Por lo
menos durante unas horas de 1998 tuve fundadas razones para pensar que Francisco
Repilado, el compositor y cantante cubano mejor conocido como Compay Segundo, era
mejor poeta que Federico García Lorca.
La
peregrina pero documentada teoría se coló en mi cabeza de la siguiente
manera. Una mañana de aquel año, por cierto el de una de mis dos visitas a la isla, puse el disco Lo mejor de la vida,
subí el volumen suficientemente como para que pudiera oírlo mientras me bañaba
y me metí en la regadera. Mi idea era escuchar la versión musicalizada por Compay
del célebre poema “Son de negros en Cuba” que me había gustado en una distraída
primera audición. Todo el mundo conoce ese poema,
uno de los que cierran Poeta en Nueva
York, por lo que no es necesario decir nada sobre él.
Cabrera
Infante le dedicó un párrafo revelador en “Lorca hace llover en La Habana” (Mea Cuba, Vuelta, 1993, pág. 133), una conferencia que el novelista cubano leyó en
la conmemoración del medio siglo del asesinato del poeta, y en el que,
con su característico estilo lleno de digresiones no todas justificadas y excesivos
juegos de palabras, cuenta algunos detalles de la estancia de Lorca en Cuba durante tres meses de 1930. Sobre todo me parece muy buena la parte final de ese
texto, en la que se hace el relato de la comida de despedida que ofrecieron al
poeta en el comedor del Hotel Inglaterra, una tarde en que cayó sobre La Habana
una lluvia de proporciones fabulosas, como nunca la había visto en su vida.
Cabrera explica
que, tal como anuncia el título del poema, “Son de negros en Cuba” tiene la forma y el
estribillo propios de ese carismático género de música popular. En cuanto a las
“misteriosas” imágenes que en él aparecen, dice que algunas de ellas tienen una
correspondencia con ciertas realidades concretas, por lo que Lorca “hizo un
poema de lo obvio para los cubanos que se volvía poesía para todos”.
Copio el
párrafo entero: "'La rubia cabeza de Fonseca' que tanto intrigó a tantos, no pertenece
a ninguno de sus amigos cubanos sino al fabricante de puros de ese nombre, cuya
cabeza roja aparece en los cromos de esa marca. 'El rosal de Romeo y Julieta' no es esa espesura donde Romeo da a Julieta aquello que le dio ella el otro día, sino una marca de habanos. El rosal es una litografía. 'Las semillas secas son por supuesto las maracas de la orquesta del son y 'la gota de madera' es el instrumento habanero llamado claves. Espero no tener que explicar qué es una 'cintura caliente'" (págs. 140-142).
Mientras me
bañaba y escuchaba la canción a lo lejos, iba siguiendo los versos hasta
donde me lo permitía el fragor del agua cayendo sobre mi cabeza. Sin
embargo, hacia el final de la grabación escuché algo que me llenó de pasmo, una
exclamación inesperada que no estaba en Lorca y que de inmediato y sin ninguna
duda decidí que era lo mejor del poema. La voz del cantante principal se
desgajó del acompañamiento rítmico, se hizo independiente de las
otras voces, atravesó el espacio que separaba el aparato reproductor de discos
compactos del cuarto de baño, cruzó la puerta de vidrio de la regadera, se
abrió paso entre las aguas que me envolvían y tronó en mi oído: “¡Oh Cuba! ¡Oh curva
de suspiro y barro!”.
Tal fue mi
impresión al escuchar esa frase totalmente nueva para mí, que así como estaba
en aquel momento, enjabonado de la cabeza a los pies, francamente no sé cómo no
me resbalé en la regadera. Yo, que conocía a
la perfección el “Son de negros en Cuba” porque lo había leído y releído
en decenas de ocasiones en el ejemplar de Aguilar que me acompañaba entonces
desde hacía ya una década, podía decir con toda certeza que aquella línea, la
más expresiva y lograda del poema, no
era de Lorca.
Hace
algunos años intenté explicar las razones por las que ese verso me parece tan afortunado.
No mucho después de descubrirlo en tan peculiares circunstancias, cuando armé
un número monográfico de Viceversa dedicado
a Cuba, coloqué la frase como única información de portada,
como una insuperable definición poética de las sensaciones que produce el país
antillano en quienes consiguen asomarse a su esencia.
Para
empezar la palabra “suspiro”, que según el diccionario relacionamos con el deseo,
las ansias o el dolor. Inhalamos y exhalamos profundamente; en medio, como añade
la Academia quizás con cierto humor involuntario, incluso emitimos algún gemido. Pero
la palabra en sí misma nada demasiado valioso comunicaría con respecto a Cuba sin la que
el poeta le opone a continuación: “barro”. Si el suspiro está hecho de aire, y
en cierto sentido es etéreo, el barro está hecho de lo contrario: es tierra
amasada con agua: es lodo. Mientras aquél aporta a la definición de Cuba un
elemento inasible, hecho de un sofisticado sentimiento relacionado con el
anhelo y la nostalgia, éste supone la materialidad más prosaica, evidente y
palpable. El barro devuelve al nivel de la tierra lo que el suspiro ha colocado
entre las nubes. El
suspiro es gracia, ligereza, espíritu; el barro es carnalidad, opacidad, peso.
En la frase en la que coinciden el “suspiro” y el “barro”, hay un contraste lleno de posibilidades y resonancias, tal como ocurre con la paradójica Cuba.
Pero la
relación que Lorca propone entre estos dos elementos contradictorios, con ser tan
atinada, no se establece de manera rectilínea. Ahí está, me parece, la
genialidad del verso, el resorte que lo hace ser tan preciso y expresivo: lo
que une lo más etéreo, pero producido por el sentimiento humano, con lo más
mundano, pero de lo que estamos hechos, no es en la imagen de Cuba la línea
recta sino la curva. Y es que, según me parece a mí, la curva
es la sensación que impera en la experiencia de la isla.
La curva
está en el idioma cargado de inflexiones que constantemente se ve apartado de
la dirección recta sin formar ángulos (vuelvo al diccionario); está en las
formas acentuadas de las mujeres y el perfil característico de los coches que
se ven en las calles (o que se veían cuando hice mis dos únicas visitas, a
finales de los años noventa); la curva está en la voluta de la experiencia barroca,
en el ángel de la jiribilla y en el serpentín intestinal de Lezama.
Por último,
nótese la felicísima paronomasia que se produce entre las palabras “Cuba” y
“curva”, que da a las dos partes del verso la unión orgánica que requiere el
paso de la mera evocación nominativa, “¡Oh Cuba!”, a la poderosa imagen que la califica:
“¡Oh curva de suspiro y barro!”. Enjabonado hasta la coronilla, en sólo un
instante vi todo eso, o al menos lo
intuí suficientemente en uno de esos arrebatos que nos convencen de que la
poesía es una de las máximas experiencias que nos ofrece la lengua.
¿Qué ocurrió
después? Envuelto en una toalla, salí de la regadera echando agua por todas
partes y corrí a mi biblioteca a confirmar que el verso, tal como yo bien
sabía, no estaba en Lorca. Como suele suceder cuando andamos llenos de urgencia, tuve
que remover más de la cuenta para dar con el ejemplar de Aguilar, que al
principio no supe ver en su lugar de siempre. El verso no estaba.
De pronto, con
el libro abierto entre las manos en la página donde se desplegaba el poema, la simpatía
que le tenía al sonero cubano (un nonagenario lleno de chispa al que
había visto en un teatro madrileño hacía no mucho) pegó un brinco en mi consideración al
grado de oscurecer por unos momentos la que siempre he sentido por Lorca. “¡Oh
Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro!”, volví a decirme, saboreando el hallazgo. No
recuerdo qué explicación le di a lo que parecía no tenerla: quizás que Compay, músico
al fin, finalmente cubano, se había contagiado del espíritu del poema para
concebir una línea sobre su propia cultura que siquiera por un momento lo elevaba por encima del
gran poeta español.
Todo se
resolvió al día siguiente, confieso que un poco tristemente. Y es que cuando
los misterios atañen a la poesía ¿no son harto más preferibles que las verdades comprobadas?
Sin poder sacarme la inquietud de la cabeza, me arrojé sobre el ejemplar de Poeta en Nueva York que me ponía delante
un amigo y allí encontré el verso, en el lugar en donde siempre debió de estar, en el penúltimo renglón de “Son de negros en Cuba”, en una edición más confiable. Durante años la edición de la poesía completa
de Lorca de Aguilar apareció sin los últimos dos versos de uno de los poemas finales de uno de sus libros más importantes. Jamás he confiado en las
ediciones “de lujo” y aquel jabonoso episodio no hizo sino confirmarme en
aquella opinión.
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La mayoría de la imágenes que ilustran este post fueron tomadas de la red.
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