domingo, 29 de agosto de 2010

Cuadernos y dibujos del niño Deniz

Las conversaciones grabadas de los miércoles se caracterizan por su espontaneidad: no hay temas preestablecidos ni nada que se parezca a un cuestionario. Es notable la disposición de Almela para abordar sin prejuicios cualquier asunto que se me ocurra proponerle, sea oportuno o no, de su interés particular o no tanto, sobre los libros que ha leído o las personas que ha tratado de cerca o lejos… y de contestar a cuanto le pregunte, por comprometido o peliagudo que en principio pueda a mí mismo parecerme. Si consigo interesarlo, monologa con largueza y casi todas las veces con su característica erudición, tomándose los minutos que juzgue necesarios.
Lo que no quiere decir que no conduzca él mismo la conversación a los temas que le interesan, que elige semana a semana con todo cuidado, saca a cuento con naturalidad en cuanto le parece el momento y va desgranando sin ninguna noción de prisa, como si el tiempo estuviera siempre de su lado. Es verdad que ya desde que llego, si me fijo bien, puedo tener pistas de los lugares por los que andará la cosa: papeles o libros dejados a propósito en el brazo del sillón del lado en el que yo me siento; un pequeño montón de sobres manila puestos entre él y yo; una caja a sus pies, en la que apoya el bastón de proporciones fabulosas que le regaló Hubard…
Es sabido que los viajes son una de sus especialidades más preciadas, él que ha sido casi toda su vida un sedentario: si el destino es el Tíbet, por ejemplo, se rodea de los libros que tiene sobre el tema, entre ellos una guía en inglés tan traída y llevada que se diría que cruzó el mundo de su mano y ascendió al Potala; si se trata en cambio de Venecia, ediciones especializadas, guías de museos y edificios, profusas de datos históricos, biografías e imágenes; y si Ginebra, como sucede con recurrencia relativa, una serie de mapas viejos cada uno más destartalado que el otro en los que me hace buscar los rincones de la ciudad en los que vivió con sus padres entre 1936 a 1942, es decir de sus dos años a sus siete. (A últimas fechas le he prestado un par de biografías ilustradas de Borges en las que suele haber fotos de los tiempos del poeta argentino en la ciudad helvética.)
Pero las ciudades extranjeras, con ser una de sus especialidades, son apenas una vertiente de su interés. En una ocasión pasamos parte del miércoles hablando de una bellísima colección de libros de arte japonés (Hokusai, Utamaro, Hiroshige…), impresos en Japón y solicitados en la Librería Británica en 1958, que acabó regalándome. 
Otra tarde escuchamos en un pequeño aparato, en el que fue poniendo cintas grabadas veinte años atrás y que sacó de quién sabe dónde, algunas piezas para Ondas Martenot, ese indescifrable instrumento musical que tanto le simpatiza. Aunque, por supuesto, el asunto puede carecer completamente de referencias delante de nosotros como sucede la gran mayoría de las veces, pongamos por caso con Dante, al que vuelve una y otra vez: por ejemplo hace poco me explicó su lectura personal, que por cierto se opone a todas las que él conoce, de cierto verso del Canto Primero del Infierno —y por ningún lugar apareció siquiera rastro de su apreciada Dorothy Sayers.
Desde luego, la cosa se agrava si el tema es la historia de su vida: los papeles y los libros que tienen que ver con ella brotan como hongos mágicos. Hace poco dejó de mi lado del sillón un ejemplar del segundo tomo de la obra en cuyas galeras, ayudando a su padre como atendedor en 1945, se inició en el oficio de lector de pruebas. Se trata de Productos químicos y farmacéuticos, de Francisco Giral-Rojahn, y fue el título crucial para que coagulara —así dijo— su entusiasmo por la química.
Hace no mucho, el tema fue la infancia. Los lectores de Deniz saben que el texto fundamental sobre su llegada a México y sus primeras impresiones del país es “Verano del 42”, publicado originalmente en 1991 por El Tucán de Virginia y la revista Milenio, un poema extenso en ocho partes cuyos versos finales resumen su postura respecto a esa edad: “Mi infancia, como la mayoría, no fue feliz. / Interesante sí lo era”. 
Esa vez, en cuanto me senté a su lado, me señaló un par de cajas casi cuadradas, de tamaño un poco mayor que el regular, no muy profundas, que estaban colocadas una encima de la otra en el sillón a nuestra derecha. Durante una hora larga fui sacando de una de ellas toda suerte de documentos escolares, ginebrinos y defeños: calificaciones, retratos, fólders… Sobre todo, cuadernos: primero los de la etapa suiza, hechos a mano por su padre aprovechando materiales diversos, que acusan lo complicado de la situación económica de la familia una vez perdida la Guerra Civil, en abril de 1939. 
La circunstancia de Juan Almela Meliá, empleado del gobierno de la República en un organismo internacional con sede en Ginebra, estaba ya seriamente comprometida cuando a partir del 1 de septiembre de ese mismo año —fecha de inicio de la Segunda Guerra Mundial— empeoró con la disolución de la Sociedad de Naciones, para la que trabajaba, lo que lo obligó a incorporar todo género de economías y ahorros, a inventarse un nuevo oficio y hasta a cultivar un huerto doméstico. Almela hijo recuerda a Almela padre volviendo de la biblioteca pública donde acaba de consultar cómo construir una conejera o sembrar zanahorias… 
La tapa de uno de los cuadernos, por ejemplo, en el que puede leerse “Almela y Castell, Juan. Français” y en cuyas páginas el niño Deniz hace ejercicios en esa lengua, está forrado de una bolsa de papel de estraza.
Es mucho el contraste entre los ejercicios de escritura suizos, de fines de los años treinta, y los mexicanos, de sólo dos o tres años más tarde. Desde hace mucho tiempo oigo a Almela referirse a su “letra ginebrina” y ahora entiendo lo que quiere decir. La letra que se enseñaba hacia 1939 en Suiza es la que (me consta) la Secretaría de Educación Pública introdujo en las escuelas mexicanas hacia 1973, y que me parece que aquí se llamaba script: son casi cuarenta años de distancia que dan idea de nuestro atraso educativo —que me temo que hoy se ha triplicado y debe ya andar más allá de la centuria…—. 
Al llegar a México, el niño Almela fue obligado a olvidar la letra nítida, perfectamente legible, aprendida en Ginebra, para adoptar las escritura que entonces se hacía en el país… Según él, y a las pruebas es justo remitirnos, su caligrafía entró en crisis. Con los años, sin embargo, la letra ginebrina fue reapareciendo hasta resplandecer en la escritura almeliana de los días actuales. Ya lo oigo apresurándose a corregirme: nada que ver con la letra de hoy, que a su dificultad para leer corresponde una escritura un poco a ciegas, tal como afirma sin patetismo siempre que puede.
Los cuadernos de este lado del océano parecen lujosos comparados con los europeos de la inmediata preguerra: son de la marca Primavera, anuncian que tienen 120 páginas y en la tapa muestran, como aprovechando cada resquicio con fines pedagógicos, una especie animal (por ejemplo, el halcón común) con un texto explicativo que continúa en la contratapa, en la que aparece la “tabla de dividir”. Con sentido del humor, a la preposición “De:”, el niño Deniz, de nueve años, escribe en uno de ellos: “Juan Almela Castell y Cía.”.
Para otra ocasión dejo un asunto que me interesa en particular: los poemas transcritos por su mano que confirman, de manera anecdótica si se quiere, la pertenencia de su poesía al tronco más firme de la tradición hispánica, del Marqués de Santillana a Góngora. El hecho de que haya ente ellos un Machado o hasta una anónima “Oda al Obrero”, delatan que el niño Deniz ya está inscrito en el Colegio Luis Vives, fundado por refugiados españoles —ingreso que sucedió a partir de 1945, cuando tenía 11 años, después de que desapareciera el Colegio de los Insurgentes donde hizo los dos primeros cursos en la capital mexicana y fue vacunado desde el principio, afirma, contra los “excesos” (las posturas forzadas, los énfasis y las retóricas) del exilio político español.
La mayoría de los dibujos están en una carpeta aparte, hecha por su padre, quien escribió con pulso firme: “Dibujos de BOTÁNICA y GEOGRAFÍA. Juan Almela Castell.”. Pero a él se han añadido otros: una interesante mayoría de tema egipcio, y dibujos de anatomía humana, de plantas y animales, muchos de ellos calcados. 
De común acuerdo con el poeta, que me ha regalado la carpeta, y que primero me expresó sus dudas respecto de que alguien pudiera interesarse en su contenido pero luego me manifestó suavemente su curiosidad por todo el asunto, he decidido compartir el puñado de ellos que ilustra esta entrega con los lectores de Siglo en la brisa. Quizás sólo deba añadir que ninguno es posterior a 1946, y que anuncian desde muy pronto los intereses que conocemos del futuro Deniz.


domingo, 22 de agosto de 2010

Eufemio Fox

Viví fuera de México poco menos de seis años, casi exactamente el tiempo que duró la presidencia de Vicente Fox. Me fui cuando el empresario-ranchero llevaba cuatro meses en el poder, en abril de 2001, y regresé el primer día de octubre de 2006 (por cierto, la víspera de la aparición de Tlaltecuhtli), cuando a su gestión le quedaban sólo ocho semanas. 
La distancia me ahorró presenciar todo género de despropósitos y episodios desafortunados venidos de Los Pinos, según mis amigos debidos a las peores características del presidente con botas: ignorancia, torpeza, zafiedad. La última vez que anduve en la páginas de El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán me pareció descubrir en el retrato de Eufemio Zapata, el hermano de Emiliano, una prefiguración de su persona pública, o al menos de la que mis amigos pintaban para mí. El hallazgo me hizo pensar que la calidad de clásico de las letras mexicanas de esa obra se explica por la definición del término que sugirió Quevedo (que escribió que los mejores libros “hablan despiertos” al sueño de la vida), pero también por una inusitada capacidad de predecir los días que habrían de venir. Lo que no tiene nada de esotérico: si la novela describe con penetración escenarios, episodios y personajes del proceso revolucionario que definió cómo sería México durante el siglo XX, es natural que algunos ángulos proyecten su sombra incluso sobre el día de hoy.
Un ejercicio que nos devuelve una impresión nítida de las verdaderas dimensiones del gran Emiliano Zapata (http://bit.ly/diYnFr) es verlo retratado al lado de su hermano mayor —que de alguna forma es su caricatura: más simple y abrupto, con los bigotes más espesos y la mirada menos descifrable—. Antes de seguir a su hermano por el camino de la Revolución, Eufemio había vendido las tierras y el ganado heredados a sus padres para instalarse en el estado de Veracruz, donde según Womack se dedicó “a buhonero, revendedor, comerciante y a quién sabe qué tanto más”. Más adelante, de regreso ya en Morelos, formó parte de la junta que proclamó el Plan de Ayala y fue un eficaz oficial zapatista. 
Entre otras muchas ocasiones, estuvo al lado de su hermano durante el conmovedor encuentro con Pancho Villa en Xochimilco el 4 de diciembre de 1914. En algún lugar, Womack (p. 117) deja ver que llamaba a Madero “el chaparrito” —por cierto, exactamente como podría hacer Fox.
El estudioso norteamericano relata la muerte de Eufemio sin entrar en mayores detalles: el zapatismo estaba empezando a verse seriamente acorralado, y él, “famoso ya porque ahogaba sus penas en alcohol, comenzó a rebajar violentamente a voz en cuello a sus camaradas”. Un día de mediados de junio de 1917 “se encolerizó con el padre de uno de sus principales subordinados, Sidronio Camacho, y le pegó al viejo. En venganza, Camacho lo hirió en la calle [al día siguiente] y esa misma noche murió. Luego, Camacho se llevó a sus hombres hacia el noroeste, a territorio federal, y aceptó una amnistía del gobierno”. (Zapata y la Revolución Mexicana, Siglo XXI, 19ª edición, México, 1994, p. 282-283). 
En los años cuarenta, un antiguo zapatista contó las cosas de esta manera: a Eufemio se le había metido en la cabeza reformar a los borrachos del sur, así que cada vez que se encontraba con uno de ellos lo golpeaba con una vara de membrillo hasta que juzgaba que le había bajado “los humos del alcohol”. Un día, en Cuautla, le pegó a un hombre viejo hasta dejarlo inconsciente. “‘¿No le da vergüenza, a su edad, seguir bebiendo hasta caerse?’”, dice que le preguntó. “‘¡Esto le quitará el vicio!’”. El final, según esta versión, es digno de García Márquez: “El hijo de aquel anciano, a quien conocían como El Loco Sidronio, al saber lo ocurrido, fue a buscar a Eufemio, y sin darle tiempo a defenderse le disparó la carabina, dejándolo moribundo. Después, a cabeza de silla, lo arrastró […] abandonándolo sobre un hormiguero. ‘Aquí aprenderás a respetar las canas de los viejos’, dicen que exclamó, y caracoleando sobre su caballo se alejó del lugar”. (citado por Krauze en Biografía del poder, 2ª reimpresión, Fábula, Tusquets, México, 2003, p. 135).
En El águila y la serpiente, Eufemio aparece cuando el narrador acompaña a Eulalio Gutiérrez, flamante presidente de la Convención, en su visita a Palacio Nacional, entonces bajo control de un grupo de zapatistas encabezados por el hermano de Emiliano. Quitando el sombrero, trocando la camisa de dril por una de algodón planchado, en su perfil hay una prefiguración de Vicente Fox: “Eufemio Zapata, que tenía la custodia del edificio, salió a darnos la bienvenida en la puerta central y empezó a dispensarnos desde luego los honores de la casa […] De este momentáneo papel suyo […] parecía penetradísimo, a juzgar por su comportamiento. Según fuimos apeándonos del automóvil, nos estrechó la mano y nos dijo palabras de huésped rudo, pero amable” (p. 383)
Y luego: “No subimos por la escalera monumental sino por la de Honor. Cual portero que enseña una casa que se alquila, Eufemio iba por delante. […] parecía simbolizar, conforme ascendía de escalón en escalón, los históricos días que estábamos viviendo: los simbolizaba por el contraste de su figura no humilde, sino zafia, con el refinamiento y la cultura de que la escalera era como un anuncio. Un lacayo del palacio, un cochero, un empleado, un embajador, habrían subido por aquellos escalones sin desentonar: con la dignidad, grande o pequeña, inherente a su oficio y armónica dentro de la jerarquía de las demás dignidades. Eufemio subía como un caballerango que se cree de súbito presidente. Había en el modo como su zapato pisaba la alfombra una incompatibilidad entre alfombra y zapato; en la manera como su mano se apoyaba en la barandilla, una incompatibilidad entre barandilla y mano. Cada vez que movía el pie, el pie se sorprendía de no tropezar con las breñas; cada vez que alargaba la mano, la mano buscaba en balde la corteza del árbol o la arista de la piedra en bruto. Con sólo mirarlo a él, se comprendía que faltaba allí todo lo que merecía estar a su alrededor, y que para él, sobraba todo cuando ahora lo rodeaba”. (p. 384)
Y más adelante: “Frente a cada cosa Eufemio daba sin reserva su opinión, a menudo elemental y primitiva. Sus observaciones revelaban un concepto optimista e ingenuo sobre las altas funciones oficiales. ‘Aquí —nos decía— es donde los del gobierno platican’. ‘Aquí es donde los del gobierno bailan’. ‘Aquí es donde los del gobierno cenan’. Se comprendía a leguas que nosotros, para él, nunca habíamos sabido lo que era estar entre tapices ni teníamos la menor noción del uso a que se destinan un sofá, una consola, un estrado; en consecuencia, nos ilustraba. Y todo iba diciéndolo en tono de tal sencillez, que a mí me producía verdadera ternura”.
El remate es rotundo para Eufemio, pero al referirse a la silla presidencial y la interpretación de su significado, también para Fox. Pero dejo que sea el propio Martín Luis Guzmán quien haga el dibujo tal como lo dejó escrito en 1928, por cierto un año antes de la creación del Partido Nacional Revolucionario que daría paso al PRI, del género de personaje que iba a arrebatarle el poder al menos durante dos sexenios: “Ante la silla presidencial declaró con acento de triunfo, con acento cercano al éxtasis: ‘¡Ésta es la silla!’. Y luego, en un rapto de candor envidiable, añadió: ‘Desde que estoy aquí, vengo a ver la silla todos los días, para irme acostumbrando. Porque, afigúrense nomás: antes siempre había creído que la silla presidencial era una silla de montar’”. (p. 385)

___________________
Guzmán, Martín Luis. El águila y la serpiente, Cía. General de Ediciones, SA. Sexta edición, “nuevamente revisada y corregida por su autor”, México, 1958.
La fotografía de Vicente Fox es cortesía del archivo del periódico Excélsior.

domingo, 15 de agosto de 2010

Galería de personajes de la Revolución

Creo que no hay una definición que más me guste de la palabra “clásico”, cuando es utilizada para referirse a un libro, que la que sugiere Quevedo en uno de sus célebres sonetos, aquel que cuenta cómo vive “con pocos pero doctos libros”, “en conversación [silenciosa] con los difuntos”. 
Escribe don Francisco en su refugio de la Torre de Juan Abad que, “si no siempre” los entiende, están “siempre abiertos” y “enmiendan o fecundan” sus asuntos, y añade estos preciosos versos (quizás no esté de más recordar que, según el diccionario, “contrapunto” es la “concordancia armoniosa de voces contrapuestas”):
Y en músicos callados contrapuntos
Al sueño de la vida hablan despiertos.
La semana pasada anuncié que escribiría sobre cierto hallazgo hecho en El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán, que me parece confirmar, si bien de una manera curiosa, su calidad de clásico de las letras mexicanas. Sin embargo, antes no puedo dejar de decir algo sobre la novela misma. Si no se consigue un ejemplar suelto, puede leerse en el primer tomo de sus Obras Completas, publicadas por el Fondo de Cultura Económica. Otra opción es uno de esos volúmenes de Aguilar de tapas de piel, me parece que editorialmente no muy confiables, que reúne en dos tomos Las novelas de la Revolución Mexicana —y que pese a todo conservo porque tienen algunos títulos que no siempre están accesibles.
Además de su extraordinaria prosa, de una transparencia y un equilibrio que la convierten en un buen ejemplo del clasicismo mexicano que la crítica ha señalado, El águila y la serpiente tiene algunos pasajes llenos de notable vigor narrativo y gran fuerza expresiva. Entre ellos quizás el más citado haya sido “La fiesta de las balas”, un episodio de sabor cinematográfico en una llanura a las afueras de un pueblo de Chihuahua en el que un solo hombre, Rodolfo Fierro, lleva a cabo una carnicería atroz, y del que Octavio Paz tomó el título para referirse a un aspecto del movimiento revolucionario: “Como las fiestas populares, la Revolución es un exceso y un gasto, un llegar a los extremos, un estallido y un desamparo, un grito de orfandad y de júbilo, de suicidio y de vida, todo mezclado” (El laberinto de la soledad, Lecturas mexicanas, 1984, p. 134).
Después de estudiar con detenimiento una serie de tres corrales comunicados por pequeñas puertas, el lugarteniente de Pancho Villa se ha colocado en el último de ellos y ha pedido que le vayan soltando en grupos de diez a los presos, para quienes ha previsto una posibilidad mínima de huida, cruzando delante de él por un reducido espacio, escalando un muro de unos tres metros, para salir corriendo por la llanura… A los que no consiga matar de un tiro y sigan retorciéndose entre los cuerpos caídos, algunos soldados apostados afuera del corral tienen la orden de rematarlos. Acompañado sólo de un ayudante que se pone a su lado sobre una frazada para recargar las pistolas conforme las vacía, Rodolfo Fierro mata a unos trescientos hombres a lo largo de dos horas. Con pericia literaria, Guzmán los ha descrito con lujo de detalles (“eran de la fina raza de Chihuahua; altos los cuerpos, sobrias las carnes, robustos los cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas vigorosas y flexibles”), y al final hace que el último de ellos consiga atravesar el infernal paisaje de cadáveres ensangrentados y calientes, trepar por la barda y huir.
Con todo, lo más celebrado de El águila y la serpiente es la estupenda galería de retratos de algunos personajes de la Revolución: Villa, Obregón, Carranza… Al primero de ellos, que aparece con la frecuencia que se esperaría en un libro que iba a llamarse A la hora de Pancho Villa, lo retrata así, evocando la primera vez que lo vio: “Su postura, sus gestos, su mirada de ojos constantemente en zozobra denotaban un no sé qué de fiera en el cubil; pero de fiera que se defiende, no de fiera de ataca; de fiera que empezase a cobrar confianza sin estar aún muy segura de que otra fiera no la acometiese de pronto queriéndola devorar” (p. 53).
Del antipático Carranza, Guzmán pinta este retrato que no tiene desperdicio: “Don Venustiano no bailaba —o bailaba muy poco—; pero se sentía siempre en su elemento si frecuentaba el trato de las damas. Su fortaleza en punto de bailecitos y bochinches no conocía término. […] Cortejaba a las señoras con tacto finísimo; a las señoritas las protegía paternalmente. Durante los interminables bailes de la Revolución, que empezaban a las nueve de la noche para concluir hasta las seis de la mañana, hacía continuas visitas al buffet, acompañando cada vez a una señora diferente, y rato a rato, del brazo de alguna, paseaba por la sala. Entonces —aunque sin olvidar jamás que él era el Primer Jefe— cambiaba sonrisas de inteligencia con sus subordinados, hasta con los más jóvenes o más modestos, y abarcaba el conjunto en amplias miradas de simpatía satisfecha” (p. 75).

Otro de los famosos retratos es el de Obregón, al que desnuda mostrándonos al personaje teatral que había en él: “Desde el primer momento de nuestro trato, me pareció un hombre que se sentía seguro de su inmenso valer, pero que aparentaba no dar a eso la menor importancia. Y esta simulación dominante, como que normaba cada uno de los episodios de su conducta: Obregón no vivía sobre la tierra de sus sinceridades cotidianas, sino sobre un tablado; no era un hombre en funciones, sino un actor. Sus ideas, sus creencias, sus sentimientos, eran como los del mundo del teatro, para brillar frente a un público: carecían de toda raíz personal, de toda realidad interior con atributos propios. Era, en el sentido directo de la palabra, un farsante” (p. 85).
(Por cierto, ¿qué repercusión tuvo el libro de Jorge Aguilar Mora que hace una interpretación histórica de Obregón tomando como eje el día de su entrada a la ciudad de México, y analiza lo determinante que fue la sífilis, por lo visto aceptada universalmente, en algunos de los hechos de su vida? El libro se llama Un día en la vida del general Obregón, y lo publicó ERA en 2008.)

Sin embargo, el retrato que más entusiasma es el de Felipe Ángeles. Esta vez la técnica es novedosa porque el dibujo es no tanto del hombre como de la situación en que la que aparece enmarcado. Personaje excepcional, uno de los más íntegros y humanos de tan oscuro y enredado momento histórico, Ángeles acabó cobardemente sacrificado por el carrancismo más vil, después de un juicio bochornoso. Por eso me gusta tanto la estampa que Guzmán ofrece de él, cuando lo encuentra en un patio en la oscuridad de la noche, apartado del bullicio del cuartel general, con los ojos puestos en el cielo, absorto en la contemplación de las estrellas.
Pero lo que más gracia me hizo de mi reciente lectura de El águila y la serpiente fue encontrar en las páginas de un libro publicado en 1928 una verdadera prefiguración de cierto personaje del año 2000, un contemporáneo nuestro anunciado con casi perfecta precisión unos setenta años antes de aparecer en la historia de México, como si esta novela, a fuerza de haber penetrado en la esencia de algunas de nuestras particularidades, además de hablarnos despierta en el sueño de los días presentes, tuviera las dotes de anunciar los que acabarían por venir. Pero el espacio se me acaba, así que tendré que dejar la solución del enigma para la semana entrante.

domingo, 8 de agosto de 2010

Donceles: hallazgos recientes

En marzo hice para Siglo en la brisa un “levantamiento” de las librerías de la calle de Donceles cuyo resultado arrojó la cifra de casi treinta establecimientos en poco menos de un kilómetro (http://bit.ly/dkkFRR). Por lo menos en una ocasión antes de hacer ese trabajo y luego en otras tres o cuatro en lo que va del año, he tenido la oportunidad de pasar algunas horas en los pasillos de las librerías que tienen materiales que me interesan y que no se limitan a Bibliofilia, la más afín a mis gustos, o Inframundo, su correspondiente "galpón" vecino —ubicadas puerta con puerta en la cuadra librescamente más intensa de Donceles. 
En aquella entrega, que publiqué en dos partes, me permití hacer algunas recomendaciones sobre la ruta a seguir, propuse un cálculo de gasto aproximado en una incursión en condiciones normales y hasta sugerí hacer un alto en una cafetería situada hacia la mitad del recorrido. Quedó pendiente decir algo sobre algunos de mis hallazgos recientes, así que ése es el tema de este post.

El capítulo cubano de las memorias de Alfonso Camín
La última vez que anduve por Donceles con un propósito definido fue el año pasado, cuando buscaba libros de Alfonso Camín, por los días en los que me había embarcado finalmente en la redacción de mi ensayo sobre su relación con Ramón López Velarde (y que apareció en enero en la Revista de la Universidad: http://bit.ly/b1iBm5). 
Por la cantidad de volúmenes que publicó, por los largos años que vivió en México y por el casi absoluto desinterés que provoca su obra, el simpático poeta asturiano convierte la búsqueda en las librerías de Donceles en un deporte feliz. Nunca deja de vivirse algún hallazgo, de mayor o menor importancia, y los precios son casi siempre irrisorios. El problema está, más que nunca, en ubicar los libros porque su definición genérica no resulta siempre clara, o al menos no para los responsables de clasificarlos.
Los de poemas son mayoría y la sección que les corresponde suele ubicarse con facilidad; lo complicado está en los otros, que son los más interesantes: los que dedicó a algunos personajes del descubrimiento y la conquista, por ejemplo, o los que reúnen las entrevistas de las que José Luis García Martín (http://bit.ly/c8qVVS) sacó su antología Entrevistas literarias (Llibros del Pexe, Gijón, 1998).
Y por encima de todos, sus memorias. Para escribir el artículo de tema velardiano tuve que reelaborar de manera hipotética Entre nopales, el proyecto de memorias mexicanas de Camín que quedó incompleto pero que se puede consultar como parte de su Legado en la Biblioteca del Fontán de Oviedo. Fue cuando encontré un ejemplar de Entre palmeras —publicado en 1958 con una hermosa portada de Germán Horacio, artista gijonés exiliado en México—, el libro de la serie que debía ser su inmediato antecesor y que reúne sus recuerdos de Cuba. 
El primero de la serie, Entre manzanos, es un precioso libro sobre la infancia que llevaban dentro de sí, como un valiosísimo patrimonio espiritual, los emigrantes de Asturias en América. Sin embargo, todavía debo confesar que la penúltima vez que estuve en Donceles, compré un nuevo Camín… Y es que, ¿quién tiene corazón para no llevarse a casa, por tres pesos, esos volúmenes de portadas bellísimas aunque algunos francamente nunca los vaya a leer? Más cuando en la portada aparece el Picu Urriellu… (Cf., en este mismo blog, “Mi cuaderno botánico”, http://bit.ly/acYY4W).


Una antología que vale (muchísimo) más de lo que costó
Lo curioso vino a continuación, cuando descubrí al lado de unos libros de poemas de Camín que no me conmovieron, un lomo que decía: “Cuesta. Antología poética”. 
Aunque el encuadernado me hizo dudar de que se tratara de Jorge Cuesta, el brillante poeta y ensayista mexicano de la generación de Salvador Novo, Xavier Villaurrutia y Carlos Pellicer, alargué la mano convencido de llevarme una antología de sus poemas —no recuerdo haber visto ninguna. ¿Cuál fue mi sorpresa al comprobar que no se trataba de Jorge sino de Teodoro Cuesta, el famoso poeta en lengua bable, nacido en Mieres como mi abuela materna, y que el responsable de la edición y prologuista no era otro que… Alfonso Camín? Así que, contra todo pronóstico, regresé a mi casa con dos o tres camines en lugar de ninguno…


Una Picardía mexicana de 1961, regalo de Mónica
En varias ocasiones durante los años recientes me pregunté, sin el interés que me hubiera llevado de inmediato al fondo del asunto, por qué no se veía en las librerías de manera más obvia un libro famosísimo en México hace no mucho llamado Picardía mexicana, que apareció por vez primera en 1958 y luego fue reeditado sin descanso. Al parecer su autor, Armando Jiménez, que murió hace unas semanas, armó su libro como un pasatiempo en los ratos que le dejaba su trabajo arquitectónico. 
Fue tal el éxito de su compendio glosado, entre otras muchas cosas, de albures, frases recogidas en baños públicos y en la parte trasera de los camiones de redilas, que abandonó la arquitectura por los libros. Hacia 2005 tuve ocasión de hablar con él un par de veces por teléfono, cuando me dedicaba a investigar las posibles referencias a una cantina situada en Cinco de febrero y Mesones que fue propiedad del padre de mi abuela. El octogenario arquitecto Jiménez, que por esos días mudaba su residencia nada menos que a Chiapas (¿por qué a ese estado de la República?, ¿por qué a esa edad?...), me pidió amablemente esperar un tiempo porque sus fuentes de consulta ya estaban en cajas y no podría recuperarlas antes de unos tres o cuatro meses. Luego ya no insistí y por lo tanto no pude obtener de él ninguna referencia útil. 
Hacía tiempo que deseaba conseguir una edición bonita de la Picardía y mi amiga Mónica Quijano (http://bit.ly/93Ij1Y), con quien pasé una agradable tarde en Donceles, me regaló este precioso ejemplar de 1961 que tiene algunas ilustraciones a colores. Es una octava edición, hecha a sólo tres años de la primera, y lleva textos de Alfonso Reyes, Antonio Alatorre y Alí Chumacero, entre otros. Tengo, por cierto, frente a mí la edición más reciente, publicada por Diana en 2008 —nada menos que la número 143—, a la que a los textos mencionados se añade una presentación de Camilo José Cela.

El estudio sobre Dante de Gómez Robledo
Actualmente este espléndido ensayo, que merece las incesantes alabanzas de Almela, se consigue sólo en la fea edición de El Colegio Nacional, por cierto en la librería que está en el edificio de esa institución, localizado precisamente en Donceles. Como no está cosida sino pegada con material de pésima calidad, se rompe casi sólo de poner los ojos en ella. La primera edición, en cambio, hecha por la Dirección General de Publicaciones de la UNAM en 1975 en dos tomos bellamente encuadernados, sólo es posible encontrarla en librerías de viejo. 
Se llama Dante Alighieri y es de Antonio Gómez Robledo, el filósofo y diplomático mexicano fallecido hace unos quince años. Dividido en dos partes, el ensayo, que requiere atención pero que no opone grandes dificultades, trata primero de la vida y las obras llamadas menores del gran poeta florentino y luego se interna, tal como hace el propio Dante, en el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso de su genial obra… No sería raro que hubiera algunos otros pares venturosamente extraviados por ahí. Los personajes, las situaciones y los episodios que han fascinado a los lectores desde hace seis siglos son analizados por la pluma elegante y siempre legible de Gómez Robledo, en un viaje literario por uno de los más grandes textos de la historia de la poesía universal.


El magno estudio de María Rosa Lida de Malkiel sobre Juan de Mena
Cada vez me gusta más la literatura medieval y cada vez me interesa por más razones el castellano de los primeros siglos, que encuentro tan rico en propuestas lingüísticas, neologismos, rimas… y que disfruto tanto por las notas de pie de página como por los textos mismos. Juan de Mena, el poeta cordobés de la primera mitad del siglo XV, ofrece una poesía que tiene con todo propósito un coturno bien metido en la lengua de Horacio. Es fama que una de las rarezas exquisitas de la bibliofilia española es la edición de sólo cien ejemplares de Foulché-Delbosc de Laberinto de fortuna, su gran poema político de influencia dantesca conocido también como Las Trescientas, publicada en Mâcon en 1904. 
Como no tengo madera de bibliófilo, me he conformado con la eficiente edición de Castalia —por cierto, en una editorial que distingue los siglos con el color de sus portadas, mi ejemplar se reconoce en mi librero por el discutible color verde asignado al siglo de Juan II…—. De todas formas, alguna vez supe de la existencia de un gran estudio sobre el poeta que prefiguró de tantas maneras a Góngora, debido a mi amiga María Rosa Lida de Malkiel, a quien debo la explicación de la frase “lenguas arpadas” que usa con cierto candor, para referirse al candor de los clásicos, precisamente López Velarde —tema, por cierto, del que me ocupo en otro de mis ensayos velardianos, (Nexos, núm. 327, marzo de 2005).
Se trata de un tomo de proporciones considerables publicado por el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios del Colegio de México en 1950. Si no salté de gusto por el hallazgo en uno de los estantes de Bibliofilia de un ejemplar de la segunda edición, que es de 1984, fue porque conviene cierta circunspección a la hora de comprar usado, no vaya a ser que los precios de pronto peguen un brinco del tamaño de nuestro júbilo. El apetitoso libro se llama Juan de Mena, poeta del prerrenacimiento español. Aunque no he podido dejar de darle algunos picotazos, aguarda la primera oportunidad para ser leído como se merece.


Una sobria y buscadísima edición de un clásico de la literatura mexicana
Ignoro las razones por las que no se encuentra desde hace años una edición suelta de El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán (1928), lo que no nos deja más opción que leer ese magnífico grupo de relatos sobre la Revolución Mexicana en uno de los dos volúmenes, más bien sosos, de sus Obras publicadas por el Fondo de Cultura Económica. Es raro que un libro tan notable de quien es tenido como el mejor prosista mexicano del siglo XX, no se consiga con la facilidad que se debería. 
Todos tenemos títulos a los que acudimos cuando vagamos por las librerías de viejo sin un plan de búsqueda específico; en otros tiempos, Sergio y yo preguntábamos por Los orígenes del Doctor Faustus de Thomas Mann, que a pesar de haber sido editado no hacía mucho en la serie de Alianza Tres —en la que ocupa el número 25— no se conseguía en México.
En mi caso esa función la cumplía El águila y la serpiente hasta que una tarde vi este ejemplar arriba de una pila de libros colocada casi en la calle. Sin poder evitarlo, volteé para asegurarme de que nadie me estuviera viendo: tan obvio era para mí que aquel ejemplar era un pequeño tesoro y me parecía sorprendente que nadie hubiera reparado en él. La edición, hecha por la Compañía General de Ediciones en el lejano 1956, estaba en perfecto estado. El colmo fue el precio: menos de cien pesos. No tiene prólogo ni una sola nota, pero la transparencia de la prosa de su autor, aun cuando con frecuencia no conozcamos a los personajes a los que se refiere, hace de estas polémicas memorias llenas de lucidez y subjetividad sobre el movimiento revolucionario una joya inapreciable de nuestra literatura. 
De manera natural alojé entre sus páginas un billete de quinientos pesos fuera de circulación que por un lado tiene la imagen de Madero y por el otro la Piedra del Sol. La semana que entra dedicaré un post a un curioso hallazgo que hice en ese libro, de aquellos que justifican que lo llamemos clásico. 

_____________________
La foto de Alfonso Camín que ilustra esta entrega es de un ejemplar de Quousque Tandem...?, libro de poemas de 1920, que también compré en Donceles.