domingo, 29 de diciembre de 2013

Álbum de Fassbinder


Su rostro me produce desazón: los ojos rasgados, la nariz ligeramente curva, la boca avara. Pero el problema, me doy cuenta, no está en sus facciones sino en el conjunto que hacen en su cara de cachetes gruesos, picados de viruela, con frecuencia salpicados de barbas ralas. Algo hay en su desaliño gestual que incomoda y cuestiona, y eso es lo que comunica su cine –o al menos algunas de las películas que más me gustan–: una imperfección que aspira a la conquista de una perfección menos simétrica y más desolada, en algún sentido más verdadera.
Vi su nombre por primera vez una noche en un cartel escrito a mano a la entrada de una escuela de cine que anunciaba alguna de sus películas, quizás Las amargas lágrimas de Petra von Kant, y desde entonces, sin conocer uno solo de los minutos de su extensa filmografía, la palabra Fassbinder me persiguió cargada de poderosos adelantamientos e intuiciones, hasta el día de hoy, casi tres décadas más tarde, ahora que la mayoría de los viernes de los últimos meses el filósofo Juan Pablo Rendón González y yo nos hemos dado a la gozosa tarea de ver todas sus películas, que mi amigo se ha ingeniado para bajar de internet en copias casi siempre intachables (ciclo que acabamos bautizando como “Fassbiernes”).
¿Qué es lo que me fascina de su cine? No es la ocasión de escribir sobre ello. Es decir, lo intento pero todo lo que quiero decir se atropella y no me permite, o no al menos por ahora, armar un discurso satisfactorio. Baste con decir que la libertad que lleva implícita, la inmediatez con la que está hecho, la sinceridad a veces brutal que emana. Baste con señalar esa virtud milagrosa que tiene sólo su cine y que es quizás lo que más me gusta de él: el hecho de que el cine mismo y el teatro estén inseparablemente unidos sin dejar de ser lo que son por separado, con el fascinante catálogo de los recursos de ambas disciplinas ensamblados de una manera enormemente imaginativa. 
Baste con mencionar su condición de director total, poderoso, neurótico, creativo y destructivo, que imagina, escribe, produce, fotografía, edita (véase el cartón de sus créditos, por cierto todos los principales, de la producción de El año con trece lunas) y que lo mismo sale a cuadro que no, protagoniza una historia o se deja ver como un guiño, pero que gravita en cada una de las innumerables tomas de su cortísima vida creativa, truncada con su muerte a los 37 años, poco más de una década en la que hizo más de 40 películas –casi las mismas que hizo Hitchcock en más de medio siglo.
Pero vuelvo a él, a su rostro desaliñado, al problema que plantea su rostro. Me gusta imaginarlo en contraste con su extraordinaria troupe femenina en la que destacan la desgarbada Irm Hermann, de físico tan problemático como el suyo, y por supuesto que Hanna Shygulla, y la entrañable Brigitte Mira, y la incomparablemente angelical Barbara Sukowa, y la turbadora Margit Carstensen, encabezadas por Lilo Pempeit, su madre, en cuyo rostro habría que ir a buscar el origen del suyo desangelado e imperfecto, y quienes conforman, todas y cada una de ellas, una apasionante galería de presencias femeninas que hacen el efecto de ponerlo en relieve a él.


Para acompañar las pesquisas de mi amigo Juan Pablo Rendón González, he andado varias veces en la red tras los retratos del cineasta, como quien busca la respuesta de un extraño cuestionamiento. Así, de la imagen del joven hombre de teatro de cara limpia y pelo corto que está enamorado de la nouvelle vague y anuncia candorosamente su entusiasmo por el cine, a las imágenes del afamado cineasta que dirige, disfrazado de anciano y decadente joven Werther, las secuencias callejeras de Berlin Alexanderplatz, he ido conformando un pequeño álbum para consumo personal que comparto ahora con los lectores de Siglo en la brisa. De mis navegaciones por la red he regresado con estas imágenes, mis preferidas entre las que conozco de un genio del siglo XX cuyo enigma comienza por su propio rostro.














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Todos los retratos de Rainer Werner Fassbinder (1945-1982) que conforman este post provienen de internet. Por desgracia no es fácil dar con los nombres de sus autores: ya se sabe que, en general, no hay ni el mínimo cuidado por ofrecer los créditos correspondientes. Ésa debería de ser una de las actividades de la Fundación que lleva su nombre, y que igual que la de Borges se caracteriza por su cortedad de miras en lo que se refiere a la política de divulgación de imágenes, que ofrece en pésima calidad, al contrario de lo que ocurre en centenares de lugares de la red.

El extraordinario retrato que abre esta entrega de Siglo en la brisa es del fotógrafo, camarógrafo y actor Peter Gauhe (quien aparece, entre otras películas de Fassbinder, en Todos nos llamamos Alí); la imagen pertenece a los archivos del Deutsche Filmmuseum de Frankfurt, institución que la data en 1970. El último retrato de la serie es de Helmut Newton. Junto a estas líneas puede verse al cineasta alemán en el set de Berlin Alexanderplatz.

Más sobre cine en este blog:
El sur de Víctor Erice, http://bit.ly/1dLfTiO
Buñuel, memorista inolvidable, http://bit.ly/1d1g5c0

domingo, 22 de diciembre de 2013

Florentino, a cuadro


¿Cuántas veces lo retraté? Imposible determinarlo. Todas las que pude. Lo digo porque a partir de cierto momento algo le pareció mal y me prohibió terminantemente que le tomara fotos. Entonces me vi obligado a hacerlo sin que se diera cuenta, digamos que a sus espaldas. 
O no exactamente: de frente, porque lo que me interesaba era dejar testimonio de su rostro expresivo, de su peculiar manera de reaccionar a cuanto se atreviera a mostrarse delante de él: con los ojos velados pero atentos, con todos los músculos de la cara. Acaso desde siempre pero sobre todo a partir de que envejeció, el hermano de mi abuela fue un hombre singularísimo y voluntarioso, incapaz de responder con indiferencia a casi nada. Dulce unas veces, espinoso otras, mi anciano tío abuelo era célebre por sus reacciones imprevisibles. Y conmigo, que nunca le respondí nada desagradable, que jamás le reproché sus respuestas a veces ásperas, se servía con la cuchara grande, como decimos en México.
Quien estuvo cerca de nosotros en ese tiempo sabe que no exagero si digo que yo era el pasto preferido de sus invectivas de fuego, el blanco predilecto de sus dardos más afilados: sobrino nieto camino a los cuarenta años, de paso por Asturias, sin trabajo justificado o reconocible, sin mujer ni hijos, que invariablemente llevaba una barba de tres días y se atrevía a ponerse unos pantalones anchos y desvaídos, como de ropa de noche. “Que escribes, sí. Eso ya lo sé”, me dijo una vez, pero sólo para rematar, a buena voz para que lo oyeran todos: “Ya sé yo que escribes, pero ¿en qué trabajas?”.
Yo me vengaba a mi manera: tomaba nota de sus gestos, apuntaba hasta la última palabra de nuestras conversaciones, grababa los recuerdos que sin cansancio me lanzaba, un día y otro también, acerca del pueblo en las montañas asturianas en el que se crió, la Guerra Civil o sus treinta años en México, siempre vívidos y exactos –como que habían hibernado todo aquel tiempo en su prodigiosa memoria de elefante.
Y sobre todo me vengaba retratándolo. ¿Cuántas veces lo hice? Por ahora no hay manera de saberlo. Habría que reunir los archivos que tengo desperdigados con fotos suyas y aun así la cosa quedaría incompleta porque le hice algunas también en las ocasiones en las que no lo estaba fotografiando específicamente a él. Lo que puedo decir es que de todas las imágenes suyas que conservo, las que prefiero son las que le hice sin que diera cuenta.
Mi Nikon carecía de pantalla giratoria así que algunas de esas fotos fueron conseguidas apuntando sin ver, colocando la cámara, que no dejaba de sostener en la mano, a la distancia que me parecía la adecuada y disparando entonces, tratando de que la casualidad, mal ayudada por mis cálculos descabalados, hiciera lo que no podía hacer en persona.
Este post está ilustrado con una muestra de algunas de las imágenes de mi inolvidable tío Florentino, que rescato en un par de consultas apresuradas a mis archivos fotográficos de los años que viví en Asturias.

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Todas las fotos que conforman esta entrega fueron tomadas en El Carmen, en Puertas de Cabrales, Asturias, entre 2003 y 2006. La segunda, en la que aparezco con Florentino, la tomó casi seguramente mi primo Félix. La que reproduzco al lado de estas líneas me la regaló mi abuela para mostrarme cómo había sido su hermano de joven.

Más sobre Florentino en este blog:
Árbol genealógico, http://bit.ly/KOKiw8 
Autógrafos remotos, http://bit.ly/PvKjd9
Retratos asturianos, http://bit.ly/1l76xRa
Ocios de 1946, http://bit.ly/1gQcF2R
En la boda de Lola y Félix, http://bit.ly/1hwQqwn

Asturias en Siglo en la brisa:
Alfonso Camín en el Campo San Francisco,http://bit.ly/IRN4qV
La calle Paraíso, http://bit.ly/rRi3Cu
El texu de Bermiego, http://bit.ly/Uzvdol