domingo, 24 de marzo de 2013

María del Pilar Montes de Oca Sicilia


María del Pilar Montes de Oca Sicilia, así, con todos sus nombres y todos sus apellidos, representa en México una actitud frente al conocimiento que es bastante excepcional. Lo normal es que quien sabe mucho de algún tema se recluya entre las paredes de su cubículo y se entregue a una suerte de contemplación que a menudo resulta poco o nada fructífera.
Ella, que desde muy joven se interesó con seriedad en la lingüística, que hizo estudios de especialización y publicó trabajos académicos en revistas que de tan adustas carecen de imágenes —de ésas que tienen palabras pequeñas a cuyos pies brotan palabras todavía más pequeñas, con indicaciones que conducen a prolijas bibliografías en las que nadie ha andado—, ella, quiero decir Pilar, María del Pilar Montes de Oca Sicilia, que tanto sabe de la lengua que hablamos, un día sintió que se asfixiaba en los ámbitos académicos y decidió crear una revista que primero disfrazó de boletín de servicios editoriales y en la que dio rienda suelta a su necesidad de explicar los fenómenos de la lengua, la que está expuesta a los cambios que le dan vida, que todos presenciamos pero casi nunca advertimos.
Y así, desde las páginas de Algarabía —como acabó llamándose aquella revista— durante los últimos años se ha dedicado a hacer, en nombre de la lengua, pero no de cualquier lengua, de la lengua viva, de la que todavía no está por fuerza en los libros normativos, en las gramáticas y los diccionarios sino en la calle y la conversación, en el trabajo y la familia, en el centro del país y en las orillas, toda la batahola y el estrépito y la bulla y la barahúnda que gozosamente las palabras son capaces de permitir, que se forman con los 23 fonemas con los que cuenta la lengua, según ella nos recuerda, para armar las infinitas posibilidades expresivas del español. En las páginas de este libro, al igual que sucede en las de su revista, Pilar nos lleva de la mano por el mundo con la maravillosa brújula de su palabrerío.
Escribo “brújula” con toda consciencia pero cuando la veo en la pantalla de mi computadora me doy cuenta de que la utilizo como metáfora de manera imprecisa: las palabras, por sí mismas, cuando son nuestra brújula, no suelen llevarnos muy lejos, o no al menos por buen camino. Si tenemos suerte acaban conduciéndonos hasta enigmáticos textos barrocos, que a veces resultan esfinges sin secreto; cuando nos va mal, que es lo que ocurre con más frecuencia, sirven para adornar como si fueran flores de plástico los altares de los dogmas o como coronas funerarias los frontispicios discursivos de los partidos políticos, pero resultan torpes o inútiles para la comunicación.
Como Pilar se orienta en el mundo como mujer, su brújula es más bien su feminidad. Lo que es mucho decir: la de las mujeres fue quizás la más importante revolución ocurrida en la sociedad del siglo XX, el siglo en el que ella nació, se formó y se realizó como profesional de las palabras, y de mujer surgen y se tiñen y caminan por el mundo no pocas expresiones de su pensamiento, tal como queda claro en este libro.
Si en De todo, excepto feminismo se cuida de colocar la palabra feminismo en su título, y lo hace con el evidente propósito de deslindarse de lo que significa, ese deslinde público y notorio no le sirve sino para homenajear, de manera negativa si se quiere, a un movimiento ahora desprestigiado por sus excesos pero en boga con particular ímpetu por los tiempos en los que ella nació, en los años sesenta del siglo de la revolución social de las mujeres. Pese a hacer la crítica del feminismo, Pilar le reconoce el papel que jugó y lo admite como un trascendental referente histórico. Si no le sirve para expresarse, o expresar el tiempo que le ha tocado vivir, sabe que de alguna manera ella misma y lo que piensa son un resultado de él.
De esto, mayormente, trata su libro: de revisar desde el privilegiado mirador de sus conocimientos lingüísticos el papel que han jugado las mujeres en la historia, desde las razones por las que ellas impulsan antes que los hombres las modificaciones de la lengua hasta la arqueología, la literatura, las costumbres amorosas, la sexualidad, la medicina o la sociología…
Así, sus temas se van hilvanando con fino hilo mujeril: los casamientos y los partos, el uso de los apellidos de soltera o de casada, los matrimonios morganáticos y bostonianos, la cacería de brujas en Salem, las palabras disoluta o mojigata… Pero no se me malentienda: María del Pilar Montes de Oca Sicilia escribe sobre la mujer y no necesariamente como mujer, porque tiene presente la lección de Virginia Woolf que pide una expresión colocada por encima de las peripecias del sexo de quien escribe.
Sus artículos a mucha honra podrían estar firmados por un buen filólogo hombre tal y como están firmados por una buena filóloga mujer —o si no fuera una indeseable quimera, por un filólogo que no fuera ni hombre ni mujer—. En las páginas de De todo, excepto feminismo aparece en su debido lugar la autora de Orlando pero también las otras lecturas que le importan a Pilar: Borges, autor del cuento sobre la feminista “Ulrica”, y Javier Marías, cuya literatura está poblada de singulares mujeres, y hasta Marguerite Yourcenar, que fue unas de las máximas escritoras del siglo pasado.
Y si es verdad que algunas páginas alcanzan considerable especialización, como cuando explica los asuntos de género en algunos idiomas o explica algunas características de una lengua australiana casi en extinción, cualquiera puede seguirle el paso porque resulta amena, y lo que es más importante, atenta siempre con el lector. Ahí es quizás donde su excepcionalidad alcanza las cotas más altas: Pilar resulta cercana, aunque nos hable de usted; su conocimiento, que es a veces sofisticado, se refiere constantemente a asuntos de cultura popular —en los que de paso encontramos efectivos ejemplos de los cambios en la forma de expresarnos—, al grado de hacernos sentir que estamos en una conversación. 
Pilar está al día de lo que ocurre en el ámbito de sus intereses, aunque comparte la información con ese toque de inmediatez y familiaridad que nos hace partícipes de sus descubrimientos, como si algo de ellos estuviera ya en nosotros. ¿De dónde viene la palabra tabú y cómo los tabúes están presentes en las sociedades actuales? ¿Qué pensar del nushu, una lengua ritual china reservada a las mujeres que se mantuvo secreta hasta hace unas décadas, ahora que ha muerto la última que la hablaba? ¿Y el amor cortés, algunos de cuyos usos siguen de alguna manera entre nosotros, hombres y mujeres, y del que a Pilar, por mucho que la sintamos del siglo XXI, se reconoce heredera? Las respuestas están en este libro pensado para ser leído de corrido o volver a él una y otra vez.

(Este texto sirve de prólogo a De todo excepto feminismo, el libro que reúne los trabajos sobre filología y género de María del Pilar Montes de Oca Sicilia, directora de la revista Algarabía, que se presentó la noche del jueves 31 de enero de 2013 en el ex Convento de Churubusco. Una versión reducida apareció el día de ayer en Laberinto, suplemento cultural del periódico Milenio).

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Lee sin salir de este blog:
Fin de año en Donceles, http://bit.ly/Yfs2cy
El Maestro, uno de los siete gatos de Gerardo Deniz [en la foto de la izquierda], http://bit.ly/P581fq
Dos notas sobre El ciclismo y los clásicos, http://bit.ly/WVnlUp
Un signo tuyo busco en todas las otras, http://bit.ly/YLutPM


domingo, 17 de marzo de 2013

Habría sido más sencillo llamarse Fernando Fernández

En otra ocasión conté en este espacio que en España casi nadie quiere llamarse Fernando Fernández, aun cuando el nombre no sea precisamente infrecuente. 
Por lo menos eso puede decirse de aquellos personajes públicos que fueron bautizados así y que decidieron darse a conocer de otra manera. 
En ese caso están el filósofo Fernando Savater, los cantaores Fernando Fernández Monje y Fernando Fernández Pantoja, respectivamente conocidos como Terremoto de Jerez y Fernando Terremoto, y el cómico Fernando Fernán-Gómez. Hace un par de semanas, leyendo las deliciosas memorias de éste (El tiempo amarillo, Editorial Debate, segunda edición, 1990), di con el pasaje en el que el gran actor español del siglo pasado cuenta las razones por las que renunció a hacer carrera con su nombre original. Como se comprenderá, me ha sido imposible no reproducirlo en este cuaderno en línea.


Fernando Fernández
Por Fernando Fernán-Gómez
Cuando mi carrera profesional, de frecuentes altibajos, se hallaba en las zonas altas, pensaba que Fernando Fernán-Gómez era un buen nombre artístico. Cuando se hallaba en las zonas bajas, me inclinaba a pensar que aquel nombre, largo y enrevesado, me perjudicaba. Si me llamase de otra manera tendría más ofertas de trabajo y mejor pagadas, porque mi popularidad sería mayor. Nombres como Jorge Mistral, Sara Montiel, estaban muy bien y prueba de ello era que los dos, varón y hembra, se encontraban a la cabeza del escalafón.
Cuando en casa, entre combate y combate, y en la sobremesa del arroz con chirlas o las lentejas sin nada, se decidió mi porvenir, mi madre yo estudiamos también detenidamente cual debe de hacer mi nombre artístico. Lo de Fernando Fernández estaba rechazado de antemano. Aquella reiteración resultaba cómica. Ningún actor que aspirase a llevar una carrera brillante, a ser cabecera de cartel, podría llamarse Ramiro Ramírez, mi Gonzalo González ni Fernando Fernández. Recordaba que ya en el colegio lo de Fernando Fernández era a veces objeto de burla para algunos condiscípulos, que me llamaban Fernando Fernández de la Fernandera.
El que mi madre utilizarse como nombre artístico Carola Fernán-Gómez no fue ocurrencia de ella sino de la gran doña María Guerrero, partidaria de que las chicas de su compañía se llamasen María Fernanda Ladrón de Guevara, Irene López Heredia y cosas así. Con el Fernández y el Gómez de mi madre compuso el Fernán-Gómez en recuerdo del odioso comendador de Fuenteovejuna.
A mi madre su nombre artístico le parecía muy bien, se había acostumbrado a él y lo encontraba sonoro, como evidentemente lo era. Además, en la profesión, y para buena parte del público aficionado, la Fernán-Gómez era una actriz conocida. Al insinuar en nuestra conversación que quizás podría elegir yo otro apellido entendí que daba por supuesto que no me agradaría llevar el apellido materno, pues eso sería proclamar mi origen turbio. Aunque esto no aflorase en nuestra conversación, estaba sin duda en el ánimo de los dos. Eran muchos los actores y actrices que usaba nombres artísticos.
Me puso mi madre algunos ejemplos: un actor que se llamaba Orejas haya suprimido una letra de su apellido, dejándolo en Orjas; otro, cuyo apellido era Egea, que no le parecía eufónico ni fácil de recordar, adoptó el de su lugar de nacimiento y se convirtió en Fernando de Granada. Para mí todo lo que se nos ocurría me parecía ridículo, tanto Fernando Madrid, como Fernando del Plata, como Fernando Fernán, y al fin le dije a mi madre que puesto que era hijo de la Fernán-Gómez, debería llamarme Fernando Fernán-Gómez. Creo que mi decisión le pareció muy bien, y que era lo que ella esperaba.
Más adelante, cuando ya era un actor conocido en los medios profesionales y mi nombre comenzaba a aparecer en los carteles, y en los primeros lugares cuando se trataba de películas, me arrepentí muchas veces de aquella decisión. No sólo, como he dicho más arriba, cuando las cosas me iban mal, sino cuando me iban bien. Pienso ahora que habría sido más sencillo llamarme desde el primer momento Fernando Fernández, más corto, más fácil de recordar por la fuerza de la reiteración y que, al final cabo, era mi nombre oficial. No sólo habría facilitado la labor de los diseñadores de carteles sino que me habría evitado problemas, pues el uso de los dos nombres entorpece algunos trámites burocráticos, resulta dificultoso para los documentos, las fichas de los hoteles y cosas por el estilo. Lo único que sigue pareciéndome acertado de aquella decisión es lo que puede tener de modesto homenaje a mi madre.
(De El tiempo amarillo, primer tomo, páginas 219-221)

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Tomo el retrato que abre este post de la página en la red de El Mundo, donde se dice que es de José Aymá. El resto de las imágenes, como las fotos de Carola Fernán-Gómez, el actor José Orjas y la que acompaña estas líneas, también son de la red.

El artículo de El País en que se afirma que Fernán-Gómez era nieto de María Guerrero, http://bit.ly/112AehE

Otros Fernando Fernández en este blog:
Viceversa en la historia del diseño gráfico en México, http://bit.ly/S5fFHU


lunes, 11 de marzo de 2013

El día que Compay sobrepujó a Federico


Por lo menos durante unas horas de 1998 tuve fundadas razones para pensar que Francisco Repilado, el compositor y cantante cubano mejor conocido como Compay Segundo, era mejor poeta que Federico García Lorca.
La peregrina pero documentada teoría se coló en mi cabeza de la siguiente manera. Una mañana de aquel año, por cierto el de una de mis dos visitas a la isla, puse el disco Lo mejor de la vida, subí el volumen suficientemente como para que pudiera oírlo mientras me bañaba y me metí en la regadera. Mi idea era escuchar la versión musicalizada por Compay del célebre poema “Son de negros en Cuba” que me había gustado en una distraída primera audición. Todo el mundo conoce ese poema, uno de los que cierran Poeta en Nueva York, por lo que no es necesario decir nada sobre él.
Cabrera Infante le dedicó un párrafo revelador en “Lorca hace llover en La Habana” (Mea Cuba, Vuelta, 1993, pág. 133), una conferencia que el novelista cubano leyó en la conmemoración del medio siglo del asesinato del poeta, y en el que, con su característico estilo lleno de digresiones no todas justificadas y excesivos juegos de palabras, cuenta algunos detalles de la estancia de Lorca en Cuba durante tres meses de 1930. Sobre todo me parece muy buena la parte final de ese texto, en la que se hace el relato de la comida de despedida que ofrecieron al poeta en el comedor del Hotel Inglaterra, una tarde en que cayó sobre La Habana una lluvia de proporciones fabulosas, como nunca la había visto en su vida.
Cabrera explica que, tal como anuncia el título del poema, “Son de negros en Cuba” tiene la forma y el estribillo propios de ese carismático género de música popular. En cuanto a las “misteriosas” imágenes que en él aparecen, dice que algunas de ellas tienen una correspondencia con ciertas realidades concretas, por lo que Lorca “hizo un poema de lo obvio para los cubanos que se volvía poesía para todos”.
Copio el párrafo entero: "'La rubia cabeza de Fonseca' que tanto intrigó a tantos, no pertenece a ninguno de sus amigos cubanos sino al fabricante de puros de ese nombre, cuya cabeza roja aparece en los cromos de esa marca. 'El rosal de Romeo y Julieta' no es esa espesura donde Romeo da a Julieta aquello que le dio ella el otro día, sino una marca de habanos. El rosal es una litografía. 'Las semillas secas son por supuesto las maracas de la orquesta del son y 'la gota de madera' es el instrumento habanero llamado claves. Espero no tener que explicar qué es una 'cintura caliente'" (págs. 140-142).
Mientras me bañaba y escuchaba la canción a lo lejos, iba siguiendo los versos hasta donde me lo permitía el fragor del agua cayendo sobre mi cabeza. Sin embargo, hacia el final de la grabación escuché algo que me llenó de pasmo, una exclamación inesperada que no estaba en Lorca y que de inmediato y sin ninguna duda decidí que era lo mejor del poema. La voz del cantante principal se desgajó del acompañamiento rítmico, se hizo independiente de las otras voces, atravesó el espacio que separaba el aparato reproductor de discos compactos del cuarto de baño, cruzó la puerta de vidrio de la regadera, se abrió paso entre las aguas que me envolvían y tronó en mi oído: “¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro!”.
Tal fue mi impresión al escuchar esa frase totalmente nueva para mí, que así como estaba en aquel momento, enjabonado de la cabeza a los pies, francamente no sé cómo no me resbalé en la regadera. Yo, que conocía a  la perfección el “Son de negros en Cuba” porque lo había leído y releído en decenas de ocasiones en el ejemplar de Aguilar que me acompañaba entonces desde hacía ya una década, podía decir con toda certeza que aquella línea, la más expresiva y lograda del poema, no era de Lorca.
Hace algunos años intenté explicar las razones por las que ese verso me parece tan afortunado. No mucho después de descubrirlo en tan peculiares circunstancias, cuando armé un número monográfico de Viceversa dedicado a Cuba, coloqué la frase como única información de portada, como una insuperable definición poética de las sensaciones que produce el país antillano en quienes consiguen asomarse a su esencia.
Para empezar la palabra “suspiro”, que según el diccionario relacionamos con el deseo, las ansias o el dolor. Inhalamos y exhalamos profundamente; en medio, como añade la Academia quizás con cierto humor involuntario, incluso emitimos algún gemido. Pero la palabra en sí misma nada demasiado valioso comunicaría con respecto a Cuba sin la que el poeta le opone a continuación: “barro”. Si el suspiro está hecho de aire, y en cierto sentido es etéreo, el barro está hecho de lo contrario: es tierra amasada con agua: es lodo. Mientras aquél aporta a la definición de Cuba un elemento inasible, hecho de un sofisticado sentimiento relacionado con el anhelo y la nostalgia, éste supone la materialidad más prosaica, evidente y palpable. El barro devuelve al nivel de la tierra lo que el suspiro ha colocado entre las nubes. El suspiro es gracia, ligereza, espíritu; el barro es carnalidad, opacidad, peso. En la frase en la que coinciden el “suspiro” y el “barro”, hay un contraste lleno de posibilidades y resonancias, tal como ocurre con la paradójica Cuba.
Pero la relación que Lorca propone entre estos dos elementos contradictorios, con ser tan atinada, no se establece de manera rectilínea. Ahí está, me parece, la genialidad del verso, el resorte que lo hace ser tan preciso y expresivo: lo que une lo más etéreo, pero producido por el sentimiento humano, con lo más mundano, pero de lo que estamos hechos, no es en la imagen de Cuba la línea recta sino la curva. Y es que, según me parece a mí, la curva es la sensación que impera en la experiencia de la isla.
La curva está en el idioma cargado de inflexiones que constantemente se ve apartado de la dirección recta sin formar ángulos (vuelvo al diccionario); está en las formas acentuadas de las mujeres y el perfil característico de los coches que se ven en las calles (o que se veían cuando hice mis dos únicas visitas, a finales de los años noventa); la curva está en la voluta de la experiencia barroca, en el ángel de la jiribilla y en el serpentín intestinal de Lezama.
Por último, nótese la felicísima paronomasia que se produce entre las palabras “Cuba” y “curva”, que da a las dos partes del verso la unión orgánica que requiere el paso de la mera evocación nominativa, “¡Oh Cuba!”, a la poderosa imagen que la califica: “¡Oh curva de suspiro y barro!”. Enjabonado hasta la coronilla, en sólo un instante vi todo eso, o al menos lo intuí suficientemente en uno de esos arrebatos que nos convencen de que la poesía es una de las máximas experiencias que nos ofrece la lengua.
¿Qué ocurrió después? Envuelto en una toalla, salí de la regadera echando agua por todas partes y corrí a mi biblioteca a confirmar que el verso, tal como yo bien sabía, no estaba en Lorca. Como suele suceder cuando andamos llenos de urgencia, tuve que remover más de la cuenta para dar con el ejemplar de Aguilar, que al principio no supe ver en su lugar de siempre. El verso no estaba.
De pronto, con el libro abierto entre las manos en la página donde se desplegaba el poema, la simpatía que le tenía al sonero cubano (un nonagenario lleno de chispa al que había visto en un teatro madrileño hacía no mucho) pegó un brinco en mi consideración al grado de oscurecer por unos momentos la que siempre he sentido por Lorca. “¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro!”, volví a decirme, saboreando el hallazgo. No recuerdo qué explicación le di a lo que parecía no tenerla: quizás que Compay, músico al fin, finalmente cubano, se había contagiado del espíritu del poema para concebir una línea sobre su propia cultura que siquiera por un momento lo elevaba por encima del gran poeta español.
Todo se resolvió al día siguiente, confieso que un poco tristemente. Y es que cuando los misterios atañen a la poesía ¿no son harto más preferibles que las verdades comprobadas? Sin poder sacarme la inquietud de la cabeza, me arrojé sobre el ejemplar de Poeta en Nueva York que me ponía delante un amigo y allí encontré el verso, en el lugar en donde siempre debió de estar, en el penúltimo renglón de “Son de negros en Cuba”, en una edición más confiable. Durante años la edición de la poesía completa de Lorca de Aguilar apareció sin los últimos dos versos de uno de los poemas finales de uno de sus libros más importantes. Jamás he confiado en las ediciones “de lujo” y aquel jabonoso episodio no hizo sino confirmarme en aquella opinión.

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La mayoría de la imágenes que ilustran este post fueron tomadas de la red.

Más sobre poesía en este blog:
Lope de Vega, http://bit.ly/9ZpQ2U 
Juan Ramón Jiménez, http://bit.ly/aoVJM3
César Vallejo, http://bit.ly/yNbYFH