domingo, 25 de agosto de 2013

Mi cuento ruso favorito


Ana Barberena me pregunta por mensaje telefónico cuál es el cuento ruso que prefiero, y yo, de acuerdo con lo que ella espera de su impulsivo amigo, le respondo sin pérdida de tiempo lo primero que viene a mi mente: es uno de Chéjov, que no tengo y del que ni siquiera recuerdo el título, que leí hace unos diez años en un libro que saqué de la Biblioteca Pérez de Ayala de Oviedo (o del Fontán, como la llamamos los íntimos). Desde aquella primera y única lectura decidí que ese relato era, por lo menos, uno de mis preferidos del gran escritor ruso. Hace un par de años me pareció que daba con él, cuando descubrí en una librería una selección de sus cuentos "imprescindibles" editada por De Bolsillo y en la que… no está recogido. Mi necesidad de encontrarlo no fue demasiado imperiosa por lo que nunca me pasó por la cabeza buscarlo en internet. La cosa siguió así hasta la mañana del martes pasado, cuando me alcanzó la pregunta de Ana Barberena.
Como a ella no suele negársele nada (véase al calce un caso afín, que acabó en un paseo por territorio zapatista), con la escueta descripción que le di, es decir que se trataba de la visita relámpago que hace una mujer a la amante de su marido, encontró el cuento en unos minutos y me lo mandó por correo. Lo copio aquí para que lo conozcan los lectores de Siglo en la brisa. Si no puedo hacerme responsable por la calidad de su traducción, que supongo que es la de Juan López Morillas en que yo lo leí, y no metería la mano al fuego por la fidelidad de su transcripción (como en general de nada que se tome de la red sin cotejarlo antes con otra fuente, preferiblemente impresa), confío en que las emociones que están en juego en el relato, su economía y su ritmo admirables, y sobre todo la conmovedora hondura humana que añade la última frase, resulten a sus nuevos primeros lectores tan cristalinos como hace una década me lo parecieron a mí.

La corista
Por Anton Chéjov

En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un paseo.
De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.
—Será el cartero, o una amiga— dijo la cantante.
Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.
La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de subir una alta escalera.
—¿Qué desea? —preguntó Pasha.
La señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor y se sentó como si se sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un largo rato sus pálidos labios, tratando de decir algo.
—¿Está aquí mi marido? —preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus grandes ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.
—¿Qué marido?— murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le enfriaban los pies y las manos—. ¿Qué marido?— repitió, empezando a temblar.
—Mi marido… Nikolai Petróvich Kolpakov.
—No… no, señora… Yo… no sé de quién me habla.
Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varias veces el pañuelo por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno, contuvo la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como petrificada, y la miraba asustada y perpleja.
—¿Dice que no está aquí? —preguntó la señora, ya con voz firme y una extraña sonrisa.
—Yo… no sé por quién pregunta.
—Usted es una miserable, una infame…— balbuceó la desconocida, mirando a Pasha con odio y repugnancia—. Sí, sí… es una miserable. Celebro mucho, muchísimo, que por fin se lo haya podido decir.
Pasha comprendió que producía una impresión pésima en aquella dama vestida de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y sintió vergüenza de sus mejillas regordetas y coloradas, de su nariz picada de viruelas y del flequillo siempre rebelde al peine. Se le figuró que si hubiera sido flaca, sin pintar y sin flequillo, habría podido ocultar que no era una mujer decente; entonces no le habría producido tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella señora desconocida y misteriosa.
—¿Dónde está mi marido? —prosiguió la señora—. Aunque es lo mismo que esté aquí o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están buscando a Nikolai Petróvich… Lo quieren detener. ¡Para que vea lo que usted ha hecho!
La señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la miraba perpleja: el miedo no la dejaba comprender.
—Hoy mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel —siguió la señora, que dejó escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento ofendido y el despecho—. Sé quién lo ha llevado hasta esta espantosa situación. ¡Miserable, infame; es usted una criatura repugnante que se vende al primero que llega! Los labios de la señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y arrugó la nariz con asco. —Me veo impotente… sépalo, miserable… Me veo impotente; usted es más fuerte que yo, pero Dios, que lo ve todo, saldrá en defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo! Le pedirá cuentas de cada lágrima mía, de todas las noches sin sueño. ¡Entonces se acordará de mí!
De nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la habitación y se retorcía las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin comprender, y esperaba de ella algo espantoso.
—Yo, señora, no sé nada —articuló, y de pronto rompió a llorar.
—¡Miente! —gritó la señora, mirándola colérica—. Lo sé todo. Hace ya mucho que la conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos los días.
—Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que vienen, pero yo no fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.
—¡Y yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha llevado dinero de la oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted. Escúcheme— añadió la señora con tono enérgico, deteniéndose ante Pasha—: usted no puede guiarse por principio alguno. Usted sólo vive para hacer mal, ése es el fin que se propone, pero no se puede pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos… Si lo condenan y es desterrado, mis hijos y yo moriremos de hambre… Compréndalo. Hay, sin embargo, un medio para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y la vergüenza. Si hoy entrego los novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Sólo son novecientos rublos!
—¿A qué novecientos rublos se refiere? —preguntó Pasha en voz baja—. Yo… yo no sé nada… No los he visto siquiera…
—No le pido los novecientos rublos… Usted no tiene dinero y no quiero nada suyo. Lo que pido es otra cosa… Los hombres suelen regalar joyas a las mujeres como usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi marido!
—Señora, él no me ha regalado nada —elevó la voz Pasha, que empezaba a comprender.
—¿Dónde está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno. ¿Dónde ha metido todo eso? Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba irritada y le he dicho muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone. Usted debe de odiarme, lo sé, pero si es capaz de sentir piedad, póngase en mi situación. Se lo suplico, devuélvame las joyas.
—Hum… —empezó Pasha, encogiéndose de hombros—. Se las daría con mucho gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada, puede creerme. Aunque tiene razón —se turbó la cantante—: en cierta ocasión me trajo dos cosas. Si quiere, se las daré…
Pasha abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una pulsera hueca de oro y un anillo de poco precio con un rubí.
—Aquí tiene —dijo, entregándoselos a la señora.
Ésta se puso roja y su rostro tembló; se sentía ofendida.
—¿Qué es lo que me da? —preguntó—. Yo no pido limosna, sino lo que no le pertenece… lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi marido… a ese desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con él en el muelle, llevaba usted unos broches y unas pulseras de gran valor. No finja, pues; no es un corderillo inocente. Es la última vez que se lo pido: ¿me da las joyas o no?
—Es usted muy extraña… —dijo Pasha, que empezaba a enfadarse—. Le aseguro que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera y este anillo. Lo único que traía eran pasteles.
—Pasteles… —sonrió irónicamente la desconocida—. En casa los niños no tenían qué comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a devolverme las joyas?
Al no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con la mirada perdida en el espacio.
“¿Qué podría hacer ahora? —se dijo—. Si no consigo los novecientos rublos, él es hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria. ¿Qué hacer, matar a esta miserable o caer de rodillas ante ella?”.
La señora se llevó el pañuelo al rostro y rompió en llanto.
—Se lo ruego —se oía a través de sus sollozos—: usted ha arruinado y perdido a mi marido, sálvelo… No se compadece de él, pero los niños… los niños… ¿Qué culpa tienen ellos?
Pasha se imaginó a unos niños pequeños en la calle, llorando de hambre. Ella misma rompió en sollozos.
—¿Qué puedo hacer, señora? —dijo—. Usted dice que soy una miserable y que he arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he recibido nada de él… En nuestro corro, Motia es la única que tiene un amante rico; las demás salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre culto y delicado, y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.
—¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro… me humillo… ¡Si quiere, me pondré de rodillas!
Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles frases, como en el teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante ella: y eso por orgullo, movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la corista.
—Está bien, le daré las joyas —dijo Pasha, limpiándose los ojos—. Como quiera. Pero tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich… me las regalaron otros señores. Pero si usted lo desea…
Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de diamantes, una sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a la señora.
—Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! —siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se iba a poner de rodillas—. Y, si usted es una persona noble… su esposa legítima, haría mejor en tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino…
La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y dijo:
—Esto no es todo… Esto no vale novecientos rublos.
Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos:
—Es todo lo que tengo… Registre, si quiere.
La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un pañuelo, y sin decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle.
Abrióse la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido y sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio. En sus ojos brillaban unas lágrimas.
—¿Qué joyas me ha regalado usted? —se arrojó sobre él Pasha—. ¿Cuándo lo hizo, dígame?
—Joyas… ¡Qué importancia tienen las joyas! —replicó Kolpakov, sacudiendo la cabeza—. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado…
—¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! —gritó Pasha.
—Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura… Hasta quería ponerse de rodillas ante… esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta este extremo! ¡Lo he consentido!
Se llevó las manos a la cabeza y gimió:
—No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí… canalla! —gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos temblorosas—. Quería ponerse de rodillas… ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!
Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de mantenerse alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció.
Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato, y se creía ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado sin razón alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.
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El libro en el que leí el relato de Chéjov sin duda es La corista y otros cuentos, Madrid, Alianza Cien, 1995. Traducción de Juan López Morillas.

Los retratos de Chéjov que ilustran este post pertenecen a algunas páginas rusas de la red. Nótese, en el último de ellos, cómo es perceptible que el fotógrafo silbó o hizo algún ruido llamativo a los perros que aparecen con el gran cuentista y dramaturgo ruso, en el momento en que lo realizó. El retrato de Ana Barberena se lo tomé yo mismo a principios de 2010 en la Hacienda de Chinameca, lugar donde fue asesinado Emiliano Zapata.

Más sobre Ana Barberena en este blog:
Ruta de Emiliano Zapata, http://bit.ly/177zC7U
Refrigerador, http://bit.ly/18dkJRW
Códice Borgia: lámina 61 (detalle), http://bit.ly/18dkAhk


domingo, 18 de agosto de 2013

Epístola a Horacio


Precisamente cuando consideraba dedicar un post al poema juvenil de Marcelino Menéndez Pelayo, aparece en mi auxilio Antonio Alatorre. El filólogo jalisciense hizo la crítica de un autor que llevó al absurdo sus admiraciones pelagianas, y comentó de paso la Epístola. Agradecido y entusiasmado, yo, que acabo de dar con su concisa descripción de la naturaleza de unos versos publicados por primera vez hace más de 130 años, he decidido servirme de sus palabras para presentar el poema a los lectores de Siglo en la brisa.
Mi agradecimiento va también para Fernando Escalante Gonzalbo, quien hace un par de semanas me regaló dos libros de Alatorre editados por El Colegio de México: Ensayos sobre crítica literaria, en el que aparece la oportuna nota, y Estampas, una extraordinaria serie de semblanzas de Juan Rulfo, Juan José Arreola, Octavio Paz, María Rosa Lida de Malkiel o Alfonso Reyes, entre otros, que he leído de un gozoso tirón. A continuación reproduzco el poema, antecedido por la nota. Sólo me resta añadir que la Epístola me gusta más que a Alatorre, cosa que confirmo ahora que vuelvo a ella por tercera o cuarta vez. Si bien comparto la opinión del gran filólogo, que la considera apenas una curiosidad de la historia de la literatura española, nunca deja de seducirme la emoción que el jovencísimo Marcelino logró poner en los mejores momentos de su carta al poeta de Venusia. 
"La Epístola a Horacio de Menéndez Pelayo, aplaudidísima en otros tiempos y tenida por joya poética, ocupa hoy una vitrina modesta, aunque bien merecida, en el museo de curiosidades históricas. En 1876, cuando la compuso, tenía Menéndez Pelayo veinte años apenas, pero ya había publicado varios escritos de erudición y de crítica que habían dejado sorprendidos a sus profesores. Lo que Saint-Beuve fue en el siglo XIX para las letras francesas, o Francesco de Sanctis para las italianas, o Saintsbury para las inglesas, eso o algo por el estilo iba a ser Menéndez Pelayo unos cuantos años después para la literatura de lengua española. Pero seguramente ningún gran crítico ha iniciado su carrera con una declaración de ideales estéticos tan hecha ya, tan de una pieza, tan impresionantemente monolítica. Cierto es que, con el correr de los años, Menéndez Pelayo fue haciéndose menos tieso, menos dogmático y más flexible, pero sus axiomas críticos, los principios en que se fundaba para llevar a cabo la tarea básica de la crítica literaria —la tarea elementalísima de distinguir entre lo que “sirve” y lo que “no sirve”—, siguieron siendo, en líneas generales, los asentados ya en la “Epístola a Horacio”. Este poema de casi doscientos cincuenta endecasílabos sueltos es una rendida declaración de amor al poeta romano:

La belleza eres tú: tú la encarnaste
como nadie en el mundo la ha encarnado…

y es también un enfático rechazo a las 'nieblas hiperbóreas', o sea de todo aquello que en la poesía moderna se inició con la revolución romántica: desde Hölderlin y Novalis hasta, digamos, Baudelaire".
Antonio Alatorre
(Ensayos sobre crítica literaria, primera edición corregida y aumentada, 
El Colegio de México, 2012, pp. 161-162.)



Epístola a Horacio    
Marcelino Menéndez Pelayo
Yo guardo con amor un libro viejo,
       de mal papel y tipos revesados,
       vestido de rugoso pergamino.
       En sus hojas doquier, por vario modo,
       de diez generaciones escolares,
       a la censoria férula sujetas,
       vese la dura huella señalada.
       Cual signos cabalísticos retozan
       cifras allí de incógnitos lectores,
       en mal latín sentencias manuscritas,
       lecciones varias, apotegmas, glosas,
       escolios y apostillas de pedantes,
       innumerables versos subrayados,
        y addenda y expurganda y corrigenda,
       todo pintado con figuras toscas
       de torpe mano, de inventiva ruda,
       que algún ocioso en solitarios días
       trazó con tinta por la margen ancha
       del tantas veces profanado libro.
            Y ese libro es el tuyo ¡oh gran maestro!
       mas no en tersa edición rica y suntuosa;
       no salió de las prensas de Plantino,
       ni Aldo Manucio le engendró en Venecia,
       ni Estéfanos, Bodonis o Elzevirios
       le dieron sus hermosos caracteres.
       Nació en pobres pañales: allá en Huesca
       famélico impresor meció su cuna:
       ad usum scholarum destinóle
       el rector de la estúpida oficina,
       y corrió por los bancos de la escuela,
       ajado y roto, polvoroso y sucio,
       el tesoro de gracias y donaires
       por quien al Lacio el ateniense envidia.
            ¡Cuántos se amamantaron en sus hojas,
       a cuántos quitó el sueño ese volumen,
       lidiando siempre por alzar el velo
       que tus conceptos al profano oculta!
       ¡Cuánto diste suavísimo deleite
       a quien perseveró en la ruda empresa,
       y cuánto de sudor y de fatiga
       a ignorantes y estólidos alumnos!
       Hiciste germinar a tu contacto
       miles de ideas en algún cerebro,
       llenástele de luz y de armonía,
       y al influjo potente de tu ritmo,
       el ritmo universal le revelaste.
       Por ti la antigüedad se alzó a sus ojos;
       por ti Venus Urania, de los cielos
       bajó a las mentes de adorarla dignas
       y allí habitando cual perfecta idea
       dio vida a su pensar, norma a su canto,
       ¡Cuánta imagen fugaz y halagadora,
       al armónico son de tus canciones
       brotando de la tierra y del Olimpo,
       del escolar en torno revolaban,
       que ante la dura faz de su maestro
       de largas vestimentas adornado,
       absorto contemplaba sucederse
       del mundo antiguo los prestigios todos:
       clámides ricas y patricias togas,
       quirites y plebeyos, senadores,
       filósofos, augures, cortesanas,
       matronas de severo continente,
       esclavas griegas de ligera estola,
       sagaces y bellísimas libertas,
       aroma y flor en lechos y triclinios,
       múrrinos vasos, ánforas etruscas:
       en Olimpia, cien carros voladores,
       en las ondas del Adria, la tormenta,
       en el cielo, de Júpiter la mano,
       la Náyade en las ondas de la fuente,
       y allá en el valle tiburtino oculta
       la dulce granja del cantor de Ofanto,
       por quien los áureos, venusinos metros
       en copioso raudal se precipitan
       al ancho mar de Píndaro y de Safo.
           Yo también a ese libro peregrino,
       arca santa del gusto y la belleza,
       con respeto llegué, sublime Horacio:
       yo también en sus páginas bebía
       el vino añejo que remoza el alma:
       todo en ti lo encontré, rey de los himnos,
       mente pelasga, corazón romano,
       el vuelo audaz, la sentenciosa flecha,
       la ática sal, las mieles del Himeto.
       El ditirambo que a los cielos toca,
       el canto de Eros que inspiró Afrodita,
       el Otium Divos que la mente aquieta,
       y el júbilo feroz con que en las cumbres
       del Citerón, en la ruidosa noche,
        su leve tirso la Bacante agita.
           La belleza eres tú: tú la encarnaste
       como nadie en el mundo la ha encarnado.
       A tu triunfal corona las preseas
       Grecia engarzó de su mejor tesoro:
       rindióte Jonia las melosas voces
       con que Anacreón arrulló a Batilo,
       Tebas el ritmo en que de Dirce el genio
       loara al púgil en la lid triunfante
       y al vencedor en la cuadriga rauda:
       del enemigo de Licambo hubiste
       el crudo hierro convertido en yambo,
       la alada estrofa en que de Cleis la madre
       supo inflamar con férvidos amores
       a bien trenzadas vírgenes lesbianas,
       y el son de Alceo, entre borrascas hórridas,
       al opresor de Mitilene infausto.
       Todo, rey de la lira, lo abarcaste,
       pusiste en todo la medida tuya,
       el ne quid nimis ¡sobriedad eterna!
       la concisión, secreto de tu numen.
       En torrentes de números sonoros
       despéñase tu ardiente fantasía,
       mas nunca pasa el término prescrito
       por la armónica ley que a los helenos
       las hijas de Mnemósine enseñaron.
       ¡Tiempo feliz de griegos y latinos!
       Calma y serenidad, dulce concierto
       de cuantas fuerzas en el hombre moran,
       eterna juventud, vigor eterno,
       culto sublime de la forma pura,
       perenne evocación de la armonía!
       ¡Bárbaros hijos de la edad presente!
       Horacio, ¿lo creerás?, graves doctores
       afirman que los hórridos cantares
       que alegran al sicambro y al scita
       o al germano tenaz y nebuloso,
       oscurecen tus obras inmortales
       labradas por las manos de las Gracias,
       cual por diestro cincel mármol de Paros.
       ¡Lejos de mí las nieblas hiperbóreas!
       ¿Quién te dijera que en la edad futura
       de teutones y eslavos el imperio
       en la ley, en el arte y en la ciencia
       nuestra raza latina sentiría,
       y por nombres por ti no pronunciables,
       porque en tu hermosa lengua mal sonaran,
       el habla de los dioses enturbiando,
       tu nombre borrarían?
                                         Orgullosos
       allá arrastren sus ondas imperiales
       el Danubio y el Rhin antes vencidos.
       Yo prefiero las plácidas corrientes
       del Tíber, del Cefiso, del Eurotas,
       del Ebro patrio o del ecuóreo Betis.
       ¡Ven, libro viejo, ven, alma de Horacio!
       Yo soy latino y adorarte quiero:
       anímense tus hojas inmortales.
       Que Régulo otra vez alce la frente,
       y el beso esquive de la casta esposa,
       y el pueblo aparte que su paso impide
       y a los tormentos inmutable torne:
       que entre las ruinas del vencido mundo
       caiga el atroz Catón nunca domado:
       que Druso a los Vindélicos aterre,
       como el ave de Jove fulminante
       desciende sobre tímida bandada:
       que las torres de Ilión maldiga Juno,
       dos veces humilladas en el polvo,
       de Laomedón por la perfidia insana,
       por el inicuo juez y la extranjera:
       que de Palas la égida sonante
       a los Titanes otra vez resista:
       que las Danaides el acero empuñen
       y en sangre tiñan los nupciales lechos:
       que el níveo toro a la de cien ciudades
       Creta, conduzca la robada ninfa;
       que los corceles del rugiente trueno
       lance el Saturnio por el aire vago,
       y se estremezca desquiciado el orbe,
       mas nunca el pecho del varón constante.
           ¡Ven, libro viejo, ven, roto y ajado!
       Quiero embriagarme de tu añejo vino,
       a Baco ver entre escarpados montes,
       a Fauno amante de ligeras ninfas,
       a Hermes facundo y al intonso Cintio!
       Quiero vagar por los amenos bosques
       donde la abeja susurró de Tíbur,
       y en los brazos de Lidias y Gliceras
       posar la frente, al reclinar la tarde,
       orillas de la fuente de Blandusia;
       o ante la puerta de la dura Lyce
       que el Aquilón con ímpetu sacude,
       amansar su rigor con mis querellas;
       o volar con la nave de Virgilio
       que hacia las playas áticas camina
       y guarda la mitad del alma tuya.
       ¡Suenen de nuevo, Horacio, tus lecciones!
       Canta la paz, la dulce medianía,
       el Eheu fugaces que cual sueño vuela,
       el Carpe diem que al placer anima,
       el Rectius vives que enaltece el alma.
       canta de amor, de vinos y de juegos,
       canta de gloria, de virtudes canta.
           ¡Siempre admirable! Recorrer contigo
       quiero las calles de la antigua Roma,
       con Damasipo conversar y Davo,
       reírme de epicúreos y de estoicos,
       viajar a Brindis, escuchar a Ofelo,
       sentarme en el triclinio de Mecenas,
       y aprender los preceptos soberanos
       que dictaste festivo a los Pisones.
           Vengan dáctilos, yambos y pirriquios
       caldeados en tu fragua creadora.
       Que se entrelacen en vistoso juego,
       y dancen cual las ninfas desceñidas
       que con rítmico pie baten la tierra.
       La antigüedad con poderoso aliento
       reanime los espíritus cansados;
       y este hervir incesante de la idea,
       esta vaga, mortal melancolía
       que al mundo enfermo y decadente oprime,
       sus fuerzas agotando en el vacío,
       por influjo de nieblas maldecidas
       que abortó el Septentrión, ante su lumbre
       disípense otra vez. Torne el radiante
       Sol del Renacimiento a iluminarnos,
       cual vencedor de bárbaras tinieblas.
       Otro siglo lució sobre el Oriente,
       los pueblos despertando a nueva vida,
       vida de luz, de amor y de esperanza.
       Helenos y latinos agrupados
       una sola familia, un pueblo solo,
       por los lazos del arte y de la lengua
       unidos, formarán. Pero otra lumbre
       antes encienda el ánima del vate:
       él vierta añejo vino en odres nuevos,
       y esa forma purísima pagana
       labre con mano y corazón cristianos.
           ¡Esa la ley será de la armonía!
       Así León sus rasgos peregrinos
       en el molde encerraba de Venusa,
       así despojos de profanas gentes
       adornaron tal vez nuestros altares,
       y de Cristo en Basílica trocóse
       más de un templo gentil purificado.
           ¡Adiós, adiós, liberto venusino!
       En vano el Septentrión hordas salvajes
       de nuevo lanzará: sobre el estrago
       triunfante se ha de alzar el libro viejo,
       de mal papel e innúmeras erratas,
       que con amor en mis estantes guardo.

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Copio el poema de las obras completas de Menéndez Pelayo que tiene en línea la Fundación Ignacio Larramendi, http://bit.ly/13aMMQu, pero lo corrijo con la versión que aparece en un libro que guardo en mis estantes: Odas y épodos de Horacio. Traducido por los más grandes ingenios españoles, según la selección de Marcelino Menéndez Pelayo. Lípari Ediciones, Madrid, 1992.

El espléndido retrato de Antonio Alatorre es de la fotógrafa norteamericana Toni Beatty y fue hecho en 1984. Gracias a Sergio Téllez-Pon por proporcionármelo y a Miguel Ventura por darme el crédito de su autoría. La foto del monumento de Horacio es de la Wikipedia.

Más sobre los temas de este post en Siglo en la brisa:
Menéndez Pelayo hace la crítica de Stendhal, http://bit.ly/1cnqJhF
Sobre Horacio, http://bit.ly/Q34dMt
Sobre Alfonso Reyes, http://bit.ly/1b51TQv
Sobre María Rosa Lida de Malkiel, http://bit.ly/Uynw4I