viernes, 29 de junio de 2018

Antonio Poo

Como un tropel incontenible, en menos de nueve años vinimos al mundo los primeros ocho nietos de Santos y Fernanda; mi turno llegó el 12 de junio de 1964, miércoles, a las siete de la tarde. Desde unas horas antes, antes incluso de que mi madre fuera conducida a la sala de partos, a la puerta de su habitación, en un espacio cuadrilongo más bien pequeño que solía estar atestado de flores, ya estaba Antonio Poo. Mi madre lo sabía por el olor a ajo.
Aquel asturiano de mirada achinada y azulosa y bigotito delineado a la perfección, invariablemente vestido de saco y de corbata, vivía en el asilo del Sanatorio y nunca se perdía ningún acontecimiento de nuestra familia que tuviera como escenario aquel lugar que él, nunca sin alguna amargura y siempre con toda razón, consideraba su propia casa. Había llegado a México muy joven, pero pronto unas dolencias reumáticas lo postraron imposibilitándolo para cualquier esfuerzo físico; como su estado era más que precario, no tuvo más remedio que buscar el amparo de la Beneficencia. Antonio Poo vivía en el asilo desde hacía tanto tiempo que ya no se tenía memoria del día de su llegada y era parte del Sanatorio igual que el ladrillo de sus paredes, sus fresnos centenarios y sus gatos.
Su hermana, que era como él de la Malatería, un pequeño pueblo de Llanes camino de Cabrales, había conocido a la madre de Fernanda en el barco que las trajo a ambas a México. Como tenían la misma edad, como las dos eran asturianas y se parecían sus historias, se hicieron íntimas desde la primera conversación. 

Aquel dato, tan valioso lejos de la tierrina, había convencido a Antonio de que esos cabraliegos que un año sí y otro también pasaban unos días en un ala del edificio de Maternidad eran su familia más cercana, y era incapaz de vivir sus celebraciones como si no fueran suyas. Cada brote de un nuevo retoño de aquellos asturianos representaba una oportunidad de interrumpir por unos días sus apretadas soledades y obtener de paso un poco del afecto del que siempre andaba ayuno. 
Y ya que no podía adquirir unas simples flores o unos caramelos rellenos o un juguetito bobo, se apostaba de día y de noche en la salita de espera de la habitación de la recién parida, entre los ramos de las rosas y los claveles, los arreglos de las gardenias y las lilas y las aves del paraíso que llegaban de todas las procedencias, y no había poder que lo apartara ni siquiera por un instante de ese lugar.
La verdad es que hubiera sido tolerable porque era más silencioso que una noche sin estrellas y su estampa allí tan quieto entre las efusiones cromáticas de las inflorescencias, con esos ojos rasgados como de gato, profundos y serenos de tan azules, y aquel bigotito en el que aplicaba todos sus cuidados, no podía resultar sino conmovedora, pero se daba la circunstancia de que alguien, no se sabía quién, nadie dentro del asilo, donde estaba prohibida cualquier medicación alternativa, lo había convencido de las virtudes terapéuticas del ajo para la cura de todos los padecimientos, empezando por los reumáticos, que eran los suyos, y el bueno de Antonio lo ingería de todas las maneras en las tres comidas del día con el resultado de que rezumaba ajo por todas partes, le afloraba por la totalidad de los poros de su cuerpo y le asomaba por los ojos a fuerza de llorarlo con las lágrimas. 
Por si fuera poco, se echaba a los bolsillos de la chaqueta una cabeza de ajos repartida con bastante idea de las proporciones, por lo que siempre lo acompañaba un efluvio que no era precisamente de ámbar y que sólo él, oh triste destino, era el único en no percibir.
Eso sí: experto siquiera por simple observación de los usos y costumbres de aquella vida hospitalaria, era el primero en atestiguar lo que pasaba en la habitación en la que hacía las veces de custodio acomodado en la salita contigua, de velador desvelado, de atalaya entre aquella tupida floresta, y siempre conseguía ser uno de los primeros en tener entre sus brazos al recién nacido, con frecuencia antes que los familiares más cercanos, y en opinar sobre aquellos pelos ralos o aquella pelambrera atípica, y era él quien sonreía más que ninguno, con genuina emoción, abriendo mucho los ojos de cobalto rasgado cuando la criatura abría por un instante, grisáceos y hasta inciertos, los suyos, acaso por segunda o tercera vez en esta vida.
Llegado el día del bautizo desaparecía un par de horas y corría a acicalarse, cruzaba como un gato furtivo los jardines del Sanatorio y volvía al asilo por vez primera con luz de día en toda la semana, se encerraba en el baño donde se daba a la tarea de delinear aquel bigotito que lucía algo desdibujado, y sin cambiarse de ropa, echándose una gragea de ajo a la lengua y confirmando que los dientes de lo mismo estuvieran en su sitio, salía corriendo a Maternidad y llegaba a tiempo para colocarse entre la parentela apelotonada en la capillita, se abría paso hasta hacerse hueco a un par de metros de la pila bautismal, en el lugar reservado para los de casa, al lado de Santos y Fernanda, todavía por delante de Quilo el Viejo y Florentino, muy pequeñito y muy serio y de chaqueta y bigotito, metido en aquel olor que era insufrible pero que todos le perdonaban por tratarse de él, de su ímproba soledad y su bondad a toda prueba, asistiendo a aquellos juramentos de renuncia al demonio que se hacían en nuestro nombre, y a los cuales, después de todo, no les venía mal una buena descarga de olor a ajos.
(Este texto forma parte de mi libro Oriundos, de próxima aparición.)
______________________
Más sobre Asturias en este blog:
Alfonso Camín en el Campo San Francisco, http://bit.ly/IRN4qV
La calle Paraíso de Oviedo, http://bit.ly/rRi3Cu
El texu de Bermiego, http://bit.ly/Uzvdol
Aventura en la calle Frígilis, http://bit.ly/To6bKb
Retratos asturianos, https://bit.ly/2KnktdZ
Autógrafos remotos, https://bit.ly/2KpuLgW
En la boda de Lola y Félix, https://bit.ly/2yIiLCK
Árbol genealógico, http://bit.ly/KOKiw8


viernes, 22 de junio de 2018

Apasionada defensa de la tradición

La colaboración mensual sobre asuntos literarios que David Huerta mantuvo durante los últimos diez años en la Revista de la Universidad fue una ventana abierta a un horizonte repleto de hallazgos y observaciones originales. Aguas aéreas, como se llamó desde su primera aparición en noviembre de 2007 en homenaje al poeta argentino Néstor Perlongher, y todos aquellos trabajos que fueron publicados en la misma revista aunque sin formar parte de la columna, han sido una rareza en el ámbito de las publicaciones mexicanas, en las cuales no es precisamente común asistir a la reflexión, hecha por un poeta prestigioso y en activo, de asuntos relacionados con la historia y el oficio literarios. 
Habrá que esperar a ver reunida la totalidad de esos trabajos espléndidos pero desde ahora podemos tener acceso al menos a nueve de ellos, que son los que conforman El vaso de tiempo, el nuevo libro de David Huerta, aparecido bajo el sello de Vaso Roto.
Como son apenas un puñado (muy pocos si los imaginamos en el universo completo de los más de cien ensayos publicados en la revista universitaria), me permito enlistar los temas de los que aparecen reunidos en el libro: (1) Borges y su quevedesca célebre cuarteta sobre la destrucción de Cartago; (2) los cuatro primeros versos de la dedicatoria de las Soledades de Góngora; (3) los lazos, sutiles pero sorprendentes, entre tres poetas de lengua española y tres de lengua inglesa, relacionados en el espíritu universalista de María Rosa Lida de Malkiel; (4) la caracterización tradicional de la tórtola como imagen de la fidelidad amorosa más allá de la muerte, en el célebre “Romance de fonte frida y con amor”; (5) la enigmática frase “la sangrienta flor del cristianismo”, engastada en un verso de Manuel José Othón; (6) la supernova que vio brillar por vez primera Tycho Brahe en el cielo del norte de Europa la noche del 11 de noviembre de 1572; (7) la relación entre Góngora y su malogrado discípulo, el conde de Villamediana, muerto prematuramente en manos de un esbirro del rey; (8) el significado, por cierto contrario al que damos actualmente, de la palabra “prisiones”, en Andrés Fernández de Andrada, Calderón de la Barca y José Gorostiza; (9) por último, las relaciones de objetos y palabras en algunos poetas, entre ellos el propio Gorostiza y, nuevamente, Borges.
David Huerta es un lector sumamente atento a los materiales y los mecanismos que conforman el arte poético, lo que, por extraño que parezca, es bastante insólito entre los poetas del país. Por eso expone, siempre con claridad meridiana, las diversas laderas del significado de la palabra “verso”, o explica las virtudes del serventesio, la silva o la lira; por eso se demora en la comprensión del terceto, de Dante a Derek Walcott –vertido al español por José Luis Rivas–; por eso nos pone al tanto de sus lecturas de Antonio Carreira o Amelia de Paz, por cierto dos de los máximos conocedores contemporáneos de Góngora (en la consideración de David, “el más grande poeta de nuestra lengua”).
Antonio Carreira en su casa de Villaviciosa de Odón, Madrid.
Otoño de 2016. Foto: FF
Quienes conocemos su trabajo poético estamos bien al tanto de la laboriosidad, el amor al detalle y el conocimiento de la historia de la poesía que lo distinguen. Esa laboriosidad, ese amor, ese conocimiento brillan también en su faceta de ensayista; véase la pericia con la que crea los contornos de cualquiera de los trabajos reunidos en El vaso de tiempo: la manera, por ejemplo, en que entreteje algunos pasajes de la correspondencia de Góngora para contarnos el sangriento final de su discípulo, el conde de Villamediana, y todo para llegar a la manera en la que el maestro cordobés hizo un homenaje a su seguidor utilizado recursos literarios sacados de la obra de éste.
Es precisamente en ese texto donde David comenta, con pasmo justificado, el análisis que hizo Dámaso Alonso de la décima que Góngora dedicó a su malogrado amigo, en la que los octosílabos están armados en forma de espejo: el primero se corresponde con el séptimo, el segundo con el octavo, el tercero con el noveno y el cuarto con el décimo. 
En el centro del poema, el quinto verso está ligado con el sexto, en la función de separar y al mismo tiempo unir los dos grupos de cuatro versos que están antes y después. Sensible a esos primores formales logrados en espacios inverosímiles, es llamativo descubrir cómo el autor de esa descomunal mina de tesoros que es Incurable se maravilla al contemplar el fulgor de una piedra única, de irresistible perfección.
Fue la contemplación infantil, de la mano de su tío Juan Huerta Romo, de la iglesia de Santa Rosa de Viterbo en la ciudad de Querétaro, con sus singulares botareles barrocos (que es como se llama a ciertos contrafuertes o refuerzos de los muros exteriores del edificio), lo que hizo que David Huerta descubriera la arquitectura. 
Los botareles barrocos de Santa Rosa de Viterbo, en la ciudad de Querétaro.
Febrero de 2018. Foto: FF
A mi parecer, es arquitectónico el resultado del armado estructural de El vaso de tiempo, que en última instancia es una consecuencia del espíritu con que fue construido cada uno de los trabajos que aparecen en él. (Creo que podría decirse, siguiendo con la analogía arquitectónica, que el edificio que resulta de la organización de los ensayos hace una perfecta lectura del paisaje en el que se levanta y de los materiales con los que trabaja.)
Como decíamos, el libro abre y cierra con textos que se refieren a Borges, si bien en el primero de ellos, dedicado enteramente al escritor argentino, no aparezca su nombre. En las páginas finales de El vaso de tiempo arribamos a los “botareles” del poema de José Gorostiza, porque “el vaso de tiempo”, escribió el poeta tabasqueño, nos iza “en sus azules botareles de aire”. También volvemos a Borges, en particular a su cuento “El Aleph”. 
David aclara a “los sabelotodos y los dómines” que está bien consciente de que “El Aleph” es un cuento y no un poema, y que aun así su lectura de ese relato cabe sin problema en sus reflexiones sobre poemas y poesía porque la enumeración caótica que aparece en él, dice Huerta literalmente, “es uno de los grandes momentos en la poesía de lengua española”. También podemos decir que ese relato cabe en sus reflexiones sobre poesía, más allá de los géneros, porque es en la enumeración, que es clave en el desarrollo y la culminación del famoso relato, donde el Borges personaje del cuento consigue derrotar a Carlos Argentino Daneri, quien lo derrotó a él en todo lo demás (especialmente en las atenciones amorosas de Beatriz Elena Viterbo), y mientras la enumeración de lo que Argentino Daneri ve en el aleph y reproduce en su absurdo poema “La Tierra”, es en verso, la sublime descripción de lo que a su vez Borges ve en el mismo objeto, en la que por cierto aparece la palabra “Querétaro”, está en prosa.
Nueve son, decíamos, los textos reunidos en El vaso de tiempo. El número impar trabaja en favor de la estructura del libro y crea en nosotros un efecto a favor de la argumentación que vibra en sus páginas: y es que, en una suerte de remedo gongorino, en el centro del volumen, ocupando el quinto lugar, es decir con cuatro ensayos de un lado y cuatro del otro, David Huerta hace una apasionada defensa de la tradición. Ocurre en el trabajo dedicado al verso de Manuel José Othón “y en la sangrienta flor del cristianismo”. En ninguno de los textos anteriores o posteriores deja de comentar palabras, versos, poemas que forman parte de la tradición más viva de la literatura de la lengua. Pero en el centro mismo del libro, como arropándola con vibraciones sensibilísimas y observaciones amorosas y sabias, David coloca una página encendida en la que ofrece las razones por las que la tradición es uno de nuestros principales alimentos.
Si por un lado recupera las palabras de Ezra Pound, que define la tradición como “algo bello, digno de conservarse”, cosa que fundamentalmente hacemos por amor (Huerta repite, para que quede bien claro: “por amor”), por el otro cuenta que alguna vez uno de esos Carlos Argentino Daneri que crecen como hongos estériles en todas las sociedades literarias, que mucho leyeron y nunca entendieron nada, lo acusó de “emisario de Carlos V” por mostrarse entusiasta de “ciertas formas del tiempo”, particularmente del “endecasílabo español de raíz italiana”. Ésta, dice David, “una forma de la tontería paladinamente disfrazada de suficiencia intelectual”, recuerda la desafortunada frase “no hay más ruta que la nuestra” de Siqueiros, aquel “horrible pintor dechado de antipatía y espejo de dogmatismo homicida”.
El argumento del Daneri mexicano es que las vanguardias son contrarias a la tradición, cuando en realidad los grandes transformadores del lenguaje y las formas literarias del siglo XX no fueron sino unos singulares tradicionalistas. Así describe sus casos David Huerta: “el provenzalismo acérrimo de Ezra Pound, el talante homérico de Joyce, los juegos intertextuales grecolatinos e italianos de Eliot y hasta algunos temas de Haroldo de Campos como el de la ninfa marina Galatea”, que está en Góngora, Homero y hasta en Rubén Darío.
Porque la tradición, nos advierte Huerta, no es el uso automático y acrítico de las formas del pasado, que en sí mismas no son sino cáscaras sin nada adentro. Quizás para ilustrar lo que la tradición sí es, funciona el caso del astrónomo danés Tycho Brahe, cuya irrupción quizás resulte extraña, ésta sí, en un libro sobre poesía y poetas. 
Sin embargo, la imagen de la explosión estelar en el lugar en donde antes no había nada, sorpresiva incluso para quienes otean el cielo por costumbre; la aparición de una luz que nace en el cielo lejos y reverbera por los espacios siderales y siempre llega, acaso sea una metáfora convincente del nacimiento y el efecto duradero de la tradición. Puede desaparecer de nuestra vista, es cierto, pero queda reverberando para siempre, esté en nuestro abierto o cerrado celaje, seamos o no conscientes a ella.
David Huerta y su querido amigo Antonio Deltoro
en el restaurante Bellinghausen,
el 28 de julio de 2016. Foto: FF
En efecto, Huerta mismo, entre otras apariciones estelares en la poesía de los últimos siglos, alguna de ellas dedicada precisamente a interpretar la supernova, siente brillar la estrella de Tycho Brahe en una lira del argentino Francisco Luis Bernárdez… y no tanto por el uso de ese género de estrofa, sino porque en los versos del poeta católico argentino está algo que no deja de crecer y decir:
        Pero ¿qué significa
        esa estrella que aumenta de tamaño,
        ésa que multiplica
        su resplandor extraño,
        ésa que se parece a la de antaño?

Con un ejemplo más cercano a nosotros, David Huerta nos hace advertir cómo nace la estrella de Tycho Brahe en unas celebérrimas líneas de Lope de Vega, aquellos octosílabos eternos que dicen
          A mis soledades voy,
          de mis soledades vengo
          porque para andar conmigo
          me bastan mis pensamientos
y luego brillar, dos siglos más tarde, en la luz que proyectó en el finisecular cielo potosino de Manuel José Othón:
          De mis obscuras soledades vengo
          y tornaré a mis tristes soledades
          a brega altiva, tras camino luengo.

En el trabajo que descubre las relaciones entre poetas castellanos y anglosajones, Huerta documenta que Edgar Allan Poe sabía de memoria unos versos de Fray Luis de León, y recupera una estrofa tal y como la recordaba el poeta norteamericano. No sólo porque así imagino su dicción sino también porque así está escrita, es que puede leerse así:
        Un no rompido sueno –
        Un día puro – allegre – libre
         Quiera –
         Libre de amor – De zelo –
         De odio – De esperanza – De rezelo

Lo curioso del caso es que esta estrofa es una construcción de Poe: al no recordar correctamente la oda, la rearmó a partir de materiales que originalmente pertenecen a dos estrofas distintas. Ya oigo la voz de Juan José Arreola advirtiéndonos que alguna verdad, nada despreciable, hay en esa elección discriminatoria de palabras y pasajes, porque “la memoria corrige los textos” como le dijo el propio Borges cuando el narrador mexicano citó delante del argentino, incorrecto pero en cierto modo mejorado, el inicio del borgiano relato “Los teólogos”. (1) (Yo mismo, que cito de memoria el episodio, quizás lo estoy corrigiendo en mi favor.) 
Edgar Allan Poe tomó lo mejor de dos estrofas distintas y armó una sola para llevarse consigo más fácilmente en la memoria unos versos que le gustaban, e incorporarlos de esa singular manera a su propia tradición. Todo esto y muchísimo más podemos pensar gracias a lo que nos hace ver el autor de El vaso de tiempo.
Con David Huerta en la calle de Mazatlán, el 16 de diciembre de 2017.
La foto es mía.
David Huerta, que generosamente me permitió leer su libro antes de entregarlo a la editorial, incluyó de último momento mi nombre en el postrero de los ensayos para contar que una vez le dije, sobre el candil al que López Velarde dedicó un poema especialmente complejo, que ese misterioso objeto que pende de la bóveda del crucero de una iglesia precisamente de San Luis Potosí conserva su misterio incluso después de que uno lo ha visto en persona. 
Es curioso que haya leído yo esas palabras estos días, en su libro ya hermosamente editado, porque acabo de pasar unos días en la capital potosina. Una vez que me encontré debajo del candil, admirándolo nuevamente, por cierto ya por tercera vez (y conste que una de esas veces incluso le hice un pequeño estudio fotográfico que publiqué en mi blog), Daniela, mi compañera, me hizo notar un detalle en el que nunca había reparado: al cuerpo de la carabela de cristales suspendida en el grandioso ámbito del templo de San Francisco, le cuelga una conmovedora anclita, tan discreta que fue totalmente nueva para mí. (2) Eso quiere decir que el objeto mismo, como nos dice David Huerta, tiene algo de inacabable, ya no digamos de misterioso, exactamente como ocurre con la tradición.
La sabiduría ama la duda, se entiende con ella y gusta de permanecer suspendida, como el candil de López Velarde, en el infinito ámbito de lo que no abarcamos. ¿No es ése el género de inteligencia de Borges –quien decía que siempre es mejor que nuestro interlocutor tenga razón– exactamente la misma que obliga a David Huerta a terminar su libro con una pregunta? Estas son sus palabras: “¿No es el poema un vaso de tiempo donde se entrecruzan todos esos ecos, resonancias, ideas, imágenes exploradas aquí en un puñado de textos”? Libro sabio y delicado, El vaso de tiempo es un recipiente en el que las aguas más antiguas y profundas, hechas siempre de tiempo (es decir: de mudanza, de tránsito, de fugacidad), se remansan un momento y adoptan, como hubiera querido Gorostiza, una forma que nos permite siquiera por un momento contemplarlas con toda nitidez.

Notas
(1) El inicio de “Los teólogos”, de Borges: “Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro”.

(2) Pasaje de “El candil”, de López Velarde, en donde se menciona “el ancla”:
Embarcación que iluminas
a las piscinas divinas:
en tu irisada presencia
mi humildad se esponja y se anaranja,
porque en la muda eminencia
están anclados contigo
el vuelo de mis gaviotas
y el humo sollozante de mis flotas.


___________________
Leí este texto en la presentación de El vaso de tiempo, en el Palacio de Bellas Artes, el domingo 7 de mayo de 2017. El retrato de David que abre este post lo hice yo mismo, en marzo de 2016. La foto de la presentación de su libro es del diario La Razón.

Más sobre David Huerta en este blog:
Diálogo con López Velarde, http://bit.ly/1UHngzi  
Evocación de Néstor Perlongher, http://bit.ly/1GpA6ft
Correspondencia de Perlongher, http://bit.ly/2h3L0Qd
En los 80 años de Gerardo Deniz, http://bit.ly/1sDZm8f
Revista Alejandríahttp://bit.ly/1cPgFw9
19 imágenes de los Estados Unidos, http://bit.ly/1w0kZFZ
Gracias a Incurable, http://bit.ly/2y7jnh5