lunes, 26 de abril de 2010

Ruta de Emiliano Zapata (segunda de dos partes)

La semana pasada inicié una ruta por los lugares en los que nació, luchó y fue asesinado el gran líder revolucionario del sur. La entrega de hoy es también la más dramática: el cuartel general de Tlaltizapán y sobre todo la Hacienda de San Juan Chinameca, donde fue asesinado.



4. San Juan Chinameca
En esta hacienda, una de las primeras que tomó Zapata, donde más tarde salvó la vida en momentos de confusión y en la que al final acabaron tendiéndole la trampa que permitió su asesinato el 10 de abril de 1919, se siente como en ningún otro lugar el olvido del gran revolucionario mexicano. En la chimenea de la antigua hacienda pueden distinguirse a la distancia, dispuestas verticalmente, las letras de las palabras “Tierra y Libertad”; fuera de eso, todo parece comido por el desinterés y acaso hasta la burla. Da la sensación de que ante los hechos allí sucedidos se prefirió esterilizar el lugar, que parece abandonado y en el mismo silencio estupefacto que siguió a la muerte de Zapata. ¿No sería mejor homenaje al héroe y su movimiento que el edificio estuviera activo, casi como fuera, y que sus tierras dieran algo más que una bonita cancha de futbol? Por ningún lado hay letreros de las Rutas 2010 ni hay rastro siquiera de Telcel.
Las imágenes son reveladoras del museo, digno de Ripley, que hay allí: la palabra misma, “Museo”, o el resumen biográfico del héroe… A la entrada, sobre la mesa de registro, hay un tecolote muerto. Le pregunto al responsable que por qué lo tiene en ese lugar. Su respuesta es más clara de todo lo que pueda decir yo: “Para que los que vienen tengan algo que ver”. Dice que le han ofrecido hasta 500 pesos por él. Desaparece y vuelve con unas balas de cañón. Explica que son originales. Las sostiene para que se vean bien. 
Me cuenta que su antecesora enloqueció y que cuando él llegó estaba todo destruido. Él cubrió con plástico las mamparas que quedaban, que muestran copias de periódico y fotos, casi todo en mal estado. Dice que no tuvo más remedio que tomar ese trabajo: se alza la manga y me enseña un brazo enflaquecido, me explica, por el polio. Lo más conmovedor es que me asegura una y otra vez que ya va a empezar la obra allí. Pero ¿cuánto tiempo falta para la fiesta de centenario?, me pregunto. Si la hacienda de Chinameca no aprovecha la cresta de los presupuestos de este año, dudo que alguien pueda volver a interesarse, por lo menos en los siguientes cien años.
Afuera está el arco exento contra el cual acribillaron a Zapata. No lejos de él, frases de políticos, contra un fondo verde jade, que nadie se acerca a leer. De pronto se interrumpen: hay un espacio en libre que parece dejado a propósito para frases que debieron colocarse en periodos políticos futuros. Creo que la última es de Díaz Ordaz, como si desde su presidencia ya nadie se tomara la molestia de fingir que Zapata sobrevive siquiera en la retórica más exterior.
Debajo del arco fatal está la estatua ecuestre más desafortunada que he visto en toda mi vida; medio enana, quizás porque el zócalo que la sostiene no está a la altura debida, lo que la hace parecer fuera de proporción. Moldeado en un color amarillento, Emiliano lleva un fusil de juguete y un bigote que parece de plastilina.
Un viejo desdentado, más criollo que indígena, que está sentado a la sombra, vende piezas sacadas de un sitio arqueológico que según me explica a remolque, como si prefiriera no engañarme, se llama Las Muñecas. Unos minutos antes alguien me ha susurrado que las fabrica él mismo “echándoles lodo”. También ofrece la película Viva Zapata, con Marlon Brando, y una reproducción de un retrato del héroe firmado por Hugo Brehme. 
Luego me hace observar en el arco los restos de bala que no alcanzaron a darle a Miliano. Todo eso lo hace sin levantarse de la sombra desde la que me sonríe, irónico. Me ve con perfecta indolencia cuando me despido de él.

5. Comandancia general de Tlaltizapán
Cerrado por obra. No importa: basta pasearse delante de la puerta con gesto de contrariedad para que uno de los álguienes que descansan sentados en una banca adosada al muro de la fachada nos anime a empujar la puerta, que resulta que estaba entreabierta. Uno de ellos, el más joven, rapado al ras, con la camiseta de un equipo de futbol que le queda enorme, se pone al frente de la incursión. 
Pensaba encontrar una hacienda de proporciones, acaso con capilla anexa y árboles de cien años. Para mi sorpresa no es así. El edificio, leo en Womack, era un molino arrocero. Según entramos, a la izquierda hay un gran cuarto de planta rectangular. “Es un auditorio, donde Emiliano Zapata daba audiencias”, dice mi improvisado guía. Conforme nos vamos adentrando en el patio, me da la impresión que como para irse asegurando una buena propina, añade: “Aquí no entra nadie. Nadie. Pero nadie, ¿eh? Nunca… Es que es una comandancia.” Y luego: “Ustedes, ¿son españoles?”. El aspecto de Ana y Cristina casi lo convence. Para no decepcionarlo le digo que sí. Él se fija mejor: como nuestros acentos confirman que no somos más que vulgares chilangos, añade, entrecerrando los ojos, perspicaz, capcioso: “Pero ¿dónde viven?”.
El espacio libre de la antigua comandancia es bellísimo. Qué bueno porque es lo único que vamos a ver. La arcada, baja y proporcionada. La hora del día, casi las cinco de la tarde, hace que el sol sea propicio: hace calor pero los rayos oblicuos colorean todo de un barniz agradable. Al fondo, otra estatua de Emiliano, esta vez de pie, entre dos macetas con agaves. De allá sale el encargado, un hombre viejo y corpulento, más abrigado de lo que parecería necesitarse, que nos confirma que el museo está cerrado. Siento que nos ha perjudicado que el viejo responsable y el futbolista al ras hayan entrado en controversia. Si hubiéramos caído sólo en las manos de uno de los dos, habríamos visto todo lo visible y lo invisible. Ante la duda de quién va a ganarse la propina, mejor que se larguen los turistas.
El regreso a Yautepec, una media hora de una tirada, es por un libramiento que deja a la izquierda el pueblo de Ticumán. Como maneja Ana, y Cristina se entretiene escogiendo canciones de un iPod, me abstraigo viendo por la ventana pasar las vistas más hermosas del recorrido. 
México parece una vez más un enigma que ofrece solamente respuestas dolorosas y vuelvo a pensar que algunos de los mejores hombres han vivido en balde.

lunes, 19 de abril de 2010

Ruta de Emiliano Zapata (primera de dos partes)

Dije que sería buena idea ir tras los pasos de Emiliano Zapata, argumenté la cercanía del estado de Morelos, lo agradable del clima en estas fechas, la abundancia indudable de materiales informativos que facilitarían la aventura, pero lo hice de manera hipotética, refiriéndome al sábado de un futuro impreciso que nunca llegaría, con la certeza de que mis palabras no tendrían ninguna consecuencia práctica. No contaba con la tenacidad de Ana, que a los pocos días me llamó para decirme que teníamos una invitación a pasar el fin de semana en la casa de un amigo suyo en Yautepec, a un lado de la Hacienda de Oacalco, en pleno territorio zapatista. 
Por si fuera poco, se ofreció a manejar su camioneta nueva y a llevar comida y agua, y hasta dio los primeros pasos en la preparación de las rutas posibles, puntos de interés, horarios... Preparación que resultó sorprendentemente menos fácil de lo que yo había dicho, y sus resultados, tratándose de tal personaje y este año, más bien pobres. Un viernes conseguí librarme gracias al cumpleaños de un amigo; al siguiente no tuve más pretextos y pasadas las cuatro de la tarde me vi en un coche con Ana y su prima Cristina atravesando la ciudad de México rumbo a la carretera del sur.
¿Qué impresión se llevaría un turista bien intencionado si decidiera hacer la expedición por los lugares en los que nació, vivió y fue asesinado Emiliano Zapata? Hoy mismo, quiero decir, antes de que la oportunidad política les devuelva la trascendencia durante una mañana solemne... sólo para volver al olvido. ¿No es triste que frente a la casa donde nació el hombre que encabezó algunas de las exigencias más genuinas de la Revolución haya una manta que dice: "NO a la gasolinería en Anenecuilco"? ¿Y qué decir del Museo, digno de Ripley, que hay en el casco de la hacienda donde lo asesinaron?
Si ese turista fuera hoy mismo a esos escenarios, con la información que está en condiciones normales a su alcance, esto es lo que vería. Hicimos la ruta en cinco pasos, en este orden: Cuautla, Anenecuilco, Villa de Ayala, la Hacienda de San Juan Chinameca y Tlaltizapán. Volvimos a nuestro punto de partida, Yautepec, por un camino diferente al que nos había llevado, por lo que acabamos trazando en el mapa un óvalo para ir y volver.

1. Cuautla. Plaza de la Revolución del Sur
Esta plaza, que se encuentra casi como por azar atravesando Cuautla camino a Anenecuilco, señala el lugar en donde Zapata está enterrado. Está en obra: un grupo de albañiles cava alrededor para hacer, según nos explicó uno de ellos, los cimientos de una columnata que rodeará al monumento actual. 
¿Está enterrado debajo, cerca del lugar en donde trabajan? No conseguimos saberlo. Quizás nos lo hubiera dicho Telcel. No es broma: en puntos estratégicos de la ruta, la empresa telefónica comparte mamparas con las de las Rutas del Bicentenario, en las que ofrece información a cambio de marcar a un número. No lo hice: sentí cierta indignación por la sola idea de comprar a Telcel detalles sobre el movimiento zapatista o su líder.
En un extremo de la plaza hay una estela conmemorativa de piedra recinto bajo la cual, según nos dice nuestro informante albañil mientras se rasca la cabeza, puede que esté la tumba. Nos acercamos. Sobre el borde de una jardinera hay una plaquita conmemorativa firmada por el gobierno de Bolivia. Metido en la manta de las noches más frías de la montaña suriana, bajo de la fiebre de los treinta y tantos grados de la primavera morelense, se tiene la sensación de que Zapata acusa la temperatura de un gélido olvido.

2. Anenecuilco. Casa natal
La primera impresión es que las paredes de adobe, retocadas con argamasa y cubiertas por una lona, son un yacimiento prehispánico custodiado por el INAH. Se deja el coche en un terreno sombrado del otro lado de la calle, que atiende un sobrino nieto de Emiliano Zapata Salazar, según explica él mismo. Eso sí, añade, del lado Salazar. Cuando le tomo una foto me pregunta que si quiero que se ponga mejor el otro sombrero. Va por él. 
En el borde del ala tiene una cenefita con los colores de la bandera de México. Del lado del camino, frente al enrejado que marca el territorio familiar de los Zapata, una gran manta colgada del muro de la casa-estacionamiento llama a la unión del pueblo para reaccionar conjuntamente a la construcción de una gasolinería.
Como casi todas las veces durante aquella jornada, aunque el lugar estaba cerrado por obra—y bien se encargaron de repetírnoslo dos, tres, cuatro veces—, acabamos viéndolo, si bien sólo la parte descubierta. Un guía abrió el enrejado principal y nos pidió que nos sentáramos bajo la sombra de un árbol para exponernos las condiciones de la vida del héroe local, incluidas teorías originales propias que, dijo, es probable que vean la luz este año.
Los restos de la casa que se conserva, nos explica, son los de una de las dos originales, o por lo menos de una mayor que hubo en ese lugar. Allí nació Zapata el 8 de agosto de 1879. 
Detrás, a la izquierda al fondo, hay un hermoso jardín con las especies especificadas con letreros. No nos permitieron ver el museo, que según se nos dijo estaba en acondicionamiento, pero sí un bonito óleo en proceso de ser concluido, de un pintor apellidado Antuñano, que narra el momento en que Emiliano se despide para irse a la lucha armada.

3. La parota de Villa de Ayala
El gran árbol bajo el cual el maestro local Pablo Torres Burgos leyó el Plan de San Luis el 11 de marzo de 1911, momento que señaló la adhesión de los campesinos rebeldes de la zona al movimiento de Madero, aparece incólume, como si el tiempo sólo hubiera fortalecido sus ramas y hecho más profunda su sombra. 
Ésa es la especie a la que se refería Zapata, aunque con el precioso nombre indígena de huanacaxtle, cuando hablaba de colgar a los traidores, y es fácil imaginar semejante portento botánico atestado de cuerpos pudriéndose al sol. En las paredes del kiosko que se cobija a su sombra está reproducido el plan de Ayala, documento sagrado del zapatismo, de manera digamos popular, con letra manuscrita y dibujos alusivos. No pocos vecinos, todos hombres, la mayoría campesinos y unos cuantos policías, buscan la sombra de árbol y kiosko para conversar, hacer bromas, reír. Imposible no llamar la atención, con Ana y Cristina, dos llamativas güeras que contrastan con el público ambiente. Del lado del camino, que en el lugar del árbol traza una curva como para evitarlo —lo que le da a la vista un particular interés—, unas mujeres venden artesanía a la sombra de la parota, con la justificación del día mundial de la mujer, que acaba de celebrarse.

(Dejo para la semana entrante la visita a la Hacienda de San Juan Chinameca, con el museo que hay en ella, y el viejo molino arrocero que sirvió de cuartel general del zapatismo.)

lunes, 12 de abril de 2010

Homonimias

La semana pasada conocí a Fernando Fernández. No se crea que me he vuelto loco, ni siquiera que he caído en la tentación de ensayar un ejercicio de doppelgänger. Mi homónimo, Coordinador General de Extensión de la Universidad de Alcalá de Henares, es de carne y hueso. 
Nacido en la vecina Guadalajara, Fernando Fernández publicó en los años noventa la edición facsimilar de un manual de esgrima (Llave y gobierno de la destreza) escrito por un hombre que posiblemente tuvo un enfrentamiento con Quevedo. Eso sí: al revés que yo, insiste en añadir su segundo apellido: Lanza. Y es que en España llamarse como él y como yo es algo nada infrecuente.
Un puñado de Fernando Fernández españoles han alcanzado la fama y todos han sentido la necesidad de distinguirse con diversos procedimientos: el filósofo Fernando Savater, por ejemplo, omitiendo parte de su apellido paterno; el actor Fernando Fernán-Gómez, partiéndolo a la mitad; uno de los más conocidos cronistas taurinos, Fernando Fernández Román, añadiendo siempre su apellido materno. 
O al estilo gitano: Fernando Fernández Monje y Fernando Fernández Pantoja se llamaban los extraordinarios cantaores flamencos conocidos simplemente como Terremoto de Jerez, padre e hijo.
Así que de vivir en este país, siquiera por diferenciarme de la multitud mis homónimos, tendría que utilizar el apellido de mi madre: Figueroa.
Si desde niño supe de varios Fernando Fernández mexicanos (el más conocido fue el cantante llamado el crooner de México), nunca había sabido de alguien que, sin ser alguno de mis hermanos o tener necesariamente mi nombre de pila, tuviera mis dos apellidos. 
Las cosas cambiaron cuando vi The Searchers de John Ford, uno de los clásicos indiscutibles de la historia del cine.
Más allá del ecuador del película, John Wayne, que encarna al personaje protagonista, va a una “cantina” en la frontera con México donde ha de encontrarse con un hombre que conoce el paradero de la niña secuestrada a la que está buscando. “I am this man, señor”, le dice a Wayne ese hombre, que es una mezcla perfecta de bribón y terrateniente, el cual se presenta diciendo: “Emilio Grabiel [sic] Fernández y Figueroa, at your service for a price, always for a price”. A sus espaldas, mientras en español mi tocayo de apellidos dice: “¡Tequila para todos los señores!”, aparece bailando y tocando unas castañuelas una morenaza quien escucha de Fernández Figueroa, como si estuvieran en el Café de Chinitas y no en un desolado desierto de Norteamérica: “¡Carmen! Afuera, a la cocina, con tu tía, vete”, a lo que el cantinero añade, también en español: “Lárgate, atarantada”.
El brindis, que se lleva a cabo con un supuesto tequila de color ambarino, no tiene desperdicio: “Salud”, dice mi pariente de apellidos, a lo que Wayne contesta, algo desconcertantemente, siempre en español: “Y pesetas”, y Fernández Figueroa: “Y tiempo para gastarlas”. Y todavía Wayne: “Siemprrre”. El cantinero remata, ya en plan sublime: “Olé”. Al final, Wayne ensaya una definición arriesgada: “«Cicatriz» is mexican for scar”, y al acabar de decirla arroja al fuego de la cocina el contenido de un vaso y provoca una pequeña explosión, como si hubieran estado bebiendo aguarrás y no tequila.
Confieso que la primera vez que vi la película no entendí el sentido del nombre de ese personaje y me quedé con la agradable sensación de tener un pariente, por despreciable que pareciera, en ese lugar, en esa película, en ese director. Al día siguiente, como pensando en otra cosa, caí en la cuenta: llamándolo así, John Ford hizo un homenaje, entrelazándolos en uno solo, a los dos nombres más conocidos del cine de México: Emilio “El Indio” Fernández y Gabriel Figueroa. 
Me gusta pensar que para distinguirme de la multitud de Fernando Fernández que hay en España, si viviera aquí mi nombre cobraría un irresistible sentido cinematográfico.

lunes, 5 de abril de 2010

El mejor delantero suplente de la historia

El Parque Asturias de la ciudad de México tiene tres campos de futbol: dos de tamaño natural, llamados Molinón y Buenavista, y uno pequeño, para niños, conocido como El Campín. En éste comenzó, a los nueve años de mi edad, mi carrera futbolística.
Lo que no es poco decir: es muy posible que yo haya sido el mejor centro delantero suplente que hayan visto nunca aquellas canchas. No es que fuera malo: es que no me metían. Lo que explica que en los cinco o seis años que jugué no haya logrado meter más que dos goles, ambos de rebote.
Los equipos tenían nombres tomados de la orografía, la toponimia y la vida cotidiana de los asturianos: Río Cares, Cachapu (que es, como se ve en la foto, un recipiente de madera donde se guarda la piedra de afilar la guadaña), Arrancatapinos (tapín es un trozo de tierra con raíces), incluso Panoyos (mazorca de maíz malograda pero también... tonto). El mayor de mis primos, que fue un defensa central todo pundonor y coraje, jugó en el Sporting Covadonga y acabó sus días en el Orbayu (la famosa lluvia fina característica de Asturias), que tuvo algunas gloriosas temporadas y vestía de negro, con un paraguas bordado en el pecho a manera de escudo. 
Hacia la mitad de los años setenta, un asturiano tocado con una gorra más propia de detective que de entrenador, todo vellos y rubieces, más alto que la cima de Peña Blanca, fundó el Río Navia y lo atavió como la Holanda que bajo el apodo de Naranja Mecánica había asombrado a todos los niños del planeta, fueran asturianos de México o no.

Como todos los grandes centros delanteros incomprendidos, a lo largo de mi carrera jugué muy pocos minutos. Eso sí: en muchos equipos. Empecé jugando en el Sueve (sierra en el litoral asturiano), que vestía de amarillo y azul, como lo prueban las fotos que acompañan esta entrada, y que son del domingo de marzo de 1973 que estuve con el equipo en el Estadio Azteca.
Es posible que, de buenas a primeras, mi juego de toque rápido y desmarque inmediato causaran alguna impresión favorable porque durante aquel primer año llevé el número 8, aunque ya entonces estuve prácticamente toda la temporada en la banca.
¿Cómo no iba a ser así si la estrella de aquel Sueve era nada menos que Miguelito España, quien se convertiría en uno de los más sólidos futbolistas mexicanos, inamovible durante años en la selección nacional?
Después de un discreto paso por el Covadonga, me vi formando parte, ya en las canchas para mayores, del equipo del que guardo los recuerdos más vivos: el Bable (nombre del dialecto del latín hablado todavía en Asturias). La cosa quizás se deba a que, sentimental de mí, en esas temporadas descubrí aquellas verdades propias de la adolescencia que son tan dolorosas porque nos asaltan con los pantalones cortos y nos dejan la sensación de que perdemos sin la oportunidad siquiera de entrar al campo y jugar. Vestíamos a rayas verticales, de negro y miel, y éramos tan malos y de paso tan pocos que una temporada conseguí volver a llevar (siempre en la banca) el número 8. Mi apego a esos recuerdos me hace incomprensible que para algunos la palabra “bable” resulte inexacta o cosa peor.
Mis últimos tiempos de goleador ignorado pasaron sin pena ni gloria, ya en las filas del Cuera (que es otra sierra, ésta más al oriente de Asturias, limítrofe entre los concejos de Llanes y Cabrales), de azul y rojo, sin que mi astro futbolístico se atreviera nunca a brillar. 
Supongo que no tengo que decir que creo que el Centro Asturiano me sigue debiendo un partido de despedida. Vaya, porque comprendo que el de homenaje quizás sea demasiado.

(Las fotos del cachapu y de las sierras de Sueve y Cuera fueron hechas el fin de semana. La de Cuera la tomé desde el pueblo de Asiego de Cabrales).