Claudio, el que dedicó a sus recuerdos de Luis Buñuel. La prosa se ha vuelto más transparente y fluye con mayor naturalidad. Si en aquél la estampa, el retrato parcial y el apunte, intercalados como unidades constructivas, eran una forma dada irremediablemente, en éste parecen una decisión estética tomada con todo propósito. ¿Por qué la búsqueda de un efecto que llamaré de “fragmentación”? Quizás no tanto porque la vida con el padre haya estado marcada por la falta de continuidad, la separación y los malentendidos, sino porque las ideas y los sentimientos que sobreviven están disgregados y sólo puedan transmitirse con fidelidad a través de la atomización, el hiato, incluso la fisura. Al final, la imagen de Buñuel es una sola; fraccionada en decenas de haces pero todos proyectados en una misma dirección. La del padre, en cambio, es múltiple, conflictiva, inexplicable de una sola vez.
Ya en el libro buñueliano Claudio se había servido de la fotografía, pero menos como un artificio de exploración intelectual que como un recurso de plática de familia. Las fotos sirven de manera rectilínea a los objetivos de la narración y su tarea no es otra que ilustrar. Incluso el recurso fotográfico funciona mejor en el libro dedicado al padre: no sólo porque éste pertenece con mayor naturalidad al álbum familiar sino porque ayuda mejor que ninguna otra cosa a la paulatina construcción de su imagen, y sobre todo a la de la relación paterno-filial: una y otra vez nos muestran la hermosa pareja que hacían el padre y el hijo.
Quise decir que la forma, copiada a la imagen del hijo rodeado de las cenizas recién dispersadas, es el círculo. El libro es circular porque vuelve una y otra vez a la interrogación del padre muerto, como si siempre quedara sin respuesta suficiente. “Encuentro”, escribe Claudio, “que son pocas las cosas que tengo que decir, que las digo una y otra vez, con ligeras variantes tonales, con palabras que cambian poco. ¿Es esto una forma de purga, una letanía que me ha de curar de algo? Al variar la forma, aunque sea levemente, ¿se dice algo distinto en el fondo? ¿Por qué requiero decirlo, decírmelo, una y otra vez?” (pág. 48) Y como su procedimiento es la duda, la perplejidad más que la certeza, mucho antes el cuestionamiento que la convicción, los temas sólo se resuelven, si es que lo hacen, por su lectura sobrepuesta, en perspectiva, al trasluz, incluso en sentidos contrarios a los propuestos con anterioridad.
Pero algunos temas particulares vuelven una y otra vez: uno de ellos, la foto que sirve de portada a la edición de Casa Juan Pablos: Alberto Isaac, en un lugar que Claudio piensa que puede ser italiano, acerca la boca a una fuente y bebe como si lo hiciera de la vida misma, que se le presenta franca, generosa y fluyente. 



Otro tema: la relación apasionada del padre con una mujer llamada Nunzia, que lo lleva a aceptar responsabilidades gubernamentales que él mismo en cualquier otra circunstancia no hubiera aceptado, y que lo hace perder un meñique al intentar desviar la patada de un caballo que iba dirigida a ella. Uno más: la defensa del suicidio que hace casi sin explicación, y que es una respuesta a la ruptura con aquella mujer que lo dejó, por una vez, vulnerable y desnudo frente al hijo. 
Volvamos a la foto de la portada. El agua es el elemento simbólico por excelencia del libro: el padre no sólo bebe del chorro mismo del que surge sino que, extraordinario nadador, es capaz de meterse de cabeza en ella. El símbolo es persuasivo: a pesar de sus imperfecciones y sus carencias, como padre pero también como director de cine (un desdén en el momento mismo del rodaje después de largos preparativos y en general una indolencia artística que el hijo adolescente, aprendiz de cineasta, no puede entender ni tolerar), flota en el mundo, lo sobrenada sin ningún problema. De cuanto conflicto lo involucra sale indemne. Casi ninguna cosa consigue hundirlo. A pesar de reprobar sus procedimientos, el hijo no puede sino admirar la invulnerabilidad del padre, su desapego connatural, su encanto con las mujeres. En cambio a él cualquier cosa lo empuja al fondo. No importa que sea más consciente y su formación sea más refinada y su visión de las cosas más sofisticada y penetrante: todo lo hunde. Al revés que su padre, no puede hacer fructificar como quisiera sus muchos talentos. Intenta hacerse el hábito de nadar: no lo consigue. Es incapaz de conseguir el equilibrio emocional. Todo lo deprime, lo desgarra y lo lastra.
Un momento me gusta especialmente y otros dos me emocionan en particular. Pienso que la escena del inmenso charco que inunda el garaje de la casa, tal como lo encuentran padre e hijo volviendo de una comida al final de una jornada de intensa lluvia, es una de las más trascendentales del libro. Claudio, en una reacción típica de su manera de proceder, dice que no sabe “exactamente qué” le dice la escena. Pero esas aguas, querámoslo o no, aluden siquiera como posibilidad a aquellas en las que el hijo acabará dispersando las cenizas del padre. Con los pantalones subidos, éste, afilado y hermoso, tal como si las aguas no lo tocaran, consigue destrabar el desagüe y el líquido empieza a irse mientras traza parsimoniosamente el dibujo concéntrico de la primera imagen del libro.
Con los pasajes más emotivos me ocurre algo curioso: ahora que los aíslo me doy cuenta de que hacen ese efecto en mí sobre todo por el lugar que ocupan en la sucesión de los capítulos. Son descargas que contrastan con el tono general del libro, por cierto uno de sus mayores logros, que es de una sinceridad que llega a veces al desgarramiento pero al mismo tiempo es casi siempre contenido, como el estilo de aquellos músicos ingleses que asoman por sus páginas. El primero de ellos: Alberto, aprovechando la ausencia de Claudio, que se recupera de una crisis en una clínica, se sienta al escritorio de su hijo y le hace un dibujo que deja disimulado entre otros papeles. Escribe en él: “Pájaro de la esperanza. Hoy domingo 3 de abril, mientras estás pasando tus horas más amargas, te dejo este pueril mensaje de amor. Algún día lo encontrarás. A.I.”. El padre se compadece de la situación del hijo, y éste, en un momento futuro pero anterior a nuestra lectura, se compadece a su vez del sentimiento paterno. El episodio sucede en tres planos: en el primero, el padre sólo es capaz de manifestar lo que siente dejando esa tarea al azar venidero; en el segundo, el hijo da con el dibujo cuando el padre ha muerto. En el tercero, el de la lectura, la emoción que ha atravesado dos planos anteriores llega a nosotros recargada de su esencia conmovedora.
El otro pasaje es el abrazo a la luz de un nanche. Claudio ha viajado a Cuernavaca para ver a Alberto. Se preparan para acudir a una nueva comida. Entre las idas y venidas de quienes se bañan, afeitan y visten, se encuentran bajo el marco de una puerta… y se abrazan. El hijo percibe que el padre acusa por vez primera el paso del tiempo: los años han conseguido hacerle mella. Al constatar su mengua física siente más que nunca la certeza de su muerte. No es que esté enfermo: la muerte va a sorprenderlo en plena actividad, sin que se haya anunciado de manera evidente. Pero el hijo nunca ha dejado de contemplar esa posibilidad, que es, nos ha dicho, un dolor que se parece al de “una costilla alguna vez fracturada”. Al redactar el pasaje entiende que aquel fue el adiós sin que ninguno de los dos pudiera sospecharlo, y evoca con genuina emoción aquel abrazo a la luz amarilla de un nanche en flor.
Con toda su naturalidad cargada de vida, el libro no deja de caer en una tentación literaria que le resta alguna contundencia. Y es que a la solución copiada al círculo, Claudio opone una línea recta: si la narración principal está conformada por los capítulos que acaban volviendo al punto de partida, y uno de cuyos primeros objetivos es glosar, añadir, reinterpretar, hay otra serie, reproducida en letras cursivas, que narra una historia lineal continua: el viaje juvenil de Alberto Isaac por los Estados Unidos durante de la Segunda Guerra Mundial, contado por un compañero de viaje. Entiendo su propósito: busca una cierta desdramatización. Pretende añadir la perspectiva, a través de una nueva primera persona, de una tercera: la de alguien que no es el padre ni el hijo. Permite además contrastar el discurso del hijo con el de un amigo pretérito del padre; el testimonio de adentro y de ahora con uno de fuera y de ayer. En última instancia tenemos una estampa del Alberto Isaac de la juventud. Pero si en frío todo esto lo veo como una virtud, en la lectura práctica no me pasa lo mismo. Y no porque la anécdota no esté contada con gracia o no revele aspectos de quién y cómo era el futuro cineasta. Confieso que a partir de cierto momento de mi primera lectura empecé a saltarme esos capítulos que me parecía que me sacaban de la profundidad creciente del relato principal. En una segunda lectura procedí de otra forma: leí los textos en redondas y no eché de menos el relato en cursivas. Luego leí éste; y aunque de manera independiente no esté mal, en el conjunto del libro, creo, sobra.
Por su naturaleza dubitativa, por su búsqueda de la flexibilidad y el entendimiento que da la propia maduración (imposible no pensar en Machado: “¡padre mío!, piadosamente mi cabeza cana”), por el encanto de su “dicción” vacilante y ligeramente imperfecta, Cenizas de mi padre transmite esa suerte de poderosa fragilidad de lo que ha conseguido salvarse del hundimiento. El fraccionamiento en múltiples partes, que trabaja en favor de sus intenciones artísticas, ayuda a entender que si el hijo ha dispersado las cenizas del padre, ha escrito este libro para volverlas a reunir. Me gusta pensar que todo acaba conduciendo al soneto de Quevedo, que Claudio, gran enamorado de los clásicos, conoce bien, y en particular a la llama que aprende a nadar el agua fría y al polvo que tendrá sentido. Las aguas son oscuras; el hijo no toca fondo. Y las cenizas del padre se cierran sobre su cuerpo. Acaso lo único que reste sea comprenderlas, como se pueda, durante el tiempo que dure su natación; quizás lo único que quede es explicárselas antes de que se pierdan definitivamente. Poco después el agua se revuelve, sopla el viento y la escena de un momento a otro se convierte en otra. El hijo ha logrado entonces la reconciliación.



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Cenizas de mi padre, Claudio Isaac. Casa Juan Pablos, 2008, 178 pp.
(Aparecido en el suplemento cultural de la revista Este País, en el número de diciembre de 2009)

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