viernes, 27 de mayo de 2016

De marras, primeras imágenes

Bajo el sello del Fondo de Cultura Económica, la semana pasada apareció De marras, la prosa reunida del poeta Gerardo Deniz. Como en el libro (de casi 900 páginas) hay de todo, se antoja hacer un recuento más o menos pormenorizado de su contenido, cosa que haré próximamente. Por ahora me conformo con divulgar algunas imágenes del primer ejemplar que llegó a mis manos, tal y como hice hace un par de semanas con la edición española de Sobre las íes. Mi propósito es anticipar el gozo del encuentro con este estupendo volumen que deja establecido uno de los aspectos más poderosos y menos explorados de la obra de Deniz.













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Las fotos de este post fueron hechas con mi teléfono celular. El retrato de la derecha es de Roberto Portillo.

Más sobre Deniz en este blog:
Sobre las íes, edición española, http://bit.ly/1NJIQms
Cómo nació el seudónimo, http://bit.ly/1RTMiXd  
Deniz en Buenos Aires, http://bit.ly/1N37oAb
En sus 80 años, http://bit.ly/1sDZm8f
Su vida con el Fondo, http://bit.ly/1TNgNSM
Noticias “recientes”, http://bit.ly/V95VkF
Sobre Red de agujeritoshttp://bit.ly/12RrW9H
Cuadernos y dibujos infantiles, http://bit.ly/9dkSDa







viernes, 20 de mayo de 2016

Alberti, Machado y una rara edición de Rimbaud

Acudo a la que, sin duda ninguna, tiene que ser la fuente original. Sin embargo, ya desde la segunda frase me doy cuenta de que no lo es; Alberti lo dice expresamente: retoma la evocación de un libro suyo llamado Imagen primera de…, que no está en mi biblioteca. 
No importa: sigo copiando de La arboleda perdida la anécdota, que no recordaba de mi antigua lectura de las memorias de Alberti, del día que el joven poeta mostró a Antonio Machado, en un café del Madrid de hace cerca de un siglo, su recién adquirido valiosísimo tesoro: una rara edición francesa de poemas de Rimbaud.
Pero en cuanto acabo de copiar, me doy cuenta de que, justo a la mitad del episodio, falta algo importante. Y es que, para sus memorias, Alberti retomó el pasaje de su propio libro pero no creyó necesario copiarlo completo. En cambio, yo siento la necesidad de volverlo a leer tal y como lo leí la primera vez, hace sólo unos días. De esa forma, me veo obligado a volver al libro que estaba leyendo, el de Bernard Sesé.
Y sí, ahí está, resplandeciente y entera, aunque ligeramente cambiada, lo que me obliga a hacer una reconstrucción de cómo debe de haberla contado Alberti en aquel libro que falta entre mis libros, uno de los pocos suyos que no tengo (yo, que fui su apasionado lector…), y en el que contó las impresiones iniciales que le causaron algunos de sus contemporáneos, entre ellos Antonio Machado. Del libro del profesor francés, aunque, ya digo, no sin retocarla aquí y allá, copio la preciosa anécdota, para el gozo de los lectores de este blog.
Antes, una palabra: Machado fue un grandísimo fumador: las evocaciones que conozco insisten en ello: la ceniza acompañaba a su persona igual que si le cayera del cielo; le nimbaba la cabeza con un círculo no siempre perceptible para los demás; le caía de los hombros del saco; le manchaba las yemas de los dedos, ya amarillos. Al final, acababa atestando el rincón del café en el que pasaba las horas muertas. Me divierte que Alberti haya sido víctima de la afición al tabaco del gran Antonio, y sobre todo que lo haya sido de esta forma. Nótese, por cierto, el género de prosa del poeta de Marinero en tierra, el cual, poco antes de poner el libro de Rimbaud en manos del maestro, se sentía “infantilmente feliz aquella tarde sabiéndolo apretado bajo mi gabán para librarlo de la lluvia”.
Alberti, Machado y un ejemplar de Rimbaud
Por Rafael Alberti
La segunda vez que vi a Antonio Machado fue en el Café Español, un viejo café siglo XIX, que había frente a un costado del Teatro Real, de Madrid, cerca de la plaza de Oriente. Empañados espejos de aguas ennegrecidas recogían la sombra de estantiguas señoras enlutadas, solitarios caballeros de cuellos anticuados, pobres familias de la clase media, con ajadas niñas casaderas, tristes flores cerradas contra el rendido terciopelo de los sillones.
Un ciego, buen músico, según el sentir de los asiduos, tocaba el piano, mientras que una muchacha regordeta iba de mesa en mesa buscando el convite —un café con tostada, acompañado de algún que otro pellizco furtivo— de los ensimismados admiradores de su padre. Desde la calle, llovida y fría del otoño, adiviné, tras los visillos iluminados de las ventanas, la silueta de Machado, y entré a saludarle. Yo venía de una pequeña librería íntima, cuyo librero, gran amigo de los jóvenes escritores de entonces, acababa de conseguirme un raro ejemplar de los poemas de Rimbaud, sintiéndome infantilmente feliz aquella tarde sabiéndolo apretado bajo mi gabán para librarlo de la lluvia.
Machado me saludó muy cariñoso, ofreciéndome en seguida un asiento a su lado, mientras me presentaba a sus contertulios. Muy ufano, al quitarme el gabán, le descubrí mi precioso volumen, que él hojeó con un débil gruñido aprobatorio, dejándolo luego sobre la silla que a su izquierda sostenía en su respaldo los abrigos y las bufandas. De los presentados, sólo recuerdo hoy a uno: al viejo actor Ricardo Calvo, gran amigo del poeta. Aquella tarde, rara ausencia, no se encontraba allí su inseparable hermano Manuel. Los demás que le rodeaban eran unos extraños señores pasados de moda y como salidos de alguna rebotica de pueblo. Y así creo que era, pues la conversación, durante el rato que yo estuve, aleteó siempre, cansina, alrededor de cosas provincianas; preocupaciones y cosas bien lejanas y ajenas a aquellas tazas de café que tenían delante: el traslado de algún profesor de instituto, la enfermedad de no sé quién, la cosecha del año anterior, etcétera.
Al cabo de algún tiempo, observé que Machado fumaba y fumaba bajando, distraído, el cigarrillo hacia el lugar donde yo calculaba debía hallarse posado mi precioso libro. Con un espanto mal reprimido, quise mirar, primero, por encima del hombro de don Antonio y, luego, por debajo de la mesa, para cerciorarme de que la policía del más excepcional poeta de Francia no estaba sirviendo de cenicero a las colillas del gran poeta español. Pero no me atreví, por encontrarlo poco delicado y considerar, además, mis sospechas indignas y exageradas.
¡Ah, pero qué mal hice, qué mal hice! –iba reprochándome poco después bajo los farolones verdes y los altos monarcas visigodos de la plaza de Oriente. Mas desde aquella tarde pude mostrar –no sin cierta sonrisa melancólica–, a cuantas personas han venido pasando por mi casa, mi raro ejemplar de Rimbaud, aún más raro y valioso por las redondas quemaduras que los cigarrillos de Machado le abrieron en sus cubiertas color hoja de otoño.

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Obsérvese cómo, en la foto de grupo en que los hermanos Machado aparecen, entre otros, con el dictador Primo de Rivera y su hijo José Antonio, sólo fuman los dos poetas y dramaturgos sevillanos. Como es bien sabido, la famosísima foto de Machado es de Alfonso y fue tomada el 8 de mayo de 1934 en el café de las Salesas. El retrato de Alberti joven procede de la página en línea de la Fundación que lleva su nombre. El de Alberti viejo es de Albert Schommer; fue hecho en 1984 y lo copio de http://bit.ly/1YHoc6L

Más sobre Antonio Machado en este blog:
Machado recuerda a Pablo Iglesias, http://bit.ly/1RRIecM
Machado en el recuerdo de Moreno Villa: http://bit.ly/232fwLo
La rima según Machado, http://bit.ly/1U6LTWV