Desde hace dos años, al llegar cierta mañana de
febrero, llevo a María José a la librería Gandhi para que escoja en persona
su regalo de cumpleaños. La mediana de mis tres ahijadas es la que tiene la
personalidad, y quizás también el carácter, más acusados: sabe bien lo que
quiere y cómo lo quiere.
No por eso deja de ser una niña particularmente dulce y delicada. En la librería, como en casi todas partes, suele dar a las cosas su
debida importancia. Se sienta en el primer lugar libre que encuentra a modo, el
saliente de un librero pongamos por caso, en el que acomoda su cuerpito menudo,
y se pone a pasar las páginas con seriedad. Hojea un libro. Después otro. Nunca
con impaciencia. Siempre sin prisas. A veces una portada es suficiente para decidir
que un libro no le interesa; otras, la negativa proviene de una concienzuda
revisión. Lo que sucedió en las dos visitas que hemos hecho con el mismo propósito parece confirmar que en
asuntos bibliográficos María José ha abandonado los intereses infantiles, o al
menos los más obvios.
El año pasado, por ejemplo. Después de revolver media
sección infantil, cuando yo empezaba a preocuparme porque la librería no era
suficiente para el particular género de sus gustos, se decidió nada menos que por
una guía de reptiles y anfibios en inglés (The Complete Guide to Reptiles and Amphibians de Jinny Jonhson, editado
por New Burlington Books), una elección tan afortunada que me prometí volver
otro día para comprarme yo mismo un ejemplar.
Este febrero, el día que alcanzó la respetable edad de
siete años, después de desechar de una vistazo la sección de niños y ver a
detalle algunos libros de la mesa de ediciones fotográficas, escogió un hermoso volumen con retratos de National
Geographic (In Focus, National
Geographic Graetest Portraits) que no cualquier otro niño —y me temo que uno que otro adulto despistado— sería capaz de apreciar.
Mientras la elección
se llevaba a buen puerto, nada más asegurarme de que la pila de opciones a su
lado estaba llena de libros que podrían interesarle (entre ellos uno con fotos
de vistas de París que calculé erróneamente que sería el que elegiría), me di a
mi vez una parsimoniosa vuelta entre los volúmenes en exhibición. Entonces descubrí
un libro que nunca había visto, a pesar de mi interés en el tema, que apareció
más o menos cuando María José y yo inaugurábamos nuestras visitas de cumpleaños
a Gandhi.
Me refiero a Diseño gráfico en
México. 100 años. 1900-2000 de Giovanni Troconi, editado por Artes de
México con el apoyo de Conaculta. Es una edición espléndida en muchos sentidos,
empezando por las imágenes de todo género de publicaciones mexicanas antiguas y
modernas. Vale la pena tenerlo, siquiera por pasar largos ratos agradables hojeándolo; también, si se quiere conocer la riqueza visual del diseño gráfico
mexicano del siglo XX. Al poco de andar entre sus páginas, todavía dudando por
su precio si debía o no comprármelo, pensé que a lo mejor aparecería por ahí
alguna mención a Viceversa. Se me
dirá que claro que debería de aparecer: la revista se publicó durante los
últimos nueve años del siglo pasado y dio siempre importancia especial a su diseño gráfico.
Además, porque trabajaron para ella algunos de los más brillantes diseñadores de
aquella época, en ese entonces todos jóvenes. Pero en México las cosas son muy
complicadas, así que lo mejor es proceder con tiento.
Un simple vistazo resolvió la duda: en el índice onomástico de
Diseño gráfico en México aparece Viceversa en cuatro ocasiones, en las
páginas 327, 338, 372 y 387. Sin embargo, tal como pude comprobar ya en mi casa,
con el volumen abierto sobre mi escritorio, ese índice no es lo
mejor del libro. En la primera de las páginas en la que se supone que se
menciona la revista, no hay rastro de ella; cuando analizo el asunto con detenimiento me doy cuenta de que esa mención ocurre cinco páginas antes.
Allí se dice que
en los años noventa “los suplementos y los periódicos […] perdieron fuerza
frente a dos nuevos paradigmas: el primero fue un diseño periodístico, cuyo
modelo fue Reforma, y el segundo,
cuyo modelo fue la revista Viceversa,
que ofrecía un diseño ecléctico y relajado. En ambos casos, el énfasis se
imprimió en lo visual, ágil, suelto y colorido”. A pesar de que esa división
general ejemplifica con Viceversa una
tendencia de la década, y por lo tanto le otorga un lugar especial entre las publicaciones
de aquellos años, el análisis que debería de corresponderle no está en la
sección que viene a continuación, “Revistas culturales”, ni en la que sigue,
“Revistas alternativas”, sino que aparece relegado hasta la que está después, la
genérica “Otras revistas”.
En el pie de foto que comenta un par de
portadas de Viceversa y no en el
cuerpo del texto, se hace esta afirmación que desdice la expresada anteriormente: “Esta publicación es más un hito
editorial que gráfico: de cualquier modo debe destacarse su escrupulosa
legibilidad” (pág. 338). En la columna principal de la página puede leerse, por
fin: “Viceversa, dirigida por Fernando
Fernández, se encontraba a medio camino entre lo cultural y lo comercial. Su
diseño fue obra de Rocío Mireles, posteriormente estuvo a cargo de Leonel
Sahagón/Tipos Móviles”. Por último, añade la lista de colegas que formaban parte de los equipos de esos diseñadores.
La información
que ofrece Troconi es errónea e incompleta, entre otras razones porque se
refiere sólo a la primera época de Viceversa, en específico hasta el número 14, de los 96 que conforman su historia. Quienes la diseñaron después y la modificaron tanto como cabe esperar en una revista que apareció durante casi una década —Álvaro Fernández Ros (en la foto al lado de estas líneas), Rodrigo Toledo, José Luis Silva y
sobre todo Soren García Ascot, quien hizo, ella sola, más de cuarenta números— no aparecen mencionados en la nota… Y, si hacemos caso al índice onomástico, en ningún otro lugar del libro.
La segunda mención de Viceversa tampoco ocurre donde señala
ese índice, en la página 372, sino esta vez cuatro más adelante, en la 376. Y
allí se dice una nueva inexactitud, o mejor dicho se insiste y se amplía la anterior
cuando se afirma que a Rocío Mireles —por otro lado talentosa diseñadora y editora y querida amiga— “se asocia” la dirección de arte de la revista. Es posible que alguien pueda
hacer esa asociación; lo que nadie puede defender es que sea certera.
Todavía en la 387 se dice que Leonel Sahagón fue director de arte de Viceversa, lo que tampoco fue exactamente así…
Desde luego que se agradece que un estudio de la
importancia del que publica Troconi dedique espacio a Viceversa, y yo lo agradezco más que nadie. Lo digo como editor de
esa revista pero también como lector, pensando en eso que es común en
otros países y que entre
nosotros parece una extravagante quimera: que la información respecto de
ciertos asuntos se exponga de manera clara y verdadera. Me explican
que su libro no fue una iniciativa aislada de hacer la historia del
diseño gráfico en el país y que en cada una de las ediciones que lo han
intentado hay inexactitudes, así que procedo a aclarar y completar lo que se
dice de Viceversa con la idea de
poner un granito de arena en el mejoramiento de la información sobre el tema.
Para ello dedicaré el post de la
semana próxima.
______________________
No me fijé en la librería sino en mi casa, y si ahora digo
algo al respecto es porque el asunto tiene gracia. Cuando revisé la aparición de mi nombre como director de la revista en ese índice —como se va viendo, más descabalado
que onomástico—, me llevé una divertida sorpresa. Los editores del libro de Troconi meten a dos personas en un mismo nombre, no sé qué
tan fantasmal: Fernando Fernández Ros. ¿Quién es este homónimo con
el que no contaba? Mi amigo Álvaro Fernández Ros, en sus tiempos diseñador de Viceversa, dice que nunca ha oído de esa persona que lleva sus dos apellidos, e incluso me advierte de la rareza de su apellido materno. Al menos por lo que se
dice en la página 277, se trata quizás de un miembro de aquella familia de
editores conocidos en otras épocas que se apellidan como Álvaro y como yo, ya que se habla de una
revista llamada Arquitecto que “era
editada por Fernández Editores bajo la supervisión del arquitecto Fernando
Fernández”. El único arquitecto de ese nombre del que yo tengo noticia es... mi padre —que nunca ha sido editor—. El problema es que la otra página en la que según ese índice aparece Fernando Fernández Ros es la 338, en la que se habla de Viceversa. Total, un verdadero embrollo. Sólo me queda desear que el resto de la información que contiene el libro no esté tan retorcida.
La revista Artes de México, por cierto, publica estos días un hermoso y merecido número monográfico a la obra del gran arquitecto mexicano Carlos Mijares Bracho en el que yo he participado con un trabajo sobre su Christ Church de las Lomas de Chapultepec, quizás su obra maestra.
El retrato de mi ahijada María José es de mi hermano José María.
El retrato de mi ahijada María José es de mi hermano José María.
El del cartonista y diseñador gráfico Álvaro Fernández Ros, de su hijo Andrés.
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