viernes, 30 de diciembre de 2016

La Gatomaquia (presentación)


(Desde hace unas semanas circula la edición de La Dïéresis del gran poema de Lope de Vega. Agradezco a los poetas Anaïs Abreu y Emiliano Álvarez, responsables de la notable editorial artesanal mexicana que relanza La Gatomaquia, por invitarme a escribir el texto introductorio, del que ofrezco un fragmento a los lectores de este blog.) 

Con cuánta razón dice José Manuel Blecua que si quisiéramos destacar todos los aciertos de La Gatomaquia tendríamos que copiar el poema casi entero. Sucede algo parecido cuando nos asomamos nuevamente a sus páginas: al encontrar el pasaje que buscamos, porque deseamos recrearlo literalmente, o porque queremos volver a escucharlo en su contexto, devolviéndole su espíritu y su sentido originales, quizás el celebérrimo
en una de fregar cayó caldera
(trasposición se llama esta figura),
es difícil no caer víctimas de nuevo de su encanto, y nada raro que nos descubramos a continuación buscando los primeros versos de la primera parte para leerlo otra vez desde el principio. 
Haga el lector el experimento: abra en cualquier lugar la edición que tiene entre las manos y asómese a ella: sería rarísimo que no diera con una línea conseguida y eufónica, una soberbia imagen, si bien casi seguramente en burla, un personaje o una situación descritos con gracia insuperable, que lo inviten a releer, si ya lo conoce, el poema completo –o si tiene la fortuna de no conocerlo, a sumergirse en su fascinante orbe poético.
De camino a los 400 años de su muerte, Lope de Vega sigue siendo uno de nuestros grandes maestros. No sólo por su lección esencial, que tiene que ver con la fusión apasionada entre la obra y la vida, lo que en sus tiempos, cuando el Romanticismo no había modificado nuestra percepción de tantas cosas, quizás no era tan fácil de entender como ahora lo es para nosotros –ni aun de defender: véase de nuevo su famoso soneto en respuesta a Lupercio de Argensola–. También por los prodigios y bellezas que abundan en su poesía y su teatro y que con frecuencia se han mantenido, después de cuatro centurias, tan luminosos como el primer día. 
Su extenso, divertidísimo y colorido poema sobre dos gatos de Madrid, llamados Marramaquiz y Zapaquilda, cuyos amores se ven interrumpidos por la aparición de Micifuf, un gato extranjero atraído por la fama de la hermosura y las figuras de ella, con todas las consecuencias imaginables, se ha conservado tan fresco como lo era cuando fue escrito hacia 1634.
Para algunos de nosotros, la poesía del Siglo de Oro fue una escuela de literatura tan viva y animada como si fuera nuestra contemporánea cronológica, y aprendimos de ella aficionándonos a sus libros con entusiasmo exaltado y verdadera admiración. Si en esa época hay poesía para todos los gustos, Lope de Vega representa la pasmosa facilidad de la musa en busca de la felicidad de la lengua, tocada por una gracia empática, profundamente humana. 
Para quienes hemos sido sus lectores, la última obra que dio a la imprenta, Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos, ocupa un lugar especial en nuestra consideración. No sólo porque nos divierten los sonetos que componen una suerte de cancionero burlesco en los que un licenciado se queja de los desdenes de una tal Juana, lavandera del río Manzanares, cuya temática, a veces referida a objetos en apariencia nimios, y su tono, de una ironía desengañada y compasiva, los acercan especialmente a nosotros. 
También porque esos poemas poseen un finísimo sentido del humor y están hechos con un lenguaje repleto de chispazos de agudeza e inteligencia, como ocurre en el primer ejemplo que viene a mi recuerdo, aquel final de soneto en en el cual Lope, que intenta convencer a Juana de que se deje llamar Juanilla, lo que a la temperamental muchacha parece no hacerle ninguna gracia, concibe este fenomenal argumento:
Créeme, Juana, y llámate Juanilla;
mira que la mejor parte de España,
pudiendo Casta, se llamó Castilla.

Hacia el final de ese libro resplandece La Gatomaquia. Todo es encantador en el poema gatuno y bien se justifica el que haya sido, de entre las composiciones poéticas extensas de Lope, la de mayor éxito siempre: el planteamiento, los personajes y los episodios de su trama y no menos que eso la defensa de su tema “menor” e incluso esas digresiones que han estorbado a algunos puristas y que resultan, leyendo sin prisa, tan deliciosas y aprovechables como el resto de la obra.


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La Gatomaquia, edición de La Dïéresis, Editorial Artesanal (Anaïs Abreu y Emiliano Álvarez), fue presentada el 8 de noviembre de 2016 en la Casa del Poeta. En la imagen, con Emiliano Álvarez.

Más sobre La Gatomaquia de La Dïéresis en este blog: http://bit.ly/2igEIix

viernes, 23 de diciembre de 2016

Imágenes de Marrakech


A fines de octubre pasado, tuve la fortuna de visitar Marrakech. Durante cuatro días viví en una de las ciudades más sorprendentes que he conocido. No vi todo: imposible hacerlo cuando se practica lo contrario a lo que acostumbran algunos conocidos y familiares, y que bien podría describirse como turismo deportivo.
Curioso, pero en cuanto me vi en la plaza de Xemaá El Fná, en donde jamás había estado, y sobre la que nunca había leído nada, supe que ya la había visitado –y no una sino cuatro o cinco veces: las que he visto hasta la fecha la versión de 1956 de The man who knew too much de Hitchcock. Al final de la primera secuencia de la película, el doctor McKenna, interpretado por James Stewart, su mujer y su hijo llegan a la plaza a la que yo llegaba ahora físicamente por vez primera en persona.
Fotografía de la versión de 1956 de The man who knew too much. A la izquierda, Hitchcock en uno de sus famosos "cameos".
A las cuarenta y ocho horas de estar en la medina, y de andar entre los zocos, caminando por aquellas inacabables y estrechas calle por las que transitan al mismo tiempo peatones en ambas direcciones, ancianos, mujeres con los rostros cubiertos, niños –sazonado fuertemente el conjunto por la viveza y la variedad de las vestimentas (chilabas con capuchas, velos, babuchas y sandalias), y entre ellos, aunque no parezca posible porque físicamente no hay espacio, motos, vespas y bicicletas, y de cuando en cuando inmensas cabalgaduras tirando de sus cargas, burros preferentemente –puntuado el transcurso por la presencia discreta de los gatos, la mayoría de las veces jóvenes–, uno tiene la sensación de que la ropa y los zapatos han sido invadidos por una suerte de polvo rojizo, y los aromas han penetrado nuestras personas al grado de que lo que sudamos (y pensamos, y soñamos) es parte ya de esa sustancia que lo conforma todo.
Ruido, estrépito, voces, cualquier género de sonidos sobre los que reina, impasible y magnífica, la pasión suprema del comercio... Y de pronto, dando vuelta a una esquina, el silencio más perfecto que hayamos conocido, y que sirve de engañoso hilo de Ariadna que nos conduce sin darnos cuenta al fondo del laberinto, y del que nos acaba rescatando un hombre joven y sin dientes, pero lo hace, cuidándose de que sus intenciones queden claras, porque espera de nosotros unas cuantas monedas.
Café en la Plaza de las Especias. Foto de Xavier Pascual Aguilar.
No es raro que haya sido en el libro que dedicó a Marrakech, que tampoco conocía y que leí nada más regresar de mi viaje, por cierto con enorme satisfacción, que Elías Canetti diga que “viajando, lo toleramos todo. Los prejuicios quedan en casa. Se observa, se escucha, se siente uno fascinado por lo más atroz porque es nuevo. Los buenos viajeros son despiadados”. Aquí un puñado de fotos que testimonian mi paso por la fascinante ciudad roja.












Foto de Lola García Zapico