Pongámonos en escena: dos poetas abandonan las tierras de Vizcaya y se internan por el camino de Castilla. Se trata de Garcilaso de la Vega y su gran amigo Juan Boscán, los famosos responsables de aclimatar en España las formas poéticas italianas del Renacimiento (Boscán, porque fue convencido por el embajador veneciano en una célebre conversación ocurrida en Granada en 1526; Garcilaso, porque puso manos a la obra con un talento y un gusto artístico nunca vistos). Al caerles la noche, deciden buscar refugio en la primera posada que encuentran. Llaman. La voz de una empleada les contesta que no hay lugar, pero lo hace en un lenguaje tan afectado (“no hay donde nocturnar palestra armada”) que resulta casi incomprensible. Garcilaso tiene entonces con la mujer un gracioso intercambio de palabras: mientras en la lengua de ella la acumulación de cultismos va haciendo cada vez mayor el despropósito, en la de él a cada instante crece la perplejidad. Al final, el poeta de las églogas renuncia a creer que le hablan en la lengua de Castilla: aquello le resulta tan inaudito e ininteligible que no puede ser sino… vasco.
En este soneto aparecen algunas de las virtudes de Lope de Vega que más me interesan: la capacidad de armar con un par de trazos una escena dramática; la búsqueda de posibilidades sonoras que no excluye la caricatura y termina resolviéndose con naturalidad; el fino sentido del humor. Lope critica el abuso del lenguaje imitado a Góngora, tan extendido en la época, y para dar contundencia a su crítica pone en escena al poeta que gracias a su extraordinaria sensibilidad, su buen gusto y su mesura ocupa la cima del equilibrio clásico en español.
Es curioso que “ocaso” aparezca entre las palabras forzadas, neologismos y derivaciones de formas latinas o italianas, recientemente en uso o que nunca se usaron, por la simple razón de que lo era, al igual que “nocturnar”, “obstenta” o “depingen”. Por cierto, al verso en donde aparece esta palabra —“y el sol depingen la porción rosada”—, sólo le falta ser alejandrino para poder figurar sin demérito en aquel glorioso espantajo poético llamado La Tierra, de Carlos Argentino Daneri, el personaje borgiano del El Aleph.
Me parece que esta deliciosa joyita de casi cuatro siglos respira con la misma salud con la que nació en el momento en el que fue escrita.
Boscán, tarde llegamos—. ¿Hay posada?
—Llamad desde la posta, Garcilaso.
—¿Quién es? —Dos caballeros del Parnaso.
—No hay donde nocturnar palestra armada.
—No entiendo lo que dice la criada.
Madona, ¿qué decís? —Que afecten paso,
que obstenta limbos el mentido ocaso
y el sol depingen la porción rosada.
—¿Estás en ti, mujer? —Negóse al tino
el ambulante huésped. —¡Que en tan poco
tiempo tal lengua entre cristianos haya!
Boscán, perdido habemos el camino;
preguntad por Castilla, que estoy loco
o no habemos salido de Vizcaya.
De Lírica, de Lope de Vega. Edición de José Manuel Blecua. Clásicos Castalia, 1982, pág. 262.
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