domingo, 30 de septiembre de 2012

Un signo tuyo busco en todas las otras


Si nunca he sido un lector apasionado de Neruda, jamás he dejado de leerlo —de manera desordenada y arbitraria, si se quiere, de época en época y libro en libro—. Mi último gran descubrimiento fueron las Odas elementales, por las que pasé por vez primera hace un cuarto de siglo sin apreciarlas como se debe. Hace no mucho conocí sus Cien sonetos de amor. Coincido con la crítica que afirma que esa centena de poemas, que rondan las características del soneto, resultan casi siempre olvidables. 
Sin embargo, como no puede ser de otra manera, hay en ellos versos conseguidos, algunas buenas estrofas y dos o tres poemas magníficos. Me parece que en general producen esa sensación característica de una parte considerable de su poesía: son obra de su grandísimo talento, que va de paso. Sobre todo a partir de cierto momento de su cronología, la velocidad de su escritura —que algo tiene de improvisación y accidente— logra algunos de sus mejores poemas. Sin embargo, quizás también sea ella lo que explica que haya acumulado tanta literatura prescindible, como si una cosa fuera el precio de la otra. Como sea, no es desagradable echarles nuevamente un ojo. Tanto es así que ahora que quiero ejemplificar con algunos versos que marqué la primera vez que anduve entre ellos (“… reina del apio y de la artesa, / pequeña leoparda del hilo y la cebolla”, “de la transmigración del sueño a la ensalada”, etc.), encuentro que no todos me encantan, y en cambio me gustan otros en cuya belleza no reparé entonces (“como un puma en la soledad de Quitratúe”).
Vayamos al poema que motiva este post. Es el que prefiero del conjunto y el que más disfruto volver a leer. Una cierta irregularidad formal ejemplifica bien la del resto de la serie (con excepciones, sonetos alejandrinos sin rima). El primer verso tiene un metro peculiar; los demás son de catorce sílabas, con excepción del tercero, que es endecasílabo. Me hace gracia pensar, desde luego que un poco en sorna, que el poema es la perfecta justificación del mujeriego: te busco, dice el poeta, en las otras mujeres; estás disgregada en las demás y vivo entregado a la búsqueda de tus partes, que largamente encarnan en ellas. En algún lugar ensayé yo mismo, es cierto que con distinto enfoque, y (mucho) peores resultados, una variante del tema de la búsqueda de una mujer en otra u otras (“Vida de Lysi en Flérida”, Ora la pluma, página 17). El terceto final resuelve el problema de una forma acabada y convincente. Copio a continuación el poema y más abajo expongo las razones por las que me gusta tanto.

Soneto XLIII
Un signo tuyo busco en todas las otras,
en el brusco, ondulante río de las mujeres,
trenzas, ojos apenas sumergidos,
pies claros que resbalan navegando en la espuma.

De pronto me parece que diviso tus uñas
oblongas, fugitivas, sobrinas de un cerezo,
y otra vez es tu pelo que pasa y me parece
ver arder en el agua tu retrato de hoguera.

Miré, pero ninguna llevaba tu latido,
tu luz, la greda oscura que trajiste del bosque,
ninguna tuvo tus diminutas orejas.

Tú eres total y breve, de todas eres una,
y así contigo voy recorriendo y amando
un ancho Mississippi de estuario femenino.

1. Más arriba previne sobre el asunto de la rima. En efecto, los sonetos no riman de manera tradicional, quiero decir que consonante, ordenada y periódica. Pero de acuerdo a los usos de la poesía moderna, están salpicados de rimas no previstas, muchas de ellas interiores, colocadas según el antojo y el oído del poeta, hallazgos que el poeta hace mientras pasa. Desde el arranque, el poema ofrece un ejemplo particularmente logrado: la rima interna que hay en ú-o entre el binomio “tuyo-busco” del primer verso y la palabra “brusco” del segundo, que da la impresión de ondulación del "río de las mujeres" a que se refiere el par de líneas iniciales:
Un signo tuyo busco en todas las otras,
en el brusco, ondulante río de las mujeres

2. La misma felicidad que me produce la primera línea (“Un signo tuyo busco en todas las otras”) es la que encuentro en otros versos iniciales de estrofa, planteados con la misma autoridad y belleza. “De pronto me parece que diviso tus uñas”, por ejemplo, frase que tiene algo de inusitado —lo que se subraya por ser inicio de período: las uñas, que no se ven sino se “divisan” como que si fueran algo remoto y difícil de discernir. Es cierto que me gusta menos la calificación de “sobrinas de un cerezo”, que no me dice nada. Otro arranque feliz es éste, también inicio de estrofa: “Miré pero ninguna llevaba tu latido”.

3. Me parece deliciosa la aliteración que hay en el verso “y otra vez es tu pelo que pasa y me parece” aunque no tanto por sí misma sino por la manera en que se cumple dentro del terceto del que forma parte, es decir en relación con el verso que lo antecede y el que viene a continuación. Además de la aliteración de la letra “p” (pelo, pasa, parece), la hermosa sonoridad de estos versos está en las rimas asonantes internas que hay entre las palabras “cerezo y pelo” y “pasa y agua”. Lo mejor es escuchar nuevamente la estrofa, para apreciar mejor a qué me refiero:
… oblongas, fugitivas, sobrinas de un cerezo,
y otra vez es tu pelo que pasa y me parece
ver arder en el agua tu retrato de hoguera.

4. El uso de la preciosa palabra “greda”, que se refiere a un género de arcilla, y que sin duda tenía fascinado al Neruda de aquellos días si se juzga por su aparición de hasta ocho veces en el libro: en el soneto V: “eres la greda oscura que conozco”; en el soneto XXVI: “como si greda o trigo, guitarras o racimos”, y en el que llama la atención la agradable repetición del sonido de la erre; en el soneto XXIX, en el que aparece hasta tres veces en el mismo número de versos consecutivos: “… nos dieron la lección de la vida en la greda. // Eres un caballito de greda negra, un beso / de barro oscuro, amor, amapola de greda”: en el soneto XXXIV: “… tienes propiedades profundas / que en ti se juntan como las leyes de la greda”; y en el LXXVI, en el que por cierto se habla de un retrato hecho por Diego Rivera: “y sobre los dos rostros dorados de la greda”. 
De todos los usos de esa palabra, el mejor es el que hace en el soneto que me interesa, quizás sobre todo por su contraste con la “luz” que aparece en el mismo verso. Quizás también por esa forma verbal, “trajiste”, tan castellana y en cierto modo tan difícil de usar con fortuna: “tu luz, la greda oscura que trajiste del bosque”.

5. Por último, desde luego, el encantador verso final: el desplazamiento de la palabra “estuario” —“desembocadura de un río caudaloso en el mar”— del Mississippi, al que corresponde, a la amplia y numerosa feminidad. En una mujer, nos dice el poeta, se cumple su pasión por todas las mujeres. Podríamos hacer una glosa de ese verso pero es tan atinado que, me parece, no es necesario decir nada más.

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La foto de Neruda joven es anterior a la adopción de su seudónimo, por eso podemos leer en ella "Ricardo Reyes", una de las posibles combinaciones de su verdadero nombre. En la imagen de grupo vemos al poeta con su compañera Matilde Urrutia, a quien están dedicados los Cien sonetos de amor. Cierra el post el retrato de ella pintado por Diego Rivera, al que supongo que se refiere el soneto LXXVI.

Más poemas preferidos en este blog:
 “¿Serás amor un largo adiós…” de Pedro Salinas, http://bit.ly/waOQiL
 “El viaje definitivo” de Juan Ramón Jiménez, http://bit.ly/aoVJM3
 “No a todo alcanza amor” de Macedonio Fernández, http://bit.ly/wZS9zU
Trilce, XXXIV, de César Vallejo, http://bit.ly/PYrv8k
Un poema de Wendell Berry, http://bit.ly/Qmlyjl

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