En mayo
de 2003, poco después de establecerme en Oviedo, acordé con un periódico mexicano
cubrir la entrega de los Premios Príncipe de Asturias que se llevaría a cabo en
octubre. Aquel año la lista de los ganadores resultó especialmente atractiva: Jürgen Habermas, Miquel Barceló, Susan Sontag, Ryszard Kapuscinski, Lula da Silva… Hice
el trámite para darme de alta como corresponsal extranjero y tener así acceso a
los gafetes y los boletines de prensa, para lo que fue necesario entregar una solicitud
que me remitió el propio periódico.
Decidido a sacar el máximo jugo a la
experiencia, leí cuanto encontré sobre los premiados, en particular sobre los
que nunca había oído (Fátima Mernissi, Jane Goodall), y seguí a detalle los
preparativos de un acontecimiento que todos los años, siquiera por unas horas, convierte a la pequeña ciudad de Oviedo en el centro de la atención pública internacional.
Asistí a algunas mesas redondas y exposiciones organizadas para mostrar las
facetas del trabajo de los premiados y a muchas de las conferencias de prensa
que dieron ellos mismos, y que, como siempre, se celebraron en el pequeño
auditorio que está en uno de los costados del Hotel de la Reconquista, ante
cámaras de video y grabadoras de representantes de medios de comunicación de
medio mundo.
Al final de la que ofreció Kapuscinski, por cierto una de las más
concurridas, lo abordé para solicitarle una entrevista que accedió a darme en
cuanto le mencioné que representaba a un periódico mexicano, pero que luego, aquella
misma noche y todavía al día siguiente, pocos minutos antes de la hora convenida, tuve que defender no sin
palabras poco menos que fuera de tono cuando un arrogante miembro del equipo
organizador quiso cancelarla apelando a problemas de tiempo. Al final, tal como
conté en este espacio (el enlace, abajo), conversé con el famoso periodista polaco poco más de quince
minutos en uno de los costados del lobby del hotel —por cierto no muy lejos de donde Jane Goodall
hablaba con la prensa, como siempre abrazada a un chimpancé de peluche.
La mañana anterior al día de la premiación, pasé un par de horas entre otros
muchos corresponsales a las puertas del Hotel Reconquista mientras fueron llegando
los galardonados rezagados, entre ellos J. K. Rowling, la autora de Harry Potter, distinguida aquel año con
el premio a la Concordia, que bajó de una limusina acompañada por un hombre más
joven que ella al que daba un inequívoco trato de pareja sentimental, un individuo
que llevaba un traje estrecho, zapatos exageradamente puntiagudos y un copete como de somormujo lacustre.
Poco más tarde, cuando el clima acababa de
descomponerse y caía ya esa ligera lluvia característica de Asturias conocida como
orbayu, que parece que no moja y que
acaba metiéndose hasta los huesos, y que enfrenté mexicanamente sin nada siquiera parecido a un paraguas, una conmoción entre los periodistas y la multitud de curiosos que abarrotaban la entrada al hotel y las calles aledañas anunció
el esperado arribo del Príncipe de Asturias. Espigado, de traje azul marino y una
de esas corbatas demasiado estrechas que no parecen convenir a sus casi dos
metros, Felipe de Borbón descendió de un coche oficial a un costado del Campo
San Francisco, en la calle de Conde Toreno, y bajó caminando por la de General
Yagüe entre los alaridos y los aplausos de quienes llenaban ambas
aceras. A la mitad del trayecto, en el momento en que el orbayu se transformaba en una señora lluvia, el
Príncipe de Asturias se trepó a un templete a cielo abierto armado para la
ocasión en el que adoptó un aire grave y la postura de firmes para escuchar, con
una suerte de gravedad distendida, si el oximoron es tolerable, la
interpretación de la Marcha Real que saludaba su presencia.
La noche
de la ceremonia, después de abrirme paso como pude entre el gentío que copaba
cada milímetro de la acera y la calle delante del Teatro Campoamor, apostada en
ese lugar bajo lámparas de gran potencia y entre estructuras metálicas cuajadas
de cámaras televisivas, y después de atravesar uno a uno los sucesivos controles
de la policía, severos pero casi invisibles, estuve a tiempo en mi sitio en
el palco de prensa a un costado del primer piso del teatro, que lucía
literalmente abarrotado.
El palco en el que me ofrecieron una butaca en la
primera fila, por cierto demasiado lateral como para ver lo que sucedía al
fondo del escenario, estaba a la misma altura que el palco principal, en el
costado contrario, al que no tardaron en asomar la Reina Sofía, una mujer de gesto
afable y manos enormes, y uno de sus yernos, nada menos que Iñaki Urdangarín. A
mi derecha estaba sentada una periodista local, una rubia de marcado acento
asturiano que usaba el entrañable perfume de una muchacha con la que salí en
mis tiempos de estudiante.
Aquel año el Príncipe, que como todo el mundo sabe preside la
ceremonia en el estrado de honor que está colocado en el escenario, estaba ya en relaciones con Letizia Ortiz, aunque todavía de manera secreta.
Cuando unas semanas más tarde fue anunciado el compromiso, la imagen que más se
divulgó fue la que ese día se tomó en el interior del teatro, en el momento
en que el heredero y la periodista se dieron la mano delante de todo el mundo
igual que si no se hubieran visto nunca en persona.
El acto
propiamente, que dio inicio cuando un nutrido grupo de gaitas irrumpió mientras
hacían su entrada los premiados atravesando en fila india el patio de butacas, seguidos
por el Príncipe, entre los aplausos crecientes de la concurrencia, fue más bien
largo y de cuando en cuando aburrido, pero tuvo algunos buenos momentos, entre
los cuales sin duda el mejor fue la lectura que a nombre de los premiados hizo
Habermas de un bellísimo discurso que los corresponsales pudimos seguir palabra
por palabra gracias a una traducción impresa que nos repartieron al llegar al
teatro.
También hablaron Susan Sontag y Fátima Mernissi. Por último, lo hizo Lula
da Silva, presidente de Brasil, quien a fuerza de acompañarse de esa rígida solemnidad
en la que son expertos los políticos latinoamericanos, a un volumen mayor al
necesario y con ademanes estudiados y escénicos, dejó la triste sensación (subrayada
por la naturalidad del filósofo alemán que lo había precedido) de no ser más que un participante más de un concurso escolar de oratoria.
En el
momento en que volvieron abrirse las puertas del teatro, cerradas hasta
entonces a piedra y lodo por los controles policiacos, me desgajé como pude de
la muchedumbre y corrí a mi departamento, que estaba en un edificio frente al Campillín, a
unos diez minutos del Teatro Campoamor caminando a buen paso, para escribir mi
nota y mandarla a México. (Aunque salí de prisa, no dejé de ver que en que uno
de los balcones que dan a la Plaza de la Escandalera había una gran manta que
decía: “Lula mola”). Tal como había acordado con la jefa de la sección cultural
del periódico mexicano, la idea era redactar y enviar mi texto lo antes posible
para que, aprovechando las siete horas de diferencia horaria, estuviera a
tiempo para el cierre de ese mismo día, que se haría a las cuatro de la tarde
de México.
Prendí
la computadora y fui a prepararme un té y a comer algo para no volver a
distraerme mientras escribía el artículo pero cuando estaba pelando una manzana, quizás
por la inquietud que vivía en ese momento, no sé de qué forma moví el cuchillo
y me hice un corte más o menos profundo en la yema del índice derecho. Fue
difícil conseguir que dejara de fluir la sangre y luego todavía más difícil
teclear mi nota con una herida fresca en uno de los dos dedos que mayormente
uso para escribir. Como sea, en menos de una hora tuve listo el texto y lo
mandé por correo electrónico hacia las diez y media de la noche, es decir unos
treinta minutos largos antes de las cuatro de la tarde de México, con
suficiente antelación respecto de la hora límite fijada por el periódico.
De acuerdo
con el genio nacional, la jefa de la sección cultural, a pesar de lo que habíamos
acordado con muchos meses de anticipación —y que me cuidé de confirmar aquella
misma mañana—, ya no estaba en el diario en ese momento. La explicación que yo
mismo me doy, ya que la suya me pareció insuficiente (“¡me hicieron el cierre antes!”, me dijo por escrito al día siguiente, echándole la culpa a
otros), fue que tomó la decisión de irse temprano a su casa para lo que decidió
prescindir de un artículo elaborado expresamente para los lectores mexicanos y
optó por un cable sin chiste de una agencia internacional.
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La fotografía que abre este post es de Lola García Zapico. La mayoría de las imágenes que lo ilustran pertenecen a la Fundación Príncipe de Asturias; la de Kapuscinski, al archivo del periódico El Mundo y la de Jane Goodall, a Radio y Televisión Española, de la que también es la imagen de Felipe y Letizia en el interior del Teatro Campoamor. Las últimas dos las hice yo mismo y retratan el pequeño departamento de la calle de Padre Suárez, delante del Campillín, en el que viví en Oviedo.
Un minuto con Ryszard Kapuscinski, http://bit.ly/YGcZm4
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