viernes, 17 de enero de 2020

El mayor blasón (Los hijos de don Venancio, 1944)


Se apellidaban Fernández, eran asturianos, dedicaron su vida a la familia y el comercio; fuera de eso, Santos Fernández Bueno, mi abuelo, y Venancio Fernández, personaje principal de Los hijos de don Venancio, película escrita y dirigida en 1944 por Joaquín Pardavé, no tienen nada que ver. Si acudo a esa película cuyo éxito comercial permitió una secuela (Los nietos de don Venancio, filmada al siguiente año), es porque son prácticamente inexistentes las obras que tienen como tema la multitudinaria emigración asturiana a México que se extendió entre el último tercio del siglo XIX y los años cincuentas de la centuria pasada.
Foto Cándido García.
Llanes, Asturias, 1919
A principios del XXI, cuando hacía yo las investigaciones para ubicar en un contexto más amplio la historia del éxodo de mi familia y enriquecer de así la escritura de Oriundos (Cataria, 2018), no encontré fuentes de información por lo que tuve que hilar desde cero, acudiendo con frecuencia al auxilio de mi propia memoria. No me quejo, desde luego, y ahí está el resultado, que no depende de nada más, sea para bien o para mal. Sin embargo, siempre es útil (y grato) encontrar obras, sean académicas o artísticas, producto del estudio o de la imaginación, en las cuales lo que hemos vivido por nuestra cuenta se analiza desde diversos puntos de vista, enriqueciendo así nuestras propias experiencias. En el caso de la emigración de asturianos a México prácticamente sólo tenemos esa película, y por esa causa, a pesar de todas sus deficiencias, la hemos visto en varias ocasiones a lo largo del tiempo y hasta hemos terminado por tomarle cariño.
La acusación más irrebatible es que se trata de un melodrama pobre, que si triunfó en taquilla tiene que haber sido por su mezcla de sencillez, casi simpleza, y sentimentalismo. Basada en Los tres berretines, originalmente una obra teatral llevada al cine en Argentina en 1933, cuando fue una de las primeras películas sonoras de ese país, Los hijos de don Venancio mantiene las profesiones o pasatiempos a los cuales los hijos dedican sus afanes en lugar de emplearse en el negocio paterno, y hace que tres de los cinco vástagos del comerciante asturiano tengan la cabeza metida en el cine, el futbol y la música (el tango, en la película argentina).
Tal como apunta el título de la versión escrita por Pardavé, el meollo del asunto dramático de la película radica en la mala relación de don Venancio con sus hijos. El personaje, encarnado por el carismático actor de Pénjamo, es viudo: su mujer, una mexicana previsiblemente llamada Lupita, con cuyo retrato habla para contarle sus penas y sus alegrías, lo ha dejado con la difícil tarea de terminar de educar a sus hijos como seres maduros y conscientes, lo que no puede conseguir porque es un hombre testarudo, malhumorado e inflexible.
El mayor (Rafael Banquells) tiene mala suerte: es decente y trabajador pero no consigue emplearse. Incluso se ha casado, por cierto con una mujer de la que tenemos repetida noticia pero que extrañamente nunca aparece en escena, ni siquiera en los momentos de reunión de toda la familia. 
El segundo de los tres hijos varones, que en la película se llama Horacio Fernández y no es otro que Horacio Casarín (Cazarín, en los créditos), un recordado delantero de la historia del futbol nacional, quiere ser futbolista y vive pegado a un balón, al grado de que incluso duerme abrazado a él.
El tercero y último, a pesar de carecer totalmente de talento para ello, como es evidente a lo largo de la hora con cuarenta minutos que dura la película, con ejemplos cada uno menos gracioso que el otro, desea ser músico y poeta: el pelo revuelto, el moño al cuello, los disparates siempre a flor de boca del actor Alfredo Varela Jr. lo hacen quizás el personaje más deformado por la caricatura y por lo tanto el menos conseguido de cuantos aparecen en Los hijos de don Venancio.
Dos son las hijas mujeres: la menor (Mari Lu) vive pensando en el cine y sueña entre retratos de sus actores de preferidos: ella es quien acompaña a su padre, al que repetidamente llama “viejo”, y lo consuela de la pésima relación que mantiene con la mayor (Alicia Ravell), la cual se ha fugado, casado e incluso embarazado de un joven insolente que no muestra el menor interés por el trabajo y vive entregado al alcohol y al tabaco (Roberto Cañedo).
Santos Fernández Bueno, a la derecha de la imagen. Yo, en el centro, viviendo un predicamento del que sólo está al tanto Javier, mi primo, quien me ve con desconcierto.
Foto: FFB 
Al revés que don Venancio, Santos Fernández Bueno, mi abuelo, tenía costumbres espartanas que se notaban en su vivienda sobria, en su manera de vestir y de expresarse, y era perfectamente capaz de deshacerse del negocio fundado por él mismo, como hizo en efecto, para conseguir que sus hijos no acabaran trabajando en él y encaminarlos gracias a ello hacia los estudios universitarios que idealizaba, entre otras poderosas razones porque él nunca los pudo tener. Pero sobre todo no había dudas respecto al vínculo de rigor y respeto que mantenía con sus seis hijos (tres hombres, tres mujeres), suavizado apenas por las formas menos rígidas de su mujer, su prima Fernanda, asturiana como él aunque nacida ya en México y devuelta a la Asturias común en plena infancia una vez que murió su madre en los andurriales de la emigración.

(Este texto es un fragmento del ensayo completo, que puede leerse en línea, en la página de Nexos. El ensayo completo apareció impreso en el número de diciembre del año pasado de esa revista. Aquí el enlace que lleva a la revista que dirige el poeta Luis Miguel Aguilar:  https://bit.ly/2R6Jlg9).

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sábado, 11 de enero de 2020

Dos recortes de periódico (1983-1963)

Ya que abro la caja de Pandora, esta vez para localizar un recorte de periódico de hace dos décadas, cedo a la tentación de atrapar al vuelo algo de lo que intenta salir del encierro de años y aletea delante de mis ojos, un pasado impreso en todo género de documentos susceptible de ser revivido a través de la reconstrucción memorística. Recortes, folletos, páginas enteras de diarios y revistas hacen lo posible por que les preste mi atención y quizás hasta mi pluma. 
Sucede, por ejemplo, con un recorte de periódico de 1983 que incluye una fotografía hecha en Radio UNAM: en ella acompaño a mi padre y Ángeles Lagos, quienes se han conocido hace apenas unas semanas. Él, que en la imagen tiene 49 años (siempre treinta más que yo, que aquel día tengo 19), lleva el bigote que lucía cuando aquello ocurrió: con una excepción, al regreso de un viaje a Centroamérica, jamás lo había llevado y poco más tarde lo desechará nunca volver a él. 
Obra de Felipe de la Torre.
Estamos en la inauguración de una exposición del pintor Felipe de la Torre en las instalaciones de la estación universitaria, en Adolfo Prieto número 133, colonia del Valle, donde Ángeles trabaja. Hace poco, ella me ha invitado a escribir guiones para radio, medio en el cual hago mis primeras incursiones sin sospechar que un cuarto de siglo más adelante volveré a él. Me he estrenado con un par de guiones sobre dos personajes a los que conozco y admiro: Buñuel, que ha muerto el 29 de julio pasado, y Borges, que tres años después seguirá el mismo camino y a cuya obra dedico todo género de afanes, desvelos y entusiasmos. Para recordar aquel día del inicio de su noviazgo, Ángeles y mi padre han adquirido una pieza del expositor, que luego estará en los espacios que van a compartir a lo largo de más de treinta y cinco años.
Sigo removiendo papeles de la caja llena de notas de prensa y toda suerte de recortes de periódicos y revistas, hasta que un sobre de plástico transparente me llama la atención: a través de él, poco más que una adolescente, luminosa y bellísima, me sonríe mi madre. ¡Precioso retrato! Es el clásico, digamos, de la época: la inclinación de la cabeza, el peinado, el corte de las cejas. ¿Habrá sido hecho en Dolsé, casa fotográfica de Oviedo, ciudad de donde fue remitida con anticipación a México? La foto ilustra una nota publicada el jueves 19 de septiembre de 1963, en la Sección B (de Sociales), del diario Excélsior.
Como nos enteramos por ella, Otilia y Fernando, mis futuros padres, se han casado cinco días antes, el sábado 14, en efecto, como titula la nota, en Oviedo, la capital de Asturias. (Se ve que el encabezado es el acostumbrado para esos casos ya que en el recorte complementario podemos leer: “Rosario Hernández se casó en Jalapa”.) Transcribo la nota para comodidad de quienes quieran leerla completa:

En una brillante ceremonia que se llevó a cabo ante el altar mayor de la iglesia del Corazón de María, en Oviedo, Asturias, España, enlazaron sus destinos la guapa señorita asturiana Otilia Figueroa Martínez y el conocido arquitecto hispanomexicano nacido en esta capital, Fernando Fernández Bueno. La novia, hoy señora de Fernández Bueno, es hija de doña Otilia Martínez viuda de Figueroa, dama muy estimada entre las mejores familias de aquella capital astur. El novio es hijo del comerciante español aquí radicado, don Santos Fernández Bueno y de doña Fernanda Bueno de Fernández, que gozan de muchos afectos en los medios sociales de la colectividad española de México, y quienes ese trasladaron oportunamente a aquella población para estar presentes en la ceremonia y firmar las actas matrimoniales como testigos de la misma. El acontecimiento fue celebrado con espléndida comida que se sirvió en uno de las mejores hoteles de Oviedo, terminada la cual la feliz pareja partió en viaje de luna de miel por las principales capitales europeas. En los próximos días de diciembre próximo los nuevos esposos vendrán a esta capital, donde establecerán su residencia.

La nota me hace sonreír, desde luego. Como responde a una suerte de modelo prestablecido (poco menos que un “machote”, como diríamos en México, con palabra procedente del náhuatl, según leo en el diccionario), la nota de Excélsior resulta verosímil, pero no siempre es verdadera. En términos generales la información es la correcta, por supuesto, pero la nota deja sin referir algún detalle importante, incorpora ciertas imprecisiones y divulga una mentira. 
Nada dice, por ejemplo, de la pertinaz lluvia que cayó la tarde de la boda. El 14 de septiembre de 1963, a la hora de la salida de la ceremonia religiosa, se precipitó sobre sobre la capital de Principado una tremenda tormenta de agua. Me niego a aceptar que aquél haya sido un augurio de que el matrimonio iría a romperse, como efectivamente ocurrió, 17 años más tarde, ya que en la Asturias de entonces diluviaba con extraordinaria frecuencia. Véase, para ello, el papel que juega en La Regenta, la gran novela de Clarín, quien da a la temporada de lluvias el lugar que merece en la división de las partes de su libro. 
En Oviedo, en 2014. Foto de FFB
Mucho deben de haber cambiado las cosas en los últimos quince o veinte años porque cuando yo viví en Oviedo, a principios de siglo, ya no llovía como en los tiempos de Ana Ozores, los cuales, no me cabe ninguna duda, se prolongaron hasta el día en que mis padres se encontraron. Además, si aquella superstición que relaciona la lluvia con el fracaso de los matrimonios tuviera algo de verdad, casi ninguno habría sobrevivido de cuantos se celebraron bajo los intensamente pluviosos cielos asturianos desde los tiempos del Rey Fabila.
Playa de Poo, Llanes (Asturias), verano de 1976.
¡Cómo se hubiera reído tiernamente mi abuela materna, doña Otilia Martínez Díaz, del modo en que la describe el periódico mexicano! “Dama muy estimada entre las mejores familias de aquella capital astur”. Desde luego que lo era, faltaba más, pero esas palabras no hacen justicia a su situación. 
Gema, hermana de mi madre, carga a mi hermano José
María. Luego seguimos mi abuela Otilia y yo.
La foto, en la casa de ellas, en Ciudad Naranco,
Oviedo, en el otoño de 1967.
Como viuda de José María Figueroa Monís, quien hasta su muerte, en 1958, esto es cinco años antes, había sido director de la Cárcel Provincial de Oviedo, estaba pasando una difícil temporada: ya vivían, ella y los hijos que le quedaban sin casarse, en Ciudad Naranco, el barrio que se extiende en las faldas del monte de ese nombre que limita a la ciudad por el norte, pero habían pasado una mala época cuando, al poco de morir su marido, ella y ellos tuvieron que abandonar la Casa del Director de la Cárcel sin los medios apropiados para trasladarse a un lugar acorde con el papel que él había jugado en la sociedad ovetense de la época, y se vieron orillados a alquilar durante unos meses un departamento en un séptimo piso en Ventanielles, en un edificio que no había sido acabado de construir y que aún no tenía en uso el ascensor. El padre de mi madre, por lo visto, jamás aprovechó su relevante posición en el mundo oficialista asturiano y al morir no dejó ni una peseta en el banco. 
Mi abuelo materno, José María
Figueroa Monís.
Sólo caben dos teorías: o pensaba que iba a vivir cien años, y que nunca tendría que abandonar a la casa de la Cárcel, o poseía los más crudos agravantes de su andaluza nacionalidad (había nacido en Huelva, en 1902) y jamás le pasó siquiera por la cabeza el extravagante proyecto de prever ni mínimamente el futuro de su mujer y los cinco hijos que había tenido con ella. Como sea, nunca se hizo de ninguna propiedad, por modesta que resultara, a donde pudiera trasladarse en los tiempos de su jubilación. Al faltar él, su viuda y sus cinco vástagos, todos ellos muy jóvenes (a su muerte, mi madre tenía catorce años), se vieron en un verdadero predicamento. Mi abuela Otilia, quien murió en diciembre de 1976, el mismo año que pasamos con ella un inolvidable primer verano en España, se mantuvo a duras penas durante los veinte años que sobrevivió a su marido mayormente de una modesta pensión como viuda de un funcionario de prisiones. Su hija Oti, en México, a donde se trasladó a los diecinueve años ya embarazada de mí, daba clases de corte y confección a algunas amigas y conocidas para mandarle algún dinero a su madre, con que ella pudo ayudarse para las cosas que más le hacían falta.
Menos importante pero no por ello menos inexacto, por otro lado, no celebraron mis padres y sus familias respectivas y demás invitados la fiesta de su boda “en uno de los mejores hoteles” de la ciudad, como afirma la nota del diario mexicano, sino en los bajos del Teatro Filarmónica, el cual estaba y sigue estando en la calle Mendizábal, precisamente delante del estudio fotográfico Dolsé, en un elegante salón de banquetes que llevaba el inusitado nombre de Alaska. Otro día volveremos para probar el menú.
Lo más gracioso de todo el asunto es el final de la nota de Excélsior: “la feliz pareja partió en viaje de luna de miel por las principales capitales europeas”. ¡Qué bonito suena! Imagina uno París, Viena, Praga, Berlín… La verdad es que mis padres, quizás de acuerdo con el espíritu espartano del comerciante don Santos Fernández Bueno, padre de él, quien nueve meses y un día después de la boda pudo ser llamado mi abuelo, Oti y Fernando no fueron de luna de miel más lejos que al puerto de Gijón, a 35 kilómetros de Oviedo. Se hospedaron en el Hotel Hernán Cortés, nada menos, donde esa misma noche o cuando mucho la siguiente fui concebido. En mi escritorio vive el platito de un servicio de café que conmemora la feliz estancia. Pero ésa es otra historia.
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Guillermina. Foto:
Javier Niembro Fernández
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