viernes, 31 de mayo de 2019

La íntima y segura judería

Fue un momento risueño y misterioso. Nos encaminábamos, en el interior de la catedral de Toledo, por el lado de la Epístola, hacia la girola, y ya adivinábamos a nuestra izquierda y adelante el célebre transparente, aquella inesperada entrada de luz practicada en la pared del ábside del templo que arroja su rayo oblicuo a espaldas del altar mayor. 
Mi padre. Toledo. Otoño
de 2014. Foto: FF
Mi padre me tomó del brazo y me dijo que acababa de acordarse de que aquella madrugada había tenido un sueño francamente curioso: en él, añadió, yo le confesaba que era judío. El carácter en cierto modo ritual del viaje con que celebrábamos su llegada a los ochenta años, lo inusitado del sueño, la belleza y solemnidad del gran templo toledano, todo ayudó a que el comentario se me grabara con un matiz entrañable y agradable.
Siempre oí decir, entre los miembros más avispados de la sociedad de emigrantes asturianos entre quienes fui criado (Pepe Luis, Manolo Viejo, etc.), que Cabrales, aquel lugar del norte de España de donde nuestras familias provenían, una comarca por entonces extraviada en las montañas más inaccesibles e inhóspitas, había servido de refugio a no pocas familias que decidieron no abandonar la Península cuando los judíos fueron expulsados de España a finales del siglo XV. No sé hasta dónde esa afirmación cuente con el beneplácito de los historiadores, pero el aspecto de los más ancianos de esos pueblos, hombres de maneras severas y miradas melancólicas, apéndices nasales considerables, orejas y manos rotundas, y todos aquellos apellidos como Rojo o Bueno, Blanco o Viejo, me hicieron siempre encontrar sugerente la idea.
En junio del año pasado, cuando estuve en Ámsterdam para celebrar yo a mi vez mi llegada a los 54, me impresionó la huella judía en aquella ciudad.
Como es bien sabido, a diferencia del estratégico puerto de Rotterdam, que fue bombardeado por los nazis, la ciudad donde Rembrandt pintó hasta su muerte sobrevivió a la guerra una vez que la comunidad judía fue desgarrada y entregada a la aniquilación. A unos metros tan sólo de la casa del gran pintor del siglo XVII se advierte la diferencia del barrio judío, cuyas casas, ya que estaban abandonadas, fueron desmontadas para servirse de sus materiales en los meses invernales de la guerra. 
La arquitectura de la ciudad es bastante uniforme precisamente salvo en esa zona, en donde muchas casas fueron levantadas de nuevo con métodos y materiales ya del siglo XX, y su aspecto produce en quienes las contemplan una extraña sensación de contraste. No dejé de visitar, por supuesto, la gran sinagoga portuguesa, donde mi amiga Lola G. Zapico, quien me acompañaba en ese trayecto del viaje, me retrató con la kipá que es necesario llevar durante la visita.
La gran sinagoga portuguesa de Ámsterdam. Junio de 2018. Foto: FF
Foto: Lola G. Zapico
Más tarde, acudimos al Hollandse schouwburg, el teatro en donde los judíos fueron retenidos, juzgados y condenados. Siempre me han interesado los teatros, incluso vacíos y sin montajes, y más aun los que han dado en llamarse “teatros de la historia” (como aquel de la República, de Querétaro, al cual volveré en estas páginas, en donde se juzgó a Maximiliano y se firmó la Constitución de 1917). 
El de Ámsterdam es el más conmovedor de cuantos he conocido. Quienes idearon la manera de preservarlo tomaron la decisión de conservar algunas paredes del fondo del pequeño edificio, pero sin techo, al aire libre. El efecto es de una sobria pero violenta desolación conforme a los crímenes que fueron cometidos en él. Nada más elocuente de las atrocidades que se perpetraron en ese foro que el vacío a cielo abierto, que cae como una losa sobre lo que alguna vez fue el escenario y el patio de butacas, y que repercute agresivamente en quienes lo visitan.
Antes de entrar a lo que fue propiamente el foro, o de salir, más bien, al aire libre, visité el modesto pero terrible museo que ilustra lo que ocurrió en esa ciudad y en ese teatro, el cual se despliega en la planta superior del edificio. En el nivel de entrada, a la izquierda según se entra de la calle, hay unas grandes placas verticales en donde están inscritos, contra fondo negro, los apellidos de los hombres y las mujeres judíos que fueron desaparecidos en la ciudad y más tarde asesinados durante el trágico lustro que va de 1940 a 1945. Entre los cientos de nombres consignados allí, encontré el de una familia, supongo que de origen portugués, apellidada "Fernandes".
El único poema de Oscuro escarabajo que no fue escrito entre 2015 y 2016 se llama “La buena memoria”. Lo redacté unos quince años antes, en 2001, en un bar a cielo abierto una tarde dominical durante un descanso en el camino en un viaje por algunas ciudades españolas (Bilbao, San Sebastián, Santander, Gijón) en compañía de mi amigo Fernando Rodríguez Guerra. 
Su tema es aquello que produce en nosotros, con el paso de los días, ese género de viaje ambicioso, de varias ciudades en pocos días, que emprendemos los latinoamericanos en Europa. Con el paso de los días y las ciudades ya no sabemos con exactitud en dónde vimos aquella plaza, en cuál sitio exactamente estaban aquel pozo o esa fuente. Al final, todo ello queda extraviado y confundido en nosotros y acaba componiendo en nuestro interior una apretada ciudad en donde hay callejas que se curvan en tanto avanzan, casas que se amontonan unas contra las otras, esquinas que han dejado de serlo, todo lo cual, en conjunto, termina por dibujar un mapa caprichoso parecido al de esas fascinantes juderías españolas como la de Córdoba o la de Toledo. De eso se trata el poema: uno perderá los detalles de la localización de los sitios que visita, pero esos lugares tienen adentro de nosotros una réplica en donde todo conserva un aire, si bien distorsionado, perfectamente legítimo, como en un sueño. 
Sergio Vela dirige una lectura de la Medea de Heiner Müller.
Febrero de 2018. Foto: FF
Lo dediqué a mi memorioso amigo Sergio Vela, apasionado conocedor de la cultura judía, con quien pronto celebraré cuarenta años de amistad sin interrupciones y a quien me unen todo género de evocaciones y recuerdos. Nunca había publicado el poema; cuando armé Palinodia del rojo, en 2010, me pareció que no tenía nada que ver con ninguno de los otros textos de ese libro. Contrariamente a eso, en el momento en que estuvo listo Oscuro escarabajo sentí que en sus páginas había, finalmente, un lugar para él. Lo reproduzco a continuación para que lo conozcan quienes se asoman a esta página en línea.

La buena memoria
A Sergio Vela

En unos días habré recolocado
esta plaza con torre,
     esa fuente
al final del acueducto, el pozo sin brocal
de aquella bocacalle
en un espacio ajeno a ésta
y otras calles.

Para entonces
     ya no podré decir
en qué ciudad ni cuándo exactamente
estaban,
    si fue en ésta, o aquélla, al mediodía,
o una noche con luna,
si en un rincón del casco antiguo
o en el centro de aquella ciudadela
al lado de la ría.

Mucho menos podré decir entonces
si quedarán fincados e infinitos,
para siempre inmutables
y en su sitio,
 incesante aquella plaza con torre,
persistentes las aguas
de la fuente, detenido en alguna bocacalle
el pozo sin brocal.

Pero en otra ciudad
que poco o nada se parece a alguna
de éstas,
     en la que todo cambia
y nunca encuentro nada
(ni el pozo ni la fuente ni la plaza),
allí estarán,
allí estarán,
en una u otra esquina
–en esta calle o la otra, al lado de mercado
o de la sinagoga,
de mi íntima y segura
judería.

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La foto que abre este post fue tomada en junio del año pasado en el interior del Hollandsche Schouwburg de la ciudad de Ámsterdam. Es de Lola G. Zapico.

Más sobre Oscuro escarabajo en este blog:
Presentación, https://bit.ly/2IR0NlU  
Un poema, seguido de una entrevista, https://bit.ly/2V2lttd
La edición, https://bit.ly/2EKrpCL
Primer ejemplar, https://bit.ly/2SWcER8



viernes, 24 de mayo de 2019

Alcántara, 1986

Tuvo que ser en su velorio, la noche del 6 de mayo de 2019, en el autorretrato que su hija Martirene colocó en un atril junto a su féretro, cuando lo vi nuevamente como era la primera vez. La prestancia callada, el aire flemático, la silenciosa apostura que me llamaron la atención la tarde de 1986, cuando me lo presentó Jorge Carrión, estaban plasmados en aquel dibujo, fechado exactamente ese año, que puso humanidad y hondura al desangelado salón de Gayosso adonde acababan de traer sus restos.
Un Popocatépetl de Ernesto Alcántara, de los muchos que pintó 
en las últimas décadas de su vida.
Ernesto Alcántara según la lente de su hija, la fotógrafa Martirene Alcántara.
Todo eso estaba todavía en él, aunque de forma más reposada y madura, cuando volví a verlo hace cinco años, más de cinco lustros después de aquel primer encuentro cuando Martirene, a quien yo acababa de conocer, me llevó a visitarlo a Nepantla, en donde Ernesto Alcántara llevaba viviendo al menos un par de décadas largas en retiro de trabajo a la vista siempre del volcán Popocatépetl. Lo triste es que sólo unas semanas más tarde sufrió una caída de la que nunca se recuperó completamente.
Allá en 1986 habíamos coincidido en la sala de Carrión, aquel viejo y apasionado comunista que era padre de mi amiga Camila, y la plática transcurría ruidosa y emocionada como siempre en esa casa salvo por Alcántara, que dibujaba de cara a nosotros en un rincón junto al ventanal que daba a la ciudad, con los ojos clavados en la hoja de papel fabriano. De cuando en cuando alzaba la mirada para copiar un detalle, acaso el ángulo de un objeto, la caída de un párpado, la sombra de una mandíbula barbada. Debo de haberlo encontrado frío y arrogante, o al menos así me lo pareció durante la primera parte del encuentro, que pasó sin decir ni media palabra hiriendo la hoja con trazos nerviosos y veloces. De pronto advertí que me miraba a mí, por un instante sólo, para volver al papel. Me miró dos o tres veces más, siempre de modo fugaz, para clavarse nuevamente en el apunte. Con gesto gracioso, por último, salpicó la hoja con un poco de agua, que tomó con las puntas de los dedos de un vaso que tenía delante. Me extendió el dibujo. Mi sorpresa fue mayúscula: el retrato de mi persona que me ponía delante era perfecto.
Como sin duda Carrión le había dicho en su tono burlón característico que yo decía que era poeta, me representó metido en una toga viril, con una corona de hojas de laurel. Al calce, del lado derecho, dejó consignada la siguiente información, que conservaba, por el modo en que colocó la inicial de su apellido después del año abreviado, un aire de fecha romana remota: “Un joven poeta en 86 A.”.
Pasaron los años, muchos años. Más de un cuarto de siglo. La prueba de que el dibujo me gustó es que lo enmarqué y lo tuve expuesto durante largo tiempo en una pared de mi recámara. Hay una prueba, más rotunda todavía, de cuánto me gustó el retrato: cuando me fui a vivir a España y desmonté mi casa, lo desenmarqué con todo cuidado para conservarlo de la mejor manera posible.
En 2012, Malena Mijares me invitó a escribir sobre la obra de su padre para aquel número monográfico de Artes de México que Alberto Kalach leyó con desilusión porque no incluía ni uno solo dibujo de Carlos Mijares, ni un plano, ni una perspectiva, ni un simple croquis. Como reacción a esa carencia, Kalach me propuso que hiciéramos el libro que contuviera al menos alguna parte de todo aquello esencial que le faltaba al número. En una de las primeras reuniones para concebir y sacar adelante lo que a la postre terminó llamándose Croquis, Carlos Mijares incorporó al grupo de trabajo a quien había hecho las fotografías de aquella entrega de la revista, y así fue como entró en escena Martirene Alcántara. Durante mi segundo encuentro con ella, tuve una extraña revelación: ¿no se apellidaba de ese modo aquel pintor al que había visto una sola vez y de quien yo conservaba, nada menos que desde hacía 26 años, un apunte perfecto? Intenté la descripción de aquel hombre: alto, flemático, con la pipa y el cuaderno de… Martirene me interrumpió: no había que decir nada más: aquél era su padre.
Pronto nos organizamos para ir a visitarlo a su casa de Nepantla, para tomar con él un par de tequilas al aire libre, con el Popo siempre a la vista, conversar sobre Sor Juana o Rembrandt, comer una deliciosa cecina del vecino Yecapixtla, pasear rodeados de sus perros por el bosque aledaño. Sentí que tenía un nuevo amigo a quien, a partir de entonces, podría visitar cuantas veces yo quisiera, para imitar su retiro, buscar su consejo y su conversación —lo cual nunca pudo ocurrir por su casi inmediato accidente. 
Fue poco, muy poco lo que conseguí conversar y convivir con él. Atesoro, desde luego, el recuerdo del gesto que hizo cuando le puse delante, esta vez yo a él, el apunte de 1986, y luego todo lo que a partir de entonces vino aquel memorable fin de semana: las conversaciones sobre pintura y sus viajes a Europa, el recuerdo de Climent, un libro de Soriano Vallès… Y cuanto vi de su obra, desde luego: la serie sobre la Sierra Gorda o el propio volcán Popocatépetl, los retratos de Martirene a lo largo de los años y las esculturas con las cuales fue llenando diversos rincones de su propiedad.
Ernesto Alcántara murió la mañana del lunes 6 de mayo de 2019. Algunos amigos lamentaron de inmediato su fallecimiento. En cuanto se enteró, Mauricio Gómez Morin, por ejemplo, escribió las siguientes palabras en su cuenta de Facebook: “Fueron su calidez humana, su fina sensibilidad, su astucia pictórica y su gran dote dibujística los que influyeron determinantemente en mi decisión vital por la pintura. Aunque lo dejé de ver hace mucho tiempo, su impronta en mi espíritu ha sido imborrable” (8 de mayo de 2019).
Había visto autorretratos de Alcántara de diversas épocas de su vida. Cuando, en su velorio, la noche del primer lunes de mayo, me acerqué a posar la mano en el féretro como una manera de la despedida, me emocionó descubrir que el autorretrato que había mandado colocar Martirene en un atril para dar verdad a la presencia de su vida, estaba fechado, precisamente, en 1986, el año que yo lo conocí, el año que él me dibujó a mí. 
Ahí estaban, intactos, como si no hubiera pasado ni un solo día, la prestancia más que nunca callada, el aire flemático, la silenciosa apostura que me llamaron la atención la inolvidable tarde de 1986 cuando coincidí por vez primera con él en casa de Jorge Carrión. Fue una manera simbólica pero emotiva de decirle adiós, en aquella representación perfecta fechada el año mismo que le dije hola por primera vez.
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"Primero como" leyenda a la entrada
del comedor de la casa
de Alcántara, en Nepantla.
Foto de FF
Salvo el retrato de Alcántara hecho por su hija Martirene, las fotos que ilustran este post son mías.

Más sobre Ernesto y Martirene Alcántara en este blog:
Reencuentro con Alcántara, http://bit.ly/1Q7ANPP
Alcántara, obra escultórica, https://bit.ly/2DYNOuj
Croquis de Carlos Mijares,http://bit.ly/1F5bZ71  
Sobre una escalera de Barragán, http://bit.ly/1Q43fm2  
Un jardín para Luis Barragán, http://bit.ly/2moCVHq  
Atlatlauhcan, http://bit.ly/25jBsUq
Martirene en Nueva York, https://bit.ly/2WG3nOD