domingo, 31 de julio de 2011

A la puerta de Salvador Elizondo

Me pareció imposible que hubiera lugar sobre Francisco Sosa, así que decidí estacionarme detrás de la Plaza de Santa Catarina, del lado de la calle de Progreso, a la altura de la casa de Salvador Elizondo —que apareció de repente a mi derecha, en la esquina con Tata Vasco, con sus inconfundibles paredes blancas y su celosía de ladrillo y su grupo de robustos colorines sin podar. 
Como aquel lunes era el primer día de clases de la Eme, la escuela de escritores recién fundada por un grupo de profesores y alumnos del que formo parte, me dije en broma que estacionarme delante de la puerta de mi antiguo maestro, exactamente como si fuera a visitarlo a él, me permitiría hacer una suerte de oportuno statement. Cuando el lunes siguiente regresé a dar mi clase me di cuenta de que ese día, por lo menos a aquellas horas, suele haber bastante sitio sobre el costado de la plaza que da a Francisco Sosa, e incluso también sobre esa calle, en la que está situada la escuela, por lo que desde entonces no he vuelto a estacionarme en otro lugar.
Mi pequeño manifiesto en broma cobró seriedad en la tercera clase, en cuanto escogí como referencia bibliográfica básica para mi curso el libro que usaba Elizondo a mediados de los años ochenta en aquel “Seminario” de poesía que daba en la Facultad de Filosofía y Letras al que tuve la enorme fortuna de asistir. Si es cierto que para otros cursos similares he optado por el Ómnibus de poesía mexicana, que satisface mejor algunos aspectos que me interesan, esta vez me pareció que debía optar por un libro que además de servir de muestrario de las nociones básicas del oficio (metro, acentuación, rima, etc.), me permitiera desplegar un panorama de lo mejor de nuestra tradición lírica.
El libro, llamado Museo poético, es una antología hecha por el propio Elizondo en los años setenta para el curso que ofrecía a los alumnos extranjeros de la Escuela de Cursos Temporales de la UNAM. Está armado a partir de un cuerpo central, una selección de la poesía mexicana que va del modernismo a los días contemporáneos, estratégicamente colocada entre una “Retrospectiva” y un “Apéndice documental”. 
Firmado en noviembre de 1973, el ensayo que antecede al conjunto expone los conceptos básicos de la visión elizondiana: el cuadrángulo dentro del que nació la poesía moderna en América y que tiene por lados a Poe, Verlaine, Mallarmé y Darío; los fonemas absolutos y de valor invariable de la lengua española, que limitan sus posibilidades expresivas frente a lenguas como la inglesa o la francesa; y quizás el concepto más importante de todos, el que le da a la antología su naturaleza característica: el que la poesía, como el arte en general, carezca de evolución: “No puede progresar aquello que ignora el fin hacia el que se dirige históricamente”. Elizondo proponía un curso de poesía como si fuera el de una ciencia; es decir, entendiéndola como un gran continuo a través del cual los hallazgos no se contraponen sino se complementan. En otras palabras, nos invitaba a hacer el seguimiento de determinados recursos a lo largo del tiempo y de cómo se fueron modificando y enriqueciendo de una época en otra. 
Pero esa visión necesitaba de un contexto, que era el que su libro proveía: en retrospectiva, primero, con textos de poetas como Gutierre de Cetina, para dar idea del lenguaje poético de España en el momento de su asimilación en América, o Sor Juana, cuyo Primero sueño es según el antólogo el primer poema “moderno” escrito en el continente; y en el apéndice documental, por último, con algunos ejemplos de los poetas fundadores de la expresión moderna: de Poe, Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, José Asunción Silva, Valéry.
La relectura del ensayo que abre la antología me ha devuelto a su clase, que se llamaba “seminario” pero que no funcionaba como tal porque la participación de los asistentes era pasiva —y por supuesto que tratándose de semejante expositor nadie hubiera querido que fuera de otra manera—. La clase se llevaba a cabo en uno de esos salones que ya no recuerdo si por entonces eran nuevos o acababan de ser remozados, que están en los pasillos perpendiculares de la Facultad, una serie de pequeños rectángulos a ambos lados que solían estar atestados de alumnos. Aunque la cita era a las doce en punto del mediodía, Elizondo se presentaba siempre un poco tarde, dejando en nosotros la sensación de que podría darse el caso de que no apareciera, lo que sólo ocurrió una o dos veces. 
Así que unos quince o veinte minutos después de las doce, cuando ya empezábamos a creer que no habría clase, lo veíamos llegar metido en un sempiterno saco parecido al tweed, sin corbata, con zapatos cómodos, invariablemente sonriente y con la cara roja y siempre pelado al ras, y sin demasiados saludos ni prólogos se ponía a disertar con verdadera animación durante una hora y media haciendo énfasis en los detalles curiosos o geniales de sus poemas preferidos, pasándola siempre muy bien. De cuando en cuando alargaba con discreción la mano con un pañuelo para desaparecer una burbuja de saliva que salía proyectada de su boca seca e iba a posarse al ángulo más alejado de la superficie del escritorio, al que por cierto pasaba toda la clase sentado, interpretando un variadísimo recital de recursos expresivos, todo género de gestos y ademanes que eran parte de su forma de hacerse entender, con aquella voz un poco gangosa con la que parecía que siempre estaba un poco en lucha, que nadie que hablara de él era incapaz de no imitar, y de la que salían revestidos de un sello inconfundible y personalísimo aquellos puntos de vista de inteligencia acuciosa y chispeante. 
No recuerdo que haya utilizado el pizarrón ni una sola vez y sin embargo sus exposiciones, de acuerdo a las exigencias de la poesía moderna, como le hubiera gustado decir a él, eran visibles y hasta gráficas. Nunca vi como entonces, y conste que no era la primera vez que lo oía, aquel verso de López Velarde que lo maravillaba repetir igual que si fuera, como sin duda lo es, una verdadera joya de la expresión: “el relámpago verde de los loros”.
Recuerdo muchos de sus comentarios sobre las imágenes (“la imagen”, asunto crucial de la modernidad poética que a él le interesaba en particular) y los versos que más le gustaban, en los que no dejaba de detenerse con gozo con creciente placer y entre sonrisas cada una más ancha, actitud que desmentía ella sola a quienes gustaban de ver con excesiva severidad nuestra tradición literaria. 
Retengo muchísimos de esos versos con todo y sus comentarios específicos, como “las macetas, y macetas, y macetas” del poema de González de León, del que Elizondo decía bromeando a costa del boticario de Lagos que era un ejemplo del “efecto poético por acumulación”, las águilas de Othón, que se incrustan en el paisaje como clavos, las “ancas de cebra” y los “escorzos de serpiente” de las mujeres del poema sáfico de Efrén Rebolledo, el rechinido de la soga del ahorcado en los alejandrinos de Díaz Mirón que nos pedía que escucháramos detrás de las palabras del poema e incluso de las voces de los niños que juegan debajo del patíbulo, y que remata con esa rima imposible, inusitada, fea, que tanto lo divertía, entre las palabras “Tíbulo” y “turíbulo”, y luego, también del gran poeta veracruzano, aquella pareja compuesta por el borrego de gran cornamenta y la oveja de bucles de armiño que aparece en su fantástico “Idilio”, desde entonces uno de mis obras preferidas de toda la poesía mexicana, que “se copulan con ansia que tienta”. 
¿Y qué decir del poema de Novo que tiene unos de los finales, decía él, más fascinantes de nuestra literatura? “Epifania reía y corría / y al fin abrió la puerta / y dejó que la calle entrara en el jardín”.
A pesar de que bien nos advierte en la introducción de su Museo que el elemento anecdótico nos distrae de los textos, y mucho más tratándose de una antología como la suya, que explícitamente lo es de poemas y no de poetas, a Elizondo le gustaba referir en clase que el autor del “Idilio” había inventado una manera de matar, y le encantaba hacer una pequeña representación de cómo era aquel sistema que consistía en inclinar un poco la pistola sobre la parte superior del cuerpo del enemigo, digamos que en el pecho a la altura del hombro, y meter la bala hacia abajo, de manera transversal, como por lo visto hizo en más de una vez Díaz Mirón, para que recorra el mayor trayecto de carne humana haciendo el máximo daño posible.
Otro día Elizondo hizo un alto para comentar un poema más de Novo, llamado “Almanaque”, y nos hizo ver el bellísimo juego de tiempos y espacios que hay en él: “El tiempo nos conduce / por sus casas de cuatro pisos / con siete piezas. Sala, dos recámaras, / comedor, patio, cocina / y cuarto de baño. / Cada día cierra una puerta / que no volveremos a ver / y abre otra sorprendente ventana”. Cuando demostraba lo logrado del juego, en el que los elementos de espacio y tiempo se complementaban y contradecían de manera simultánea, leía los versos que siguen y nos volteaba a ver, sonriendo siempre, confiado en el efecto que nos causarían, para verificar la reacción dibujada en nuestros rostros: “El aire derribó / dos cuartos del último piso / de febrero”…
Gracias a su Museo poético, veinticinco años más tarde, en la casona que alberga la flamante Escuela de Escritores de México y que está sobre Francisco Sosa, apenas del otro lado de la Plaza de Santa Catarina, no muy lejos de la casa que habitó en vida Salvador Elizondo, podré visitarlo los lunes de todas las semanas acompañado de mis alumnos, y él nos estará esperando a la puerta de una casa sonriente frente a la que no es necesario estacionarse porque está hecha de los poemas y la lectura placentera de los versos que a mí y a otros muchos lectores del aquel tiempo nos enseñó a apreciar y habitar.

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Este post está dedicado a mis alumnos del primer semestre de la Escuela Mexicana de Escritores (http://escuelamexicanadeescritores.com/).
Los retratos de Elizondo son de Paulina Lavista.
La foto de su casa en Coyoacán la tomé yo mismo a mediados de los años ochenta, por la época en la que cursaba su Seminario. Pertenece a uno de los rollos que hice por entonces, mayormente con retratos de algunos de mis amigos, asunto del que hablé en “Contra la fotografía de paisaje”, en http://bit.ly/hGvNEG
Sobre la reedición de Museo poético hecha por Aldus en 2002, recomiendo el artículo de Pura López Colomé aparecido en Letras Libres, http://bit.ly/qEZHDA
El retrato de Salvador Novo es de Tomás Montero Torres, cuyo trabajo puede verse en http://archivotomasmontero.org/site/

Más sobre poesía en este blog:
Poesía y tradición, http://bit.ly/fnDg7R
Cinco poemas de El ciclismo y los clásicos, http://bit.ly/nM5zT1
Trilce, XXXIV. Mis poemas preferidos, 6, http://bit.ly/bv99D5

domingo, 24 de julio de 2011

Postales

Las más viejas de mi colección no son exactamente mías: quiero decir que no fui yo su primer destinatario. Si las tengo es porque las puso en mis manos mi tío abuelo Florentino, quien las heredó de una tía suya a la que fueron enviadas en 1912 desde algún lugar de la provincia de Buenos Aires a la aldea del oriente de Asturias en la que vivía, por un novio que la dejó vestida y alborotada y del que no volvió a saberse ni una palabra más. 
Las primeras que yo recibí son de 1981: la serie de imágenes de atardeceres a las que se refiere un poema llamado “Tema de Mayra” que está en Ora la pluma (pág. 33). Es cierto que hay excepciones digamos que prehistóricas de mi propia vida escrita, tal como se verá más abajo. Y luego, de aquí y de allá: no pocas de España, algunas del interior del país, una que otra de lugares tan apartados como Filipinas o Australia. 
Entre ellas conservo algunas que compré y no envié nunca: la del Old London Bridge (1630) de un museo en Kenwood al que fui a conocer un célebre Rembrandt; la de Baruch de Spinoza; la del Picu Urriellu; la de la Casa Milà; la del portentoso Baco y Ariadna de Tiziano, que visité una y otra vez en la National Gallery, y cuyo azul es el más hermoso que he visto en toda mi vida…
Las postales, tal como las hemos mandado y recibido hasta hace no mucho, no deberían desaparecer: me gusta imaginar su viaje a cielo abierto, sin nada que ocultar ni más protección que una estampilla (que en México llamamos timbre). 
Escritas en un género de prosa inconfundible, casi siempre intenso y terminante, aquí cifrado como el morse, allá prolijo onerosamente, colmadas a veces de añadidos en los huecos más improbables o microscópicos, las postales parecen nacidas de una economía lingüística de guerra. Las recibí, como todo el mundo, con relativa frecuencia y las fui guardando junto a las cartas, esas parientas suyas mucho más multitudinarias y socorridas y casi siempre uniformadas de blanco, entre las que permanecen prodigando la felicidad de sus colores que no llevan velo ni necesitan justificación. Este post reúne seis piezas enviadas por algunos de mis amigos cercanos durante las últimas tres décadas.


De Jose. 25 de julio de 1978
Mi primo Jose, que pasa el verano de sus catorce años en un intercambio en la ciudad de Denver, me escribe para ponerme al día de algunos asuntos de los que por lo visto estoy bastante al tanto. “Respecto a la niña que te conté, no hay cambio”, dice, misteriosamente. Más adelante: “Tengo lo que me pides”. 
A instancias suyas, por lo que parece, le he escrito a una gringa con la que convive porque me sugiere que vuelva a escribirle pero ahora incluyendo una foto. Con la letra poco menos que de niño que no debe de ser muy diferente a la mía de entonces, me dice: “Me da mucho gusto que escribas poesías”. Al final, añade: “Dile a mi abuelita Fernanda que no sé su dirección y por eso no le he escrito, pero dale un kiss [con la "tipografía" del grupo musical en boga] de mi parte y a mi abuelito igual”.


De Sergio. 13 de agosto de 1984
Sergio Vela me escribe desde Salzburgo durante el intenso viaje musical que está llevando a cabo, cumplidos hace un mes y medio los veinte años, y que incluye nada menos que ocho óperas (algunas de ellas en Bayreuth) y algunos recitales. 
Entre otras referencias, menciona la tercera sinfonía de Mahler, de quien sé que tiene un enorme póster en su cuarto, junto a otro de Wagner. Para dar una idea de sus sensaciones en el paraíso musical que está viviendo, alude a su incredulidad en materia religiosa pero sólo para exceptuar los momentos en que está de por medio el arte. La imagen, típica de su gusto romántico, es del pintor austriaco Josef Feid y está en el Salzburger Landessammlungen Residenzgalerie.


De Fátimah. 18 de diciembre de 1984
Con esta postal irónica, Fátimah Araneta Cruz, a quien he conocido hace unos meses en una comida en Tlalpan, hace un alto en el relato pormenorizado que me está haciendo en cartas y postales sucesivas de un viaje de fin de año por su Filipinas natal. 
La imagen retrata el grupo escultórico conmemorativo del desembarco de MacArthur “en Palo, a diez kilómetros de Tacloban, el 20 de octubre de 1944”, según puede leerse en inglés al dorso, con el que cumple su famosa promesa de volver. En ella, mi inteligente amiga asiática radicada en México anota: “Es preferible no creerlo. La vida será más placentera si uno se convence de que se trata simplemente de un feo espejismo”.


De Felipe. Algún momento de 1985
La imagen del arranque de la Gran Vía, una de las más divulgadas del Madrid turístico, sirve a mi amigo Felipe Jiménez para insistirme en que lo deje todo y lo alcance en España, a donde se ha ido a vivir poco después de acabar la preparatoria. Tengo muchas cartas y postales suyas de esa época, con su característica letra de gran tamaño, siempre angulosa y escrita de prisa, y casi todas están acompañadas de fotos, recortes de periódico y postales. 
Una de las más simpáticas es la de la oficina de promoción turística del estado de Tlaxcala en la capital española, que comenta con la españolísima expresión de “¿No te jode?”. Si selecciono esta postal es porque el texto escrito al reverso es más expresivo que todo lo que pueda yo decir: “¡Vente a Madrid, Fernando, qe [sic] aquí, aunqe [sic] España es más irreal, por lo menos es más divertida!”.


De Nattie. 20 de enero de 1989
Entre otras muchas cartas, Nattie Golubov me escribió desde la Universidad de Leeds esta postal que reproduce una obra de Chagall y a cuyo reverso transcribió, en el latín en el que fue escrito, el famoso poema de Claudiano sobre el hombre que jamás salió de Verona: “Feliz quien vivió en los campos paternos / y se hizo anciano en la casa donde fue niño. / Quien apoya el bastón donde anduvo a gatas / y en la misma casa vio tres generaciones” (según traducción de Luis Mateo Díez que copio de la red). 
Mi amiga, que dice que en el momento en que me escribe está fumando un Gauloises confeccionado por ella misma, me pone al tanto de las intermitencias de su corazón. Entre otras cosas, me cuenta que pasa las tardes leyendo primeras ediciones de novelas victorianas.


De Vicki. Principios de 2000
Victoria Clay me envió esta postal acompañada de una polaroid en la que aparece cubriéndose el rostro con un ejemplar de Ora la pluma para comentarme sus impresiones sobre mi libro, que yo acababa de mandarle: “Me gustó en especial la especie de confesionario amoroso de la primera parte. ¿Quiénes son? Me gustó también la oda al recuerdo de alguien muerto —¿el papá de algún amigo?”. 
La postal es de los días en que ella ya estaba trabajando en el documental que acabaría llamándose Maletilla, sobre los empeños de los niños sevillanos por convertirse en toreros, y que rodó en algunos pueblos andaluces entre 1998 y 2002. El retrato del grandísimo Manolete, que según se lee al dorso pertenece al Museo Taurino de la Real Maestranza de Caballería de Ronda, estuvo mucho tiempo en la puerta de mi refrigerador (http://bit.ly/irv0oK ).


De Xavi. 25 de febrero de 1998
Como ya conté en este blog, conocí a Xavier Pascual Aguilar en 1991 en la Universidad de Bucknell, en donde pasé dos semestres por invitación del poeta David Huerta. A pesar de que nos hicimos amigos, dejamos de saber el uno del otro hasta que él dio con Viceversa en internet y me llamó por teléfono desde Madrid. Reanudamos la amistad como si nunca hubiéramos dejado de estar en contacto. 
A partir de entonces y hasta que internet acaparó las formas de comunicación a distancia, me mandó postales de todos los sitios en los que estuvo, incansablemente, verano tras verano, de Escocia a Australia (país, por cierto, que visita por segunda vez cuando escribo estas líneas). En esta postal enviada desde Londres me dice que llegó el sábado anterior, el mismo día que “Brimful of Asha” de Cornershop (http://bit.ly/1J2jqg) alcanzaba el primer lugar de la lista inglesa de éxitos. Además me cuenta que su pub preferido en la ciudad se llama The Spice of Life, que como él mismo traduce quiere decir “La especia de la vida”. Xavi siempre ha tenido predilección por la estética prerrafaelista, lo que explica la elección de “The Lady of Shalott” de John William Waterhouse (1888).

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Más historias de objetos en este blog:
“Refrigerador”, http://bit.ly/irv0oK
“Cosas que se van”, http://bit.ly/hh6mG9
“Viaje alrededor de mi escritorio”,http://bit.ly/dWllU5

domingo, 17 de julio de 2011

La calle Paraíso

Me parece que hay algo falso en las plazas impolutas, iluminadas y perfectas de Oviedo. Tengo para mí que la ignorancia de los ayuntamientos, en su propósito de modernizar la ciudad, fue despojándolas de su genuina fealdad heráldica y las sucesivas las capas de su pátina hasta convertirlas en una suerte de escenario de zarzuela que fascina a los turistas. Sin embargo de cuando en cuando todavía es posible descubrir algún rincón, un edificio o una calle que han escapado a la fatalidad, y que nos permiten vislumbrar algo de lo que la capital del Principado de Asturias fue en otros tiempos. Es lo que sucede con la calle Paraíso. Su trazo un poco curvo, la línea de las casas regulares y sobre todo su convivencia con la muralla medieval hacen de ella un espacio particularmente hermoso y evocador. 
Si la Fábrica de Gas, ubicada en el suave vértice que experimenta su trazo hacia la mitad del camino, rompe con la belleza del conjunto, entre otras cosas por su fachada de un sucio azul, de un material brillante como de cuarto de baño (por cierto el único lugar de la ruta en el que las palomas que sobrevuelan la calle la pasan mal para encontrar dónde posarse), la pérdida parece compensada con la música sin concierto, como de clase o ensayo, que baja del Conservatorio, cuya silueta se aprecia allá arriba del otro lado de la muralla, como si perteneciera a una dimensión ajena a la realidad de la calle. 
Hice las fotografías que conforman este post a finales de agosto de 2006, cuando empezaba a despedirme de Oviedo. Las publico en el orden contrario a como las tomé porque deseo reproducir mi recorrido de ida, de camino a la Universidad o la alberca pública, es decir de la calle del Postigo a Azcárraga, que es el sentido de la numeración de la calle —al revés de como van los coches—. A quien no se conforme con estas fotos, le recomiendo ampliamente hacer el recorrido virtual en Google Maps, en donde sugiero que ponga “Calle Paraíso, 4, Oviedo”. 
Lo acabo de hacer yo mismo y el paseo me ha deparado un par de sorpresas agradables. La primera: en el arranque de la calle hay una librería, Paraxuga, especializada en temas asturianistas, que no estaba cuando yo vivía en el barrio. La segunda es doble y tiene que ver con las imágenes que ofrece Google. No sé cómo se hagan estos alzamientos digitales, pero éste fue hecho un día soleado, de no mucha gente, lo que ayuda a reproducir con fidelidad y en las mejores condiciones mi propia experiencia del espacio. 
A la altura del número 20 (que puede verse de inmediato poniendo “Calle Paraíso, 20, Oviedo”), aparece la sombra de una paloma en la pared. Al final del recorrido, una vez que se sale a Azcárraga, si se mueve el cursor para contemplar el entorno, se descubre otra paloma en vuelo.








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Más sobre Asturias en este blog:
El arroz Covadonga, http://bit.ly/bHQ3Vj
El tejo de Bermiego, http://bit.ly/9NE36k
Aventura en la calle Frígilis, http://bit.ly/qVNI2m
Las hachas prehistóricas de Asiego de Cabrales, http://bit.ly/oryVa7

La muralla medieval de Oviedo, a detalle, puede verse en http://bit.ly/rnCx4I
La librería Paraxuga en la red: http://www.paraxuga.com/libreria.php

domingo, 10 de julio de 2011

Lecturas setenteras

Ignoro si estos libros estaban en todas las casas en los años setenta. Me consta que estaban en las que yo conocí y frecuenté. Y, por supuesto, en la mía. Los ejemplares que tengo delante provienen de la biblioteca familiar, en la que había más de este género de literatura que de cualquier otro. 
Habrá quien diga sin equivocarse que no alcanzan a formar un género, pero hay algo que los emparenta más allá de su naturaleza o su coincidencia cronológica: los cinco fueron éxitos de ventas, lo que casi necesariamente implica que en general fueran mala y hasta pésima literatura. Cuando el 12 de junio de 1974 cumplí diez años, estos libros eran más o menos lo que estaba a mano. Treinta y siete años después los he vuelto a hojear con menos sorpresa que variadas evocaciones.

Cien años de humedad de Marco A. Almazán (Jus, cuarta edición, 1974)
Recuerdo a mi padre y mis tíos riendo de buena gana con los relatos de este libro cuyo título quería hacer una parodia alcohólica del nombre de la famosa novela de García Márquez. Otra obra del mismo Almazán fue todavía más conocida y hasta creo que se hizo película: El rediezcubrimiento de México. 
A pesar de los años, hay cosas que nunca he olvidado: el afortunado apellido del arquitecto Dionisio Arquitrabe; o los razonamientos del niño que se dejó la calva; o la perplejidad del atropellado que revive y frustra así los planes de la multitud que lo rodeaba mientras discutía la mejor manera de rematarlo. El ejemplar que conservo pertenece a la cuarta edición, hecha en octubre 1974, de un libro aparecido por vez primera en enero de ese mismo año. Ahora que lo he releído, de cuando en cuando entre carcajadas, entiendo su éxito de entonces.

Dramáticas profecías de la gran Pirámide de Rodolfo Benavides (Editores Mexicanos Unidos, cuadragésima séptima edición, 1976)
Sospecho que algo tuve que ver en la adquisición de este volumen de un prolífico autor apellidado Benavides que a través de ediciones sucesivas dio mucha lata con el asunto de las profecías de la gran pirámide de Egipto. Por un momento en la vida, sobre todo cuando se tiene diez años, estas cosas llaman la atención: luego me temo que se convierten en una monserga. 
No sé si haya algo de verdad científica en todo ello, pero lo dudo. Y en todo caso me importa un bledo. Por lo menos a este libro le debo el conocimiento de la lista de las siete maravillas del mundo antiguo, entre las que está la gran pirámide, y que Benavides reproduce en la primera página. Recuerdo que me fascinaba imaginar qué cosa podrían ser los “jardines colgantes de Babilonia”. El ejemplar que conservo pertenece a la edición número 47 de un libro publicado originalmente dieciséis años antes.

Supervivientes de los Andes de Clay Blair Jr. (Editorial Diana, cuarta impresión, mayo de 1974)
Imposible dejar de asomarse a las páginas de este libro en cuanto se sabe de lo que se trata, aunque por una vez no me refiera a la antropofagia, en la que los editores concentran sus esfuerzos para convencernos de comprarlo. De esa forma, ya desde la portada se nos dice: “La historia inverosímil de 16 muchachos perdidos en las nieves de los Andes durante 70 días de horror y obligados a comer carne humana para sobrevivir”. 
En la primera página se vuelve al asunto adelantándonos el nombre de quien planteó el recurso de sobrevivencia, el número de los cadáveres entre el hielo y hasta los que no pudieron siquiera considerarse por razones de parentesco sanguíneo. Por si no fuera demasiado, algunos pies de fotos insisten en el particular, cuyo tratamiento a estas alturas se ha convertido ya en obsceno sensacionalismo: una que muestra pedazos del avión y algunas formas humanas, apunta: “Restos de la antropofagia”, y otra: “cadáveres conservados en la nieve”. No lo leí pero lo hojeé muchas veces y leí párrafos de aquí y de allá, y vi decenas de veces las hojas de las imágenes —que están ahora sueltas por ser barata la edición— siempre con curiosidad genuina y algo de horror.

Antología de Atahualpa Yupanqui (Editorial Novaro, segunda edición, 1974)
Durante unos meses de 1978, digamos que desde que mostré un repentino interés por la poesía hasta que un maestro verdaderamente peculiar, de quien hablé ya en estas páginas (http://bit.ly/hbMJUo ), puso en mis manos algunos volúmenes antológicos, este libro fue para mí un modelo de lo que debía versificarse y de la manera en la que podía hacerse. 
En la biblioteca familiar había algunos libros de poesía seria, por ejemplo una antología del Siglo de oro, nada menos, ya no sé si de Dámaso Alonso o Luis Rosales, pero formaba parte de esas arduas colecciones de Salvat o Bruguera en las que nunca me animé a internarme como hubiera debido. No tengo nada contra el folclorista argentino, al que guardo simpatía siquiera como recuerdo de mis lecturas de entonces. Entre sus canciones, hay algunas que me gustan; los poemas en cambio son muy limitados: sus temas, tristes, y sus formas reiterativas. El volumen tiene una cariñosa dedicatoria a mi madre.

El vendedor más grande de mundo de Og Mandino (Editorial Diana, séptima impresión, 1976)
Quizás baste reproducir la nota con que presentan a su autor los editores de este libro de superación personal, disfrazado de exotismo arábico y supuesta filosofía vital, uno de cuyos personajes es nada menos que San Pablo, del que se vendieron millones de ejemplares: “Og Mandino es editor ejecutivo de Success Unlimited (Éxito sin límites), revista de éxito [sic], que señala rumbos [sic] en los Estados Unidos. […] 
Presenta en este novísimo libro el conocimiento y la sabiduría adquiridos en casi dos décadas como vendedor y jefe de ventas. Sus artículos y cuentos han sido nacionalmente aclamados por su sensibilidad y compasión [sic]”. A pesar de que en la portada puede leerse la frase “Este libro está destinado a influir en un sinnúmero de vidas”, yo nunca conocí a nadie en quien se hubiera obrado tal fatalidad. Por último, algo curioso: Deniz ubica por decenas las partes subsiguientes de este libro en la biblioteca del centro de formación femenina en el que ocurre su fantástica narración IMDINB (Ditoria, FCE,  2006).

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Más sobre libros en este blog:
Lecturas españolas, http://bit.ly/eNXK9W
Siete libros recomendados al aire, http://bit.ly/hYRDgi
Donceles, hallazgos recientes, http://bit.ly/oj83Ud