domingo, 24 de junio de 2012

De Orwell a Trotski a Viceversa

En cuanto acabé de releer Rebelión en la granja me trepé a la parte más alta del librero de mi estudio y alcancé con las puntas de los dedos el ejemplar que unas semanas antes me había enviado el Fondo de Cultura Económica de Trotski, revolucionario sin fronteras
Me sorprendió que el paso de la fábula de Orwell a la investigación de Jean-Jacques Marie, aparecida originalmente en francés en 2006, fuera tan terso: nada más empezar a leer, tuve la certeza de que estaba delante de la misma historia, contada, por decirlo así, en otro “código” pero sin acusar en exceso el salto de la ficción a la historiografía. Al abrir el paquete en el que venía el respetable volumen editado por la representación argentina del Fondo y luego mientras lo colocaba en la única región de mi estudio donde un libro de sus proporciones puede tener cabida, me prometí echar muy pronto un vistazo a los capítulos que describen los años mexicanos del gran revolucionario ruso y por fin tuve el impulso de hacerlo al terminar de leer el relato orwelliano la noche del domingo pasado. ¿Los temas? Su llegada a Tampico en enero de 1937, acompañado de su esposa Natalia, y los encuentros y desencuentros con Diego Rivera y Frida Kahlo; la casa que habitó primero en Coyoacán y la que compró después a sólo unas calles de distancia, por lo visto con el apoyo de unos trotskistas gringos; sus conversaciones con André Breton; la muerte de su hijo en París, en turbias circunstancias, y el reencuentro con su nieto en México; su conmovedor interés por los cactus, que lo llevó a hacer excursiones con el propósito de estudiarlos y coleccionarlos; la vergonzosa irrupción de David Alfaro Siquieros, que una noche atacó violentamente su casa al frente de un comando con la intención de acabar con su vida, y finalmente su espantoso asesinato en agosto de 1940 a manos de un estalinista que de todas las nacionalidades tenía que ser español. 
Hace doce años, en junio de 2000, en tiempos tan electorales como los que corren, Viceversa publicó un dossier sobre Trotski. El centro de la entrega lo constituía un pequeño portafolio fotográfico del extraordinario personaje durante su estancia en México: una conferencia de prensa a cielo abierto y una serie de retratos mientras habla con su vehemencia característica. También, la escena de crimen: un amplio e iluminado cuarto blanco con un gran mapa de la República Mexicana en la pared: los manuscritos sobre la mesa, quizás tal y como estaban en el momento de su muerte, y una serie de periódicos y otros papeles, extensos como mapas o planos, todavía revueltos y salpicados de tinta o sangre. 
Por último, un par de fotos en el hospital, y una más, que me estremece y que ahora no publicaría, en la que un médico manipula su cerebro. Las imágenes, que pertenecen a la colección Enrique Díaz (con la salvedad de la segunda de ellas, que es de los Hermanos Mayo), iban a ser parte de un libro de Carla Zarebska y Alejandro Gómez de Tuddo armado con fondos del Archivo General de la Nación que iba a llamarse México inédito, pero luego por razones que desconozco quedaron fuera. El dossier de la revista se complementaba con un artículo de divulgación, por cierto bastante bueno, de Isabel Turrent, escrito a pedido de Viceversa. Comparto con los lectores de Siglo en la brisa algunas de esas imágenes.








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Si el fabuloso texto orwelliano es un aliciente para leer más sobre la corrupción de los procesos revolucionarios, la edición en español de Animal farm que tengo desde hace veinticinco años (Destino, reimpresión del año 1984) tiene un prólogo escrito por el propio Orwell, quien al final decidió no publicarlo. El texto, llamado “La libertad de prensa”, hace un análisis de las circunstancias en las que el relato fue concebido. Aunque estoy de acuerdo en que Rebelión en la granja no necesita ninguna aclaración previa, es muy interesante echar un ojo a ese ensayo que fue hallado sin firma y sin mayores referencias en 1971, en un ejemplar que fue de un amigo de su autor. Hacia el final de su argumentación, Orwell escribe: “Si la libertad significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír”.

Salvo la foto de Orwell que ilustra la nota precedente, todas las que conforman este post aparecieron en el número 85 de Viceversa, de junio del año 2000, del que las he escaneado. La que abre la entrega pertenece al Archivo de los Hermanos Casasola. La diseñadora de la revista era Soren García Ascot.

Más sobre Viceversa en este blog:
Números de aniversario, http://bit.ly/KC5jkQ
Mis diez portadas preferidas, http://bit.ly/cJMvf4
El número de Scherer, http://bit.ly/feWfQk
Nagara, el gato de Octavio Paz, http://bit.ly/9BeKvm

domingo, 17 de junio de 2012

Sábado de junio


Como conté en otra ocasión a propósito de una cita en inglés de Omar Jayam encontrada en una agenda (“Papeles en el tiempo”, http://bit.ly/MSmPfz), algunos fines de semana cruzo la ciudad para comer con mi amiga Norma Clay en su bellísimo jardín en el corazón del viejo pueblo de Tlalpan. La plática, la cocina y los amigos frecuentemente músicos de esta sabia y entrañable filipina avecinada en México desde los años setenta, hacen de mi visita una suerte de ritual que me llena de alegría y serenidad. 
Hace dos sábados, con el pretexto de celebrar mi cumpleaños, fui a verla acompañado de algunos amigos. Fue una tarde de sol esplendoroso, tamizado por el verde poco menos que feraz de un jardín en el cual, por encima de las más variadas especies botánicas colocadas casi unas encima de las otras, descuella majestuosamente una soberbia palmera. La noche que siguió, tibia y tranquila, es una de las más agradables que yo recuerdo de este año. Ahora que armo este post se me antoja volver a leer la cita de Jayam, así que aprovecho para copiarla como epígrafe de una pequeña selección de las fotos que tomé aquel día: “I sent my soul through the Invisible, some letter of that Afterlife to spell; and by and by my soul returned to me, and answered: ‘I myself am Heav'n and Hell’ ”.

 Flor y María

 Detalle

 Gumersinda

 Eduardo

 Mario González Suárez

 Flor y Victoria

 El Poeta

Bruno y Victoria, sentada en una pieza de Mascaró

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Más aniversarios en este blog:
Segundo aniversario de Siglo en la brisa, http://bit.ly/N21hRo
Aniversarios de Viceversa, http://bit.ly/KC5jkQ





domingo, 10 de junio de 2012

Sainete

Casi seguramente porque lo primero que escribí, allá a finales de los años setenta, fue una serie de pequeños diálogos teatrales, algunos de los poemas que he publicado tienen cierta relación con el género dramático. Quizás en ningún otro texto eso sea tan evidente como en este monólogo, que todavía en su penúltima versión llevaba el subtítulo de “sainete” y que tuve la oportunidad de leer en un teatro de Alcalá de Henares. 
Lo empecé a escribir en presencia de Fernando Rodríguez Guerra, a quien estoy seguro que no le importará que revele que es él mismo el personaje que aparece en sus versos con el nombre de Leocadio. “Ejecutante en Iruña” fue publicado por primera vez en Palinodia del rojo, que vio la luz a finales de 2010 bajo el sello de Aldus. Lo comparto ahora con quienes leen Siglo en la brisa siquiera por darme el gusto de ilustrarlo para la página electrónica.


Ejecutante en Iruña
A Fernando Rodríguez Guerra
Detrás del mostrador,
                                  como si nada,
la voz de aquella dueña la mañana
de nuestra despedida,
camino a la estación:

“Alguno anduvo por allí a deshoras
metiendo bulla,
                        haciendo
un ruido igual que si rascara alguna corva suya,
o conjurara contra el Estatuto,
o no estuviese a gusto en este hostal…”


“Y en la misma recámara
en que estabais vosotros, o muy cerca,
que luego no supimos…
                                       ¡Fue imposible acercarse
a unos metros siquiera!”.

“Lo bueno es que el martirio”, añadió, persinándose,
“cesó en la madrugada.
¿No habéis oído nada?”

Y “No, ¿verdad?”, dijimos, “No, ni pío”.

Y el caso de Leocadio era explicable:
¿enterarse, quien duerme
como osezno en invierno desde el jueves
y era noche de martes…?

¡Pero el mío!
¡Esas falsas fanfarrias! ¡Esos soplos nemicos!

(Extrañas partituras, si eso eran,
de tiorba al gong o triángulo a la tuba…)

Lo mismo habría opinado
cualquiera que pasara
delante de la puerta de ese cuarto, mirara con espanto
y atinara tan sólo a santiguarse
y huir.

¡Y ya hay quien considera dejar el hospedaje!
Y alguno hasta el país.
                                    Que admite, por lo bajo,
que nunca había escuchado tal reclamo
de baba que llamara
                                o cárabo,
y todo sin acuerdo, o sin el mínimo,
que la misma Natura se extrañara
—como yo,
                 ya lo ves, y los vecinos
y quienes administran este hotel.

¡Fragor que se adelgaza como ganga o torero,
y luego se dilata como riada!


A todo esto, Leocadio, el hombre, en babia.

Y aquella noche, un par de pisos más abajo
y no en el nuestro —¡no, Dios, ni pensarlo!—,
bien echado el pestillo:
“¿Lo oye usted, don Alcalde?
                                               Y, san Ministro,
¿verdad que no exagera doña Dueña?”

“Y sí, muy bien”,
decía la autoridad, “pero ahora dígame,
¿qué coño es eso?”

“¡Si lo supiéramos!
Mas mete un miedo de cagarse,
y no hemos conseguido dormir,
ni averiguarlo…”

Y el otro:
              “¿Y no será que un caño roto, un tubo
a averiguar, de los de antaño…?”


Pero otro más, ninguno
en particular,
que no se supo quién pero glosaba,
                                                         con someros
dicterios, los sentires de aquellos caballeros:

“¡El de la pata hendida!
¡Escuchar, escuchar cómo rumia su mal
y sopla su zampoña y su pezuña afila!”

Al tiempo que añadía una navarrona:
“Y como suele: ¡briago!”
                                                            
“¿O a ver, dígame usted, si no es el diablo,
qué es esa sinfonola de grajos y gargajos?”

Y así estuvimos, o así estuve,
al menos esa noche,
                                 la última en Iruña,
temiendo que allanaran a golpes la recámara
—e intentaran situar descompostura
semejante, si eso era, o si era un demonio
o una conjura…

Escuché, de lejitos, cada vez que el concierto
me dejaba:
                 que si era un desperfecto
en un cuarto de baño, si una tina o un váter,
a un fontanero se llamase;
que si era una conjura de violentos,
a un mando policiaco se avisara;
                                                     y al último, si un diablo,
si de veras el Diablo,
a algún representante de la curia romana, al arzobispo
primado, ¡al Papa!

Dispuesta a convocar maitines a esa hora,
a nuestra Santa Madre
de Begoña aquel caso encomendaba
aquella dueña
                       —escapulario en mano,
del tamaño de un piesco
o fiasco…

¡Y era sólo Leocadio, que roncaba! 1


1 Y aquellos como erutos, y ahogos como flatos,
no eran más que dramáticos
intentos de Leocadio,
que todavía bogaba, aunque inconsciente,
en el anís del país,
                                ¡y pretendía alcanzar
el remoto confín del día siguiente…!





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Más sobre Palinodia del rojo en este blog:
La edición, http://bit.ly/gK042J
La presentación del libro, http://bit.ly/x9elgP
Una “Palinodia del rojo” anónima, http://bit.ly/f7YVZ1
Tres poemas citados por Eduardo Casar, http://bit.ly/KdmqIi

Una reseña en la revista Letras Libres, http://bit.ly/w18ZLZ



domingo, 3 de junio de 2012

Un soneto de Lugones sobre Juventino Rosas


Descubrí el soneto en una antología que compré hace un par de años en Donceles. El volumen, editado por Austral, es la mayor muestra de la poesía de Lugones que conozco; como nunca he tenido en las manos el Lunario sentimental, todo lo que he leído del famoso librito está en sus páginas. 
Me simpatiza el poeta argentino, al que Borges evocó de manera inolvidable en el prólogo a El Hacedor, y es precisamente por Borges por quien estoy al tanto, al igual que si se tratara de un antepasado de mi propia familia, de algunos de sus hallazgos más afortunados: cosas como el sorprendente adjetivo de “árido”, aplicado al camello, o su definición del tango como “lagarto de lupanar” —y que yo, por esas cosas de la memoria, recordé durante largos años como "música para lagartos de lupanar"—. He andado por las páginas de su Romancero y conservo la edición La lluvia de fuego de La Nave de Los Locos, esa colección en la que no pocos leímos por vez primera a algunos grandes autores (Connolly, César Vallejo, Eliot), y cuyos ejemplares, que estaban pegados y no cosidos, al menos a juzgar por los que están en mi biblioteca, no consiguieron sobrevivir.
Por otro lado, me gusta saborear el nombre de otro de sus cuentos, que acabo de releer con la satisfacción siempre: “Los caballos de Abdera”. Hace dos semanas me topé, poco menos que llorando de risa, con el soneto que motiva este artículo. Pertenece a la colección de poemas El libro fiel, publicada en 1912, y está dedicado al vals “Sobre las olas” de Juventino Rosas. Aunque el nombre completo del compositor mexicano, que había muerto en Cuba casi dos décadas antes, era José Juventino Policarpo Rosas Cadenas, Lugones le cambió el Juventino por Juvencio quizás con la discutible única razón de rimarlo con la palabra “silencio”. Rima preocupante, por cierto, en un poema dedicado a un músico... Soy de la idea de que en el soneto conviven versos de una evidente debilidad modernista (“Luna de ministril, flébil piano”, que sin duda debe ser “Luna de ministril, flébil pïano”), con otros de una dicción y una fluencia modernas bien conseguidas. 
Es curioso que Lugones encuentre en el famoso vals, al que también menciona en su "Himno a la luna", un eco de México, o al menos una idea de la patria, sea la patria que sea. ¿Sucede realmente así y yo no soy capaz de percibirlo? En cambio, en el verso más bien feo de “la noble ternura de estar triste” cualquiera puede oír una suerte de premonición del más grande de sus seguidores: “sólo me queda el goce de estar triste, / esa vana costumbre que me inclina / al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina” (“1964”, II). 
Borges también se vio en bretes, a veces insuperables, a la hora de hacer consonancias y ése es un buen tema para un futuro post. Copio el soneto de Lugones, todavía con una sonrisa en los labios, para compartirlo con quienes leen Siglo en la brisa.


Sobre las olas (Vals, por Juvencio Rosas)  
Por Leopoldo Lugones

Ritmo dulce y vulgar del mejicano, 
que en la fidelidad de su tristeza, 
llora patria y amor, hecho belleza 
de luna popular y mar lejano.    

Luna de ministril, flébil piano, 
que dan novia y añaden con largueza,
el lánguido jazmín de su cabeza, 
la suave angustia de apretar su mano.    

Por largas horas con mi bien, nos diste 
esa noble ternura de estar triste 
que en su amorosa sed quejarse escucho.    

Y nuestra dicha, hermana del silencio, 
como tu aire gentil, pobre Juvencio, 
hablaba poco y suspiraba mucho.

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Un ejemplar de El libro fiel que fue propiedad de Lugones puede verse en http://bit.ly/KCURHv


El espléndido retrato de Borges es de Humberto Rivas. Según leo en la red, fue hecho en 1972. Lo tomo prestado de http://bit.ly/iVXzHZ

Más sobre Borges en este blog:
Primera tumba de Borges, http://bit.ly/JihBd9
La foto de Rogelio Cuéllar en los baños de San Ildefonso, http://bit.ly/9aenhb
Los encantos del sistema decimal, http://bit.ly/oTSBh1