jueves, 29 de mayo de 2014

Rincocelo


Con un pequeño poema publicado en Luvina en marzo de 2010, Gerardo Deniz rompió un silencio de varios años. Luego no volvió a publicar nada hasta hace cinco meses. Desde entonces el ritmo ha ido en aumento: en octubre dio a Crítica el poema “Patria”, en el que aprovecha el relato de su única visita a su natal España en más de siete décadas para hacer un recuento de su vida amorosa; en enero publicó en Este País “Mosca”, que da cuenta de las vicisitudes de una mosca infectada por un hongo, que sobrevuela el Pedregal de San Ángel. Por último apareció, de nuevo en Luvina, una serie de tres textos de temas florentinos. Ahora se suma “Rincocelo”, lleno de alusiones a otros lugares de su propia obra. Todos esos poemas forman parte de un libro en preparación que ya tiene título. Si todo sale bien, verá la luz antes de que acabe el año. (FF)


Rincocelo
Por Gerardo Deniz
Un hábil nemertino sibarita creó el ano.
Recibió congratulaciones, elogios, palmas
y la medalla al mérito ciudadano.
Deseoso de escapar de tanto honor,
enfiló los voluptuosos movimientos
de su ondulante cuerpo vermiforme
hacia la vecina Siracusa,
por presentar su invención al Maestro de Oxidente.
Pero las noticias van despacio bajo el agua
y hasta haber llegado no supo
que el tal Maestro había partido ya (y malamente).
Sólo pudieron mostrarle la alcoba de hotel (que mira al oriente)
que había servido de sala de espera a Rúnika
y a su más rendido admirador
(pace armenio a quien no conozco, pero hace bellas portadas).
En la cabecera se apiñaban las crucecitas
arañadas con una horquilla femenina.
Sólo supieron decirle que aquellos pasados huéspedes
iban, según los periódicos, a buscar la gloria entrando por Pamir.
El nemertino no dio las gracias y retornó al mar.
Desde dentro del agua se miró en el espejo del techo
y halló poco sibarítico su gesto.
Taciturno, se dejó llevar por las corrientes.
Fue comprendiendo que ni él ni ninguna compañera de fílum
alcanzarían nunca los supremos beneficios de su brillante invención:
hubiese sido precisa una revolución morfológica que los transformase en otro.
Largo rato encalló y yació en las arenas de Esfacteria.
Su faz, nunca muy expresiva,
era la de quien, al salir de casa de Trofonio,
tratara de cobrar ánimos presenciando un bailete de djinns.
Para colmo tuvo una visión:
sobre el box spring tendida desnuda bocabajo,
cruzada de brazos, cerrados los ojos,
sobre el pómulo sonriente un binjante de aurícula delicada
y al sur de la criatura, sabiamente empinada para exaltación del ejecutante
la hurdy-gurdy; esperando
vueltas apasionadas a la manivela
(o vaivenes, por medio de una biela
—no cometaria y deleznable por un Júpiter cualquiera)
que, adentro, da vueltas a un sinfín
engranado a las quintas paralelas de su doble hélice,
que arranca de piñones, ruedas catalinas y demás vísceras ocultas y resbaladizas,
parafernalia del viscoso amor.
Un espasmo estupendo (pero hoy por hoy, ay, harto rústico)
hizo vibrar al largo nemertino,
como una piragua atacada por los sarracenos.
Incontables pilidios debieron de nacer de aquel derroche.
El mundo es cabrón, lo sabemos.

El rincocelo inventor murió a la vista de Citeres.
Su invento no abrió lo mejor de su violeta para él. Qué ironía.

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Este poema apareció originalmente el pasado sábado 17 de mayo en Laberinto, suplmento cultural del periódico Milenio.

La imagen del nemertino es de la red. El retrato del poeta que acompaña esta nota es de Amaranta Chávez. 

Más sobre Deniz en este blog:
Sobre Red de agujeritos, http://bit.ly/12RrW9H
Noticias recientes, http://bit.ly/V95VkF
Cuadernos y dibujos infantiles, http://bit.ly/9dkSDa
Una entrevista de 1993, http://bit.ly/1oyaGVn
De visita en la Escuela Mexicana de Escritores http://bit.ly/1nIVmm1

jueves, 22 de mayo de 2014

Byron en Bradbury


Quizás como otros lectores mexicanos, conocí el célebre poema en las páginas de Crónicas marcianas de Ray Bradbury. Aparece en el cuento que sigue a “Tercera expedición” –que siempre me ha parecido el mejor del volumen–, en un relato titulado precisamente como uno de sus versos, cuando el Capitán Spender contempla las ruinas sin nadie de Marte y es víctima de un arrebato melancólico que lo impulsa a decir el poema a quienes viajan con él.
A mediados de los años ochentas me gustaba decirlo también a mí, invariablemente tomado de la traducción al español que aparece a pie de página en la edición de Minotauro en que lo leí por vez primera. Sin embargo, en mi recuerdo de esos tiempos el poema no aparece relacionado con un planeta remoto y desolado sino con Oaxaca, lo que se debe a que la primera vez que estuve en aquella ciudad, acompañado de Nattie Golubov y Fernando Rodríguez Guerra, Fernando se lo sabía de memoria, como tanta poesía valiosa que mi entrañable amigo ha retenido de manera exacta durante largos y largos años.
Si es cierto que he sido fiel a la versión española que está reproducida en el pie de página del libro de Bradbury, cuyos traductores tuvieron el buen gusto de ofrecerlo en inglés, no lo he sido menos al poema mismo en su lengua original, en el que a la belleza y la hondura naturales de lo que se dice en sus versos –hondura y belleza empapadas de genuina melancolía romántica–, hay que añadir las virtudes que hacen de él un pequeño portento de ritmo y precisión.
Con todo, quizás lo que más me gusta de él es su inicio in media res, si puedo llamarlo de esa manera, con ese “So” seguido de una coma que en español me parece que se traduce bien con la expresión “Por lo tanto”, recurso que lo presenta como el resultado de una argumentación anterior, que no conocemos, que ya ha sido enunciada, y cuyo resultado se me aparece cargado de una resignación y una tristeza irresistibles.
Según se dice, Byron escribió el poema en medio de una tremenda resaca en unos días de disipación en el carnaval de Venecia, y se lo envió por carta a Thomas Moore el 28 de febrero de 1817, quien lo publicó en su Letters and Journals of Lord Byron, with Notices of his Life, seis años después de la muerte del poeta. En la carta, Byron había escrito, si traduzco bien: “Siento que ‘la espada ha desgastado la vaina’ aunque apenas he cumplido 29 años”. El poema está basado en el estribillo de una canción escocesa, The Jolly Beggar [algo sí como El feliz pordiosero] que dice:

And we’ll gang nae mair a roving
Sae late into the nicht.

Como sea, ahora que se me ocurre volver a echarle un ojo y recomendarlo a quienes siguen Siglo en la brisa, si es que hay alguien que no lo conozca, lo copio de mi edición del segundo volumen de la Norton Antology de literatura inglesa que me acompaña desde los días que viví en casa de Nattie en Londres.

Por lo tanto nunca más pasearemos
Por Lord Byron
Por lo tanto nunca más pasearemos
    hasta las altas horas de la noche,
aunque el corazón siga enamorado
    y aunque siga brillando la luna.

Pues la espada gasta la vaina
    y el alma gasta el pecho,
y el corazón debe detenerse para tomar aliento,
    y el mismo amor debe descansar.

Aunque la noche fue hecha para amar,
    y el día vuelve demasiado pronto,
nunca más pasearemos a la luz de la luna.


So We'll Go no More a Roving

So, we'll go no more a roving
    So late into the night,
Though the heart be still as loving,
    And the moon be still as bright.

For the sword outwears its sheath,
    And the soul wears out the breast,
And the heart must pause to breathe,
    And love itself have rest.

Though the night was made for loving,
    And the day returns too soon,
Yet we'll go no more a roving
    By the light of the moon.

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Aunque sabía que era imposible, no he dejado de echar un ojo a ver si hay por ahí siquiera un daguerrotipo de Byron. El viaje, que se presentaba poco promisorio, tuvo una cierta recompensa porque la revisión de las fechas por lo menos me regaló una sonrisa: la Vista desde la ventana de Nièpce, famosa primera fotografía de la historia, fue tomada en 1826, dos años después de la muerte del poeta en Grecia.

El retrato a lápiz de Bradbury es de Franco Clun. (Más sobre su trabajo en http://francoclun.deviantart.com/)

Algunas entradas de Siglo en la brisa relacionadas en este post:
Cinco poemas de El ciclismo y los clásicos, http://bit.ly/1jDNPPA
A la puerta de Salvador Elizondo, http://bit.ly/1lsb8yl
Catulo y la palabra “beso”, http://bit.ly/OTy5Ry



viernes, 9 de mayo de 2014

El niño Arreola se aprende La suave Patria


(La hermosa escena infantil contada por el propio Arreola, que poco antes de cumplir doce años se aprendió de memoria el gran poema de López Velarde para decirlo en público en el homenaje de un héroe local llamado Gordiano Guzmán, no tiene desperdicio. Ni siquiera me parece que necesite presentación, si no es para decir que tomo el texto de Ramón López Velarde: el poeta, el revolucionario. Alfaguara, México, 1997, págs. 127-130)

por Juan José Arreola
Pero debí comenzar diciendo que fue allá, en Zapotlán y en 1930, creo que por el mes de junio y cuando la milpa está ansinita de grande: “Mañana vas a recitar este poema, apréndetelo ahora mismo de memoria”. Así me dijo mi padre al darme un viejo ejemplar de Revista de Revistas: a doble página vi La suave Patria publicada por primera vez para el gran público, ya que antes sólo apareció en El Maestro, revista idónea, creada por Vasconcelos cuando fue ministro de educación. En medio del marco tipográfico que le hicieron los formadores de Revista de Revistas venía el retrato del poeta: Ramón López Velarde de perfil. 
Mi padre le tuvo predilección desde que lo conoció en Guadalajara, cuando mi tío José María pronosticaba los temblores del volcán de Colima, y Ramón lo defendió contra la furia anticlerical del gobernador Robles Gil. Mi padre y el poeta nacieron en el mismo año de 1888, y tienen para mí la misma cara: un biotipo de mestizos sonrosados y trigueños, con el mismo recorte de bigotes, cuello de pajarita, mancuernillas de plata dorada, trajes rigurosos, zapatos de botones en dos vistas de oscaria y de charol. Polainas, guantes y bastón en cada día de domingo, a la salida de misa de once, esperando a las muchachas divertidamente endomingadas.
—¿Pero cómo voy a decir estos versos? (Yo sólo había recitado hasta entonces breves y cándidos poemas).
—Como si los hubieras escrito tú mismo.
—Pero si hay muchas cosas que no entiendo.
—Ni yo tampoco. Ni creo que López Velarde.
Lo cierto es que me pasé todo el día leyendo, estudiando y repitiendo los versos sueltos y las estrofas del poema. ¿Saben dónde? Sentado al volante atril de un automóvil estacionado en el corredor, ante la puerta de la cocina, la que daba el patio, y que mi padre utilizaba como unidad motriz para todas sus labores domésticas de molienda. Una de las llantas traseras, alzada sobre un gato de ladrillos, servía de polea distribuidora y hacia girar los molinos de la casa, el de nixtamal, el de café y de chocolate, el de la canela y el del pinole…
Mientras en la cocina ardían hornillas y fogones dispuestos alrededor de un gran brasero central, y mientras se torteaban las tortillas en ese aplauso de manos enjuagadas en machihuis de barro colorido, y mientras palpitaban todos los hervores de los caldos y las sopas, y mientras chirriaban las carnes asadas y fritas, y en los cazos de cobre, lenta y acompasadamente meneados, se iba solidificando la leche de los jamoncillos y chiclosos, y se espesaba la pasta de duraznos y membrillos y guayabas, y se redondeaban en miel los tejocotes, y se ovalaban los higos y las peras, y rezumaban sus aromas y sabores distintos los membrillos, las manzanas y los camotes y las calabazas, yo repasaba las estrofas de La suave Patria en compañía de mi hermana mayor, Elena, la que me enseñó a saborear cada palabra de Ramón como si fuera la cada vez mejor de todas las golosinas de este mundo.
A la mañana siguiente, Elena me tomó entera la lección y era cierto: yo me sabía en 1930, a los 12 años de edad, pero antes de cumplirlos, La suave Patria de memoria, esa lección de amor que todavía repito sin entender: la de quien debe amar a México, a pesar de que se me quiten las ganas de hacerlo al darme cuenta de lo que soy: un mal hijo, como casi todos ustedes. 
Finalmente, recité La suave Patria por entero, y de memoria, este poema que ahora trato de leer con ustedes, de todo corazón. Para ver si llego a entenderlo. Por de pronto, y antes de saber lo que decía, yo recité el gran poema en la inauguración del monumento a don Gordiano Guzmán, un supuesto héroe local.
Lo cierto es que recité La suave Patria a voz en cuello a la mitad de una plaza pueblerina. Pero es más cierto todavía que mi hermana Elena estaba escondida detrás del monumento, no mayor que su estatura, pero invisible entre guirnaldas de papel de china, ramos de laureles silvestres y palapas tropicales en lugar de palmas de victoria. Con el texto en la mano, mi hermana me siguió palabra por palabra a lo largo del poema, como la red que protege en el circo la caída del alambrista. Pero no me caí. Elena me iba diciendo, como se lo dice a la orquesta un gran director, lo que verdaderamente hacía falta decir: “Haz una pausa, despacio, más aprisa, más alto, no grites, dilo como si estuvieras diciendo lo que más te gustaría decir. Ahora viene lo de Cuauhtémoc. Quédate callado, como si se te olvidara lo que sigue. O más bien, porque no tienes fuerzas para decirlo. Pero ahora dilo, no te queda más remedio, pero muy lento, muy despacio, muy profundamente, como si estuvieras hablando desde el fondo de un pozo, esto es, más allá de ti mismo”. Yo me quedé callado, oyendo a mi hermana, pero de pronto comencé a decir con una voz que ahora me parece sobrenatural porque la estaban oyendo, en esa mañana única en mi vida, las señoras y los señores de mi pueblo, las autoridades civiles y militares, y todos mis compañeros de escuela, y todas, toditas las niñas y las muchachas y las señoritas del Zapotlán de nuestro entonces.

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Las imágenes que ilustran este post proceden de internet. El retrato de Arreola es de Kati Horna.

Más sobre López Velarde en este blog:
Martha Canfield analiza “Mi prima Águeda”, http://bit.ly/1kUH7pz
Joya inadvertida, http://bit.ly/1ggNc03
Alfonso Camín en la muerte de López Velarde, http://bit.ly/1j1hHJt
El candil (imágenes), http://bit.ly/1hpixv4
Luis Mario Schneider, http://bit.ly/1fEvsw4