domingo, 29 de julio de 2012

Viceversa en la historia del diseño gráfico en México, 1


Desde hace dos años, al llegar cierta mañana de febrero, llevo a María José a la librería Gandhi para que escoja en persona su regalo de cumpleaños. La mediana de mis tres ahijadas es la que tiene la personalidad, y quizás también el carácter, más acusados: sabe bien lo que quiere y cómo lo quiere. 
No por eso deja de ser una niña particularmente dulce y delicada. En la librería, como en casi todas partes, suele dar a las cosas su debida importancia. Se sienta en el primer lugar libre que encuentra a modo, el saliente de un librero pongamos por caso, en el que acomoda su cuerpito menudo, y se pone a pasar las páginas con seriedad. Hojea un libro. Después otro. Nunca con impaciencia. Siempre sin prisas. A veces una portada es suficiente para decidir que un libro no le interesa; otras, la negativa proviene de una concienzuda revisión. Lo que sucedió en las dos visitas que hemos hecho con el mismo propósito parece confirmar que en asuntos bibliográficos María José ha abandonado los intereses infantiles, o al menos los más obvios. 
El año pasado, por ejemplo. Después de revolver media sección infantil, cuando yo empezaba a preocuparme porque la librería no era suficiente para el particular género de sus gustos, se decidió nada menos que por una guía de reptiles y anfibios en inglés (The Complete Guide to Reptiles and Amphibians de Jinny Jonhson, editado por New Burlington Books), una elección tan afortunada que me prometí volver otro día para comprarme yo mismo un ejemplar.
Este febrero, el día que alcanzó la respetable edad de siete años, después de desechar de una vistazo la sección de niños y ver a detalle algunos libros de la mesa de ediciones fotográficas, escogió un hermoso volumen con retratos de National Geographic (In Focus, National Geographic Graetest Portraits) que no cualquier otro niño —y me temo que uno que otro adulto despistado— sería capaz de apreciar. 
Mientras la elección se llevaba a buen puerto, nada más asegurarme de que la pila de opciones a su lado estaba llena de libros que podrían interesarle (entre ellos uno con fotos de vistas de París que calculé erróneamente que sería el que elegiría), me di a mi vez una parsimoniosa vuelta entre los volúmenes en exhibición. Entonces descubrí un libro que nunca había visto, a pesar de mi interés en el tema, que apareció más o menos cuando María José y yo inaugurábamos nuestras visitas de cumpleaños a Gandhi. 
Me refiero a Diseño gráfico en México. 100 años. 1900-2000 de Giovanni Troconi, editado por Artes de México con el apoyo de Conaculta. Es una edición espléndida en muchos sentidos, empezando por las imágenes de todo género de publicaciones mexicanas antiguas y modernas. Vale la pena tenerlo, siquiera por pasar largos ratos agradables hojeándolo; también, si se quiere conocer la riqueza visual del diseño gráfico mexicano del siglo XX. Al poco de andar entre sus páginas, todavía dudando por su precio si debía o no comprármelo, pensé que a lo mejor aparecería por ahí alguna mención a Viceversa. Se me dirá que claro que debería de aparecer: la revista se publicó durante los últimos nueve años del siglo pasado y dio siempre importancia especial a su diseño gráfico. Además, porque trabajaron para ella algunos de los más brillantes diseñadores de aquella época, en ese entonces todos jóvenes. Pero en México las cosas son muy complicadas, así que lo mejor es proceder con tiento.
Un simple vistazo resolvió la duda: en el índice onomástico de Diseño gráfico en México aparece Viceversa en cuatro ocasiones, en las páginas 327, 338, 372 y 387. Sin embargo, tal como pude comprobar ya en mi casa, con el volumen abierto sobre mi escritorio, ese índice no es lo mejor del libro. En la primera de las páginas en la que se supone que se menciona la revista, no hay rastro de ella; cuando analizo el asunto con detenimiento me doy cuenta de que esa mención ocurre cinco páginas antes. 
Allí se dice que en los años noventa “los suplementos y los periódicos […] perdieron fuerza frente a dos nuevos paradigmas: el primero fue un diseño periodístico, cuyo modelo fue Reforma, y el segundo, cuyo modelo fue la revista Viceversa, que ofrecía un diseño ecléctico y relajado. En ambos casos, el énfasis se imprimió en lo visual, ágil, suelto y colorido”. A pesar de que esa división general ejemplifica con Viceversa una tendencia de la década, y por lo tanto le otorga un lugar especial entre las publicaciones de aquellos años, el análisis que debería de corresponderle no está en la sección que viene a continuación, “Revistas culturales”, ni en la que sigue, “Revistas alternativas”, sino que aparece relegado hasta la que está después, la genérica “Otras revistas”. 
En el pie de foto que comenta un par de portadas de Viceversa y no en el cuerpo del texto, se hace esta afirmación que desdice la expresada anteriormente: “Esta publicación es más un hito editorial que gráfico: de cualquier modo debe destacarse su escrupulosa legibilidad” (pág. 338). En la columna principal de la página puede leerse, por fin: “Viceversa, dirigida por Fernando Fernández, se encontraba a medio camino entre lo cultural y lo comercial. Su diseño fue obra de Rocío Mireles, posteriormente estuvo a cargo de Leonel Sahagón/Tipos Móviles”. Por último, añade la lista de colegas que formaban parte de los equipos de esos diseñadores. 
La información que ofrece Troconi es errónea e incompleta, entre otras razones porque se refiere sólo a la primera época de Viceversa, en específico hasta el número 14, de los 96 que conforman su historia. Quienes la diseñaron después y la modificaron tanto como cabe esperar en una revista que apareció durante casi una década —Álvaro Fernández Ros (en la foto al lado de estas líneas), Rodrigo Toledo, José Luis Silva y sobre todo Soren García Ascot, quien hizo, ella sola, más de cuarenta números— no aparecen mencionados en la nota… Y, si hacemos caso al índice onomástico, en ningún otro lugar del libro.
La segunda mención de Viceversa tampoco ocurre donde señala ese índice, en la página 372, sino esta vez cuatro más adelante, en la 376. Y allí se dice una nueva inexactitud, o mejor dicho se insiste y se amplía la anterior cuando se afirma que a Rocío Mireles —por otro lado talentosa diseñadora y editora y querida amiga— “se asocia” la dirección de arte de la revista. Es posible que alguien pueda hacer esa asociación; lo que nadie puede defender es que sea certera. Todavía en la 387 se dice que Leonel Sahagón fue director de arte de Viceversa, lo que tampoco fue exactamente así…
Desde luego que se agradece que un estudio de la importancia del que publica Troconi dedique espacio a Viceversa, y yo lo agradezco más que nadie. Lo digo como editor de esa revista pero también como lector, pensando en eso que es común en otros países y que entre nosotros parece una extravagante quimera: que la información respecto de ciertos asuntos se exponga de manera clara y verdadera. Me explican que su libro no fue una iniciativa aislada de hacer la historia del diseño gráfico en el país y que en cada una de las ediciones que lo han intentado hay inexactitudes, así que procedo a aclarar y completar lo que se dice de Viceversa con la idea de poner un granito de arena en el mejoramiento de la información sobre el tema. Para ello dedicaré el post de la semana próxima.

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No me fijé en la librería sino en mi casa, y si ahora digo algo al respecto es porque el asunto tiene gracia. Cuando revisé la aparición de mi nombre como director de la revista en ese índice —como se va viendo, más descabalado que onomástico—, me llevé una divertida sorpresa. Los editores del libro de Troconi meten a dos personas en un mismo nombre, no sé qué tan fantasmal: Fernando Fernández Ros. ¿Quién es este homónimo con el que no contaba? Mi amigo Álvaro Fernández Ros, en sus tiempos diseñador de Viceversa, dice que nunca ha oído de esa persona que lleva sus dos apellidos, e incluso me advierte de la rareza de su apellido materno. Al menos por lo que se dice en la página 277, se trata quizás de un miembro de aquella familia de editores conocidos en otras épocas que se apellidan como Álvaro y como yo, ya que se habla de una revista llamada Arquitecto que “era editada por Fernández Editores bajo la supervisión del arquitecto Fernando Fernández”. El único arquitecto de ese nombre del que yo tengo noticia es... mi padre —que nunca ha sido editor—. El problema es que la otra página en la que según ese índice aparece Fernando Fernández Ros es la 338, en la que se habla de Viceversa. Total, un verdadero embrollo. Sólo me queda desear que el resto de la información que contiene el libro no esté tan retorcida.

La revista Artes de México, por cierto, publica estos días un hermoso y merecido número monográfico a la obra del gran arquitecto mexicano Carlos Mijares Bracho en el que yo he participado con un trabajo sobre su Christ Church de las Lomas de Chapultepec, quizás su obra maestra.


El retrato de mi ahijada María José es de mi hermano José María.
El del cartonista y diseñador gráfico Álvaro Fernández Ros, de su hijo Andrés.

Otros homonimias en Siglo en la brisa, http://bit.ly/OlP20e

Más sobre Viceversa en este blog:
De Orwell a Trotski a Viceversa, http://bit.ly/MVDf7F  
Números de aniversario, http://bit.ly/KC5jkQ
Mis diez portadas preferidas, http://bit.ly/cJMvf4
El número de Scherer, http://bit.ly/feWfQk

domingo, 22 de julio de 2012

19 imágenes de los Estados Unidos


A Xavi y Arnaldo
En mayo de 1992, a las pocas semanas de regresar de Estados Unidos, escogí unas cuantas notas de las muchas que tomé durante el tiempo que fui profesor adjunto del Departamento de Lenguas Modernas de la Universidad de Bucknell, en Lewisburg, Pensilvania. 
El propósito de aquellas notas, que provenían de las más diversas fuentes, era recoger cuanto resultara de la admiración, la perplejidad y a veces la risa producidas al contacto con la esquizofrénica y fascinante sociedad de ese país. Esta semana, buscando entre mis ejemplares viejos del Semanario Cultural de Novedades un monográfico dedicado a José Carlos Becerra, di con el número en el que fue publicada originalmente la selección de mis notas bajo el título de “19 imágenes de los Estados Unidos”. 
Para no tener que capturarlo, y convencido de que el texto debía de estar en algún lugar de mi computadora, hice una búsqueda en mis archivos pero por más que lo intenté no conseguí dar con él. Encontré, en cambio, algo mejor: una transcripción, anterior a la criba, de la gran mayoría de las notas. Algunas no me interesaron como cuando las escribí; otras, sí, a veces más que las que acabé publicando.
Aquí un puñado de las mejores: una comunidad indígena protesta contra los miles de fanáticos que agitan hachas de hule espuma durante los partidos de los Bravos de Atlanta; una señora se indigna cuando le digo que el nombre oficial de mi país es Estados Unidos Mexicanos; un jubilado me explica que uno de los trabajos de mayor demanda es el de intérprete de español en las prisiones norteamericanas; una ley de Pensilvania impide que las estudiantes se reúnan en dormitorios, como lo hacen los hombres en las Fraternidades, porque considera que más de tres mujeres solas en una casa no puede ser sino un burdel; la recepción festiva, los enloquecidos aplausos, la locura generalizada en la Casa Blanca cuando Reagan vuelve a la residencia oficial por vez primera desde que dejó la presidencia en 1988; lo pequeño, lo infantil, lo ridículo que se ve George Bush a su lado; la votación pública para decidir si el que debe aparecer en una estampilla postal es un Elvis Presley joven o maduro; el estudiante que celebra delante de mí que los movimientos bursátiles de Japón, a diferencia de los norteamericanos, aquel día hayan ido a la baja…
El texto en el que reuní las diecinueve que más me gustaban hace veinte años apareció en un ambiguo formato versificado en el número del 31 de mayo de 1992 del Semanario que dirigía José de la Colina. Lo copio del ejemplar que tengo delante, casi tal cual lo publiqué. Casi: a la hora de pasarlo a la computadora he hecho algunos retoques y hasta me he permitido cambiar una nota que ahora me parece absurda por otra que no incluí entonces —por cierto sobre la etimología de la palabra Wisconsin—, y que durante las últimas dos décadas he contado a mis amigos una y otra vez.
Algunas observaciones pertinentes: el abogado Clarence Thomas fue acusado de agresión sexual por una colega exactamente cuando lanzaba su candidatura a la Corte Suprema de los Estados Unidos; en la televisión del restaurante del Langone Center, en el corazón del campus de Bucknell, atestigüé el momento en que ella decía en cadena nacional que el candidato conservador, por cierto conocido por su oposición al aborto o los derechos de los homosexuales, se había referido a un vello púbico en un vaso de coca cola. 
Por otro lado, al preguntar a mis alumnos de español cuál es la diferencia entre las banderas de México y de Italia, yo mismo provoqué la hilarante respuesta que queda consignada en su debido lugar. Como se dará cuenta todo el que sepa quién es Traveler, en aquella época leía Rayuela, por segunda y última vez hasta el día de hoy. Interpretada por PM Dawn, “Set adrift on memory bliss” (http://bit.ly/O7Beo9) es una afortunada versión (o sampleo) de 1991 de una discutible canción de 1983 de Spandau Ballet. 
Por último: hace algunos años olvidé si el hermoso verso que aparece citado hacia la mitad del texto es de John Wheatcroft, poeta y maestro de Bucknell, en traducción de David Huerta, o del propio David. Mis notas aparecieron dedicadas a éste, querido y admirado poeta que propuso mi nombre para ocupar la plaza en el Departamento de Lenguas Modernas de esa universidad, y a Bonnie Poteet, la maestra que defendió la propuesta y con la que trabajé durante aquellos dos semestres.

19 imágenes de los Estados Unidos

La resurrección del líder negro Malcolm X.
La revista bimestral Vietnam
Los 1760 parasoles amarillos que Christo hizo brillar durante tres semanas en California.
El pelo en la coca cola del juez Thomas.
La línea del currículum de Laurie Anderson en un programa de mano: “1952. Viajó a Tennessee en tren. Empezó a tocar el violín. Vio magnolias”.
Las 110 islas deshabitadas de Micronesia.
El ciudadano que de cada 293 norteamericanos es bombero.
Las 33 palabras en el reverso de la botella de la cerveza Rolling Rock.
El título de un libro de cuentos: Cowboys are my waekness.
El verso “Los árboles deciduos sobre el lánguido Susquehanna”.
El significado de la palabra Wisconsin, leído en un almanaque: “Malformación en lengua francesa de una palabra indígena cuyo significado está en disputa”.
El rizo blanco que Walt Whitman mandó en una carta para probar que ya tenía el pelo “nevado”, y que expone la Biblioteca Pública de Nueva York en el centenario de la muerte del poeta.
La alumna de español que dijo que la diferencia entre la bandera italiana y la mexicana está en “el pájara”.
Una puertorriqueña en Filadelfia.
Los pies de Pelé en la foto de Annie Leibovitz.
El fragmento en el que Traveler habla de los atardeceres en Connecticut.
Una canción: “Set adrift on memory bliss”.
Un diente de león y un frisbee.
El locutor de la radio que llamó a Michael Jordan “Rembrandt del basketbol”.

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Xavier Pascual Aguilar y Arnaldo José López, a quienes dedico afectuosamente esta entrada, fueron mis mejores amigos en la Universidad de Bucknell. En la segunda imagen de este post aparezco en compañía del primero de ellos.

El estupendo retrato contemporáneo de David Huerta lo he tomado prestado de la página en la red del Poetry Translation Center. Ignoro quién es el autor. La foto que cierra el post, en cambio, es en efecto la que Annie Leibovitz hizo literalmente a los pies del gran Pelé.

“Set adrift on memory bliss”, de PM Dawn: en la Wikipedia, http://bit.ly/l0m4s; en You Tube, http://bit.ly/O7Beo9
La canción de Spandau Ballet (1983), http://bit.ly/Hp3KQ

Más sobre mi año en Bucknell en este blog:
“Danza de Clori”, http://bit.ly/Qd3D3o
“Postales”, http://bit.ly/NM5wym
Soundtrack de una vida”, segunda parte, http://bit.ly/NFn3cM


domingo, 15 de julio de 2012

Machado recuerda a Pablo Iglesias


De pronto, sin saber cómo, dándome un tiempo que no tengo, me veo embarcado en la investigación para escribir un ensayo sobre Juan Almela Meliá. 
Lo hago no sin culpa: allí están esperándome los trabajos a medias empezados que debo entregar durante los siguientes días: para la edición de las memorias de un emigrante asturiano en México, para la exposición de un amigo fotógrafo, para la selección de artículos sobre lingüística y vida cotidiana publicados por una amiga en la revista que dirige. Es comprensible: para quien se dedica a la escritura, nada hay tan poderoso como la cristalización inesperada y repentina de un tema que ha estado gestándose dentro de uno  —a veces sin saberlo siquiera—. Cuando eso ocurre, el mundo parece detenerse. La suspensión momentánea de mis deberes me da incluso para intercalar este post.
A principios de abril encontré en la librería Bibliofilia de Donceles un ejemplar de Higiene y terapéutica del libro, el libro de Juan Almela Meliá, padre del poeta Gerardo Deniz, del que tenía noticias pero que nunca había tenido en las manos. De proyectar sobre el volumen una breve entrada para Siglo en la brisa me vi de pronto tomando las primeras notas para un trabajo sobre la vida y la obra del singular personaje. Fue él quien, a mediados de los años cuarenta, introdujo en México las prácticas de restauración y conservación de libros y documentos antiguos. Había llegado a la ciudad de México como exiliado político el 24 de mayo de 1942, exactamente el día que cumplió sesenta años, y a sus espaldas dejaba una intensa vida de político, escritor, periodista, traductor (y hasta alpinista) en su natal España.
El nombre de Juan Almela Meliá forma parte de la historia del nacimiento del socialismo español entre otras cosas porque fue hijastro, biógrafo y una de las personas más cercanas a Pablo Iglesias, el fundador del Partido Socialista y la Unión General de Trabajadores. 
La relación se dio de esta forma: durante sus viajes de proselitismo a Valencia, el célebre político solía hospedarse en el cuarto de alquiler que la madre del niño Almela Meliá (en la foto, al lado de estas líneas) tenía en renta en la ciudad meridiana. Según el Diccionario Biográfico del Socialismo Español la relación entre la casera y su huésped se volvió íntima a partir de 1893 y así se mantuvo hasta la muerte de él, más de tres décadas después, a finales de 1925. Juan Almela Meliá, que debía rondar los diez años cuando se produjeron los primeros encuentros, pronto fue adoptado por el carismático líder. (En la foto que reproduzco a continuación, es el hombre que posa las manos en el respaldo de Pablo Iglesias.)
Con la idea de ilustrar lo que debieron de ser las impresiones que le provocó la aparición de Pablo Iglesias en su vida —quien entonces tenía poco más de cuarenta años de edad—, acudí al testimonio de Antonio Machado sobre las veces que vio y oyó hablar al histórico dirigente, la primera de ellas precisamente cuando era niño. A pesar de su sobriedad, o quizás por eso, el texto machadiano es muy emocionante. No me resisto a copiarlo entero para que lo conozcan los lectores de este blog
El artículo se llama “Lo que recuerdo yo de Pablo Iglesias” y fue publicado originalmente el martes 16 de agosto de 1938 en la portada de La Vanguardia de Barcelona, como una entrega para su columna, llamada Desde el mirador de la guerra. El poeta sevillano evoca las dos veces que escuchó hablar al “abuelo”, primero cuando era niño y luego muchos años después. Es de los días en que la guerra ha cumplido ya dos años terribles y quizás por eso me da la impresión de que está bañado de ese tono melancólico de quien sabe que las cosas terminarán de la peor manera. Hay un interesante y escrupuloso análisis de Edward Baker sobre el artículo (el enlace, más abajo) en el que el profesor de la Universidad de Minnesota encuentra nexos entre el estilo en el que está escrito el texto, en el que no hay lugar para la anécdota, y la fase simbolista de la poesía machadiana, y revisa las menciones de Jorge Manrique y de Ilya Erhenburg. Las discutibles declaraciones del poeta sobre las máquinas grabadoras del final de artículo y sobre todo los posibles registros de la voz de Pablo Iglesias, dan para extender la investigación y armar un nuevo post.

Lo que recuerdo yo de Pablo Iglesias
Por Antonio Machado
Los que somos ya viejos y empezamos a vivir muy pronto evocamos hoy, como uno de los más decisivos recuerdos de nuestra infancia, la figura del compañero Iglesias —así se le llamaba entonces—, de aquel joven obrero de palabra ardiente, de elocuencia cordial. Era yo un niño de trece años; Pablo Iglesias, un hombre en la plenitud de la vida. Recuerdo haberle oído hablar entonces —hacia 1889— en Madrid, probablemente un domingo (¿un Primero de Mayo?), acaso en los jardines del Buen Retiro. No respondo de la exactitud de estos datos, tal vez mal retenidos en la memoria. La memoria es infiel: no sólo borra y confunde, sino que, a veces, inventa, para desorientarnos. De lo único que puedo responder es de la emoción que en mi alma iban despertando las palabras encendidas de Pablo Iglesias. Al escucharle, hacía yo la única honda reflexión que sobre la oratoria puede hacer un niño: “Parece que es verdad lo que ese hombre dice”. 
La voz de Pablo Iglesias tenía para mí el timbre inconfundible —e indefinible— de la verdad humana. Porque antes de Pablo Iglesias habían hablado otros oradores, tal vez más cultos, tal vez más enterados o de elocuencia más hábil, de los cuales sólo recuerdo que no hicieron en mí la menor impresión. Debo advertir que, aunque nacido y educado entre universitarios, nada había en mi educación —digámoslo en loor de ella— que me inclinara a pensar que la palabra de un cajista había de ser necesariamente menos interesante que la autorizada por la sabiduría oficial. Quiero decir que no había en mí el menor asombro ante el hecho de que un tipógrafo hablase bien. La palabra es un don —pensaba yo entonces— que reparte Dios algo a capricho, y que no siempre coincide con el reparto de diplomas académicos que hacen los hombres. Para un niño esto es una verdad muy clara. El tiempo se encarga de enturbiárnosla con múltiples reservas.
Lo cierto es que las palabras de Iglesias tenían para mí una autoridad que el orador había conquistado con el fuego que en ellas ponía, y que implicaban una revelación muy profunda para el alma de un niño. De todo el discurso, en el que sonaba muchas veces el nombre de Marx y el de algunos otros pensadores no menos ilustres, que no podía yo entonces valorar —hoy acaso tampoco—, sacaba yo esta ingenua conclusión infantil: “El mundo en que vivo está mucho peor de lo que yo creía. Mi pobre existencia de señorito pobre reposa, al fin, sobre una injusticia. ¡Cuántas existencias más pobres que la mía hay en el mundo, que ni siquiera pueden aspirar, como yo aspiro, a entreabrir algún día, por la propia mano, las puertas de la cultura, de la gloria, de la riqueza misma! Todo mi caudal, ciertamente, está en mi fantasía, mas no por ello deja de ser un privilegio que se debe a la suerte más que al mérito propio”. Mucho he pensado durante mi vida sobre esta primera meditación infantil, que debía a las palabras del compañero Iglesias.
Hace muy poco tiempo, un año antes de estallar la rebelión militar, Ilya Ehrenburg, nuestro fraterno amigo, me recitaba en Madrid las coplas de don Jorge Manrique, que él había traducido al ruso y que yo sabía de memoria en castellano. Muy bien sonaban en la lengua de Tolstoi, y en labios de Ehrenburg, aquello de

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;

y aquello otro de

allí los ríos caudales,
allí los otros mediados
y más chicos,

allegados son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.

Y una reflexión escéptica de muy honda raíz en mi alma, porque arrancaba de otra reflexión infantil, acudía a mi mente. Si los ricos y los que vivimos por nuestras manos —o por nuestras cabezas— somos iguales allegados a la mar del morir, y el viaje es tan corto, acaso no vale la pena de pelear en el camino. Pero la voz de Ehrenburg me evocaba, también por su vehemencia, las palabras que Pablo Iglesias fulminaba contra las desigualdades del camino, sin mencionar siquiera su brevedad. Y aquella reflexión mía no llegó a formularse en la lengua francesa que Ehrenburg y yo utilizábamos para entendernos. Porque, decididamente, el compañero Iglesias tenía razón, y el propio Manrique se la hubiera dado. La brevedad del camino en nada mengua el radio infinito de una injusticia. Allí donde ésta aparece, nuestro deber es combatirla.
Hace ya algunos años que la voz de Pablo Iglesias ha enmudecido para siempre. Yo la oí por segunda y última vez la tarde en que pedíamos amnistía [sic] para los ilustres encarcelados de Cartagena. Llegados al monumento a Castelar, donde la manifestación debía disolverse, encaramado en el alto pedestal vimos aparecer a Pablo Iglesias, que nos dirigía la palabra. Las multitudes aplaudíamos. La voz del orador, algo parda y enronquecida, con aliento difícil de fuelle viejo, era todavía —para mí, al menos— la voz del compañero Iglesias, porque en ella aún vibraba aquel su acento inconfundible de humanidad auténtica.
Yo no sé si la voz de Pablo Iglesias se conserva fonográficamente. De todos modos, no seré quien lamente la ausencia de ese disco. Al fonógrafo, tan exacto para registrar lo cuantitativo, las relaciones de más y de menos en la voz humana, escapa siempre lo cualitativo, ce rien qui est tout, el timbre que distingue a unas voces de otras. Es la tragedia de la máquina, tan útil, tan necesaria: a ella se escapa lo vivo casi siempre. Lo espiritual nunca lo reproduce.
En cuanto a la voz de Pablo Iglesias, del compañero Iglesias, o, si queréis, del abuelo, yo prefiero escucharla en mi recuerdo o, mejor todavía, en la voz de otros hombre no menos auténticos, no menos verdaderos, que aún nos hablan al corazón y a la inteligencia.

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El libro de Juan Almela Meliá sobre el histórico líder socialista se llama Pablo Iglesias: rasgos de su vida íntima. 

En la foto que acompaña esta nota, y que fue tomada en Ginebra, Almela Meliá aparece a la izquierda del grupo que hace con su colega republicano Antonio Atienza de la Rosa y su última mujer, Emilia Castell Núñez. La foto pertenece al archivo de Juan Almela Castell.

El Diccionario Biográfico del Socialismo Español, que edita la Fundación Pablo Iglesias, puede verse en http://diccionariobiografico.psoe.es/

La página de La Vanguardia donde apareció el texto de Machado por primera vez, y del que lo he tomado prestado: http://bit.ly/LT0owy
El análisis de Edward Baker sobre ese texto, http://bit.ly/Svzf1J

Más sobre la Guerra Civil en este blog:
Lecturas españolas, http://bit.ly/Ovxmgw

domingo, 8 de julio de 2012

El libro de las hojas


Precisamente por los días en que imaginaba un libro como éste, un amigo poeta me llamó la atención sobre su existencia en la red. Editado por Zsolt Debreczy para The Chicago University Press, The book of leaves de Allen J. Coombes se propone el estudio de seiscientos tipos de árboles a partir de sus hojas. En cuanto llegó a mis manos, en una caja en la que a pesar de sus dimensiones viajó sin mayores contratiempos, y lo hojeé por vez primera, El libro de las hojas se convirtió en uno de mis libros preferidos sobre árboles. Por supuesto, es mucho más que un mero catálogo de formas de hojas como yo lo imaginé. 
Al lado de cada una de las muestras, Coombes ofrece una ficha científica de la especie a la que pertenece (con la silueta de un ejemplar, contrastada con la escala humana para tener una idea de sus dimensiones), un mapa de distribución en el mundo y una descripción detallada de cada hoja, que reproduce en su tamaño real. En el caso de que la hoja del árbol resulte más grande que la del libro, vemos la parte que sí cabe, como en el caso de la Pistacia chinensis que está en la página 50 o la Juglans ailantifolia que está en la 267. (Quizás el mejor ejemplo, con todo, sea la página dedicada a la Cyclocarya paliurus de la 266…). 
Me hace gracia pensar que es la misma solución que yo, editor al fin, adopté en mi Cuaderno botánico, un primitivo álbum de aficionado que puede verse en http://bit.ly/acYY4W. En cierta medida, el libro de Coombes es la versión ideal, digamos que platónica, del mío, aunque mis apuntes sobre cada hoja nunca hayan ido más allá del nombre vulgar del árbol (si no lo ignoraba en el tiempo de la recogida), la fecha del día en que obtuve la muestra y el nombre de la persona que estaba conmigo en ese momento.
Parte del encanto del libro es, precisamente, su solución editorial: la información dispuesta con extraordinario buen gusto en un cada una de las páginas, en las que reina la hoja de árbol respectiva, reproducida con tanta fidelidad que podemos apreciarla en todos sus detalles: la calidad de la superficie de la lámina, el tono exacto de su verde, la nervadura, el peciolo, el raquis… En la gran mayoría de las páginas nos aguarda una felicidad: ya sea en la 308, por ejemplo, en donde aparece la Magnolia virginiana, o en la 194, en la que está el Quercus castaneifolia… Pero lo más sorprendente es que su autor, que también lo es de otros muchos libros sobre plantas y árboles, como The A to Z of names of plants o el muy traducido y divulgado Árboles (o Trees o Bäume o Alberi…) es el coordinador de las colecciones científicas del Herbario y el Jardín Botánico de la Universidad de Puebla. La idea de este post es mostrar aunque sea mínimamente la belleza de la edición mostrando algunas de sus páginas.




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The book of leaves de Allen J. Coombes fue editado por Zsolt Debreczy para The Chicago University Press. Tiene 656 páginas.

Conocido investigador y divulgador de la botánica especializado en Dendrología, Zsolt Debreczy es autor de un apetitoso trabajo en dos tomos sobre las coníferas.

Más sobre árboles en este blog:
La casita en el árbol, http://bit.ly/LzwRb2  
Casas en los árboles, http://bit.ly/OL4HJ8
Informe sobre la estupidez, http://bit.ly/oSklUj
Guía de árboles del Distrito Federal, http://bit.ly/bSTUI2  






domingo, 1 de julio de 2012

Una aclaración (trece años después)


Durante unos días de junio de 1999, cuando Ora la pluma estaba a punto de entrar a imprenta, pensé que quizás era pertinente ofrecer algún género de explicación sobre la frase de Garcilaso que da título al libro. 
Quería ser una argucia literaria: no es precisamente que hubiera sentido que una aclaración de esa naturaleza fuera necesaria y si pensé en escribirla fue porque me daba la oportunidad, partiendo de un ilustrísimo referente, de encajar un par de reflexiones sobre los poemas que aparecen en sus páginas. También, porque me hubiera permitido prevenir, si se quiere entre burlas y veras, sobre la calidad de unos trabajos escritos en circunstancias —según pensaba yo entonces— no exactamente propicias. Desde la aparición en 1990 de El ciclismo y los clásicos habían pasado nueve años: el tiempo que duraron las dos empresas en las que concentré casi todos mi empeños durante esa década: Milenio, primero (nada que ver, por cierto, con ninguna publicación que lleve actualmente ese nombre) y ViceversaUna noche, conversando con mi amiga Laureana Toledo en un restaurante italiano a un paso de la calle de Mazatlán, deseché la idea. Trece años después, al releer la nota que acabé redactando, me da risa que alguna vez haya siquiera considerado publicarla. En mi descarga diré que de ninguna manera trasluce el ánimo juguetón con el que fue escrita, y por eso nada tiene que ver con el libro. La desempolvo ahora como una curiosidad para los lectores de Siglo en la brisa.

Nota
Entre las armas del sangriento Marte,
do apenas hay quien su furor contraste,
hurté de tiempo aquesta breve suma,
tomando ora la espada, ora la pluma.
Garcilaso de la Vega

Quizás no esté de más aclarar que estos versos, de donde he tomado el título de este libro, de ninguna manera desean sugerir algo así como que yo conozca alguna suerte de experiencia siquiera remotamente militar. Nada más lejos de mi gusto y mis intereses. El tópico renacentista que entiende la vida como el resultado del ejercicio alternado de las letras y las armas me permite subrayar una conciliación que sucede en mi interior, entre mi labor no literaria, que escasamente tiene que ver con la literatura (y que a veces se ha presentado ante mis ojos como una contienda difícil o ingrata), y mi vocación de poeta. He escrito estos trabajos a lo largo de los últimos nueve años, de tarde en tarde, robando minutos al ruidero y las prisas de mi vida diaria. Pero esto no es una justificación: mis poemas están listos para correr su propia suerte y ahora es su deber salir a afrontar, lejos de mí, empuñando sus propias armas, una batalla en la que nada significo.

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En la polaroid que abre este post, mi amiga Victoria Clay sostiene un ejemplar de Ora la pluma a los pocos meses de la salida del libro. La foto es de Carlo Pizzati.