En 1999 fui a Buenos Aires a entrevistar a María Kodama a propósito del centenario de Borges. Me dijeron que en la ciudad había, precisamente por esas fechas, un coloquio internacional sobre el escritor argentino y hasta allá fui, al hotel donde se hospedaban los participantes, invitado por uno de ellos.
Era la hora de la comida. Mi amigo, sentado entre otros escritores en una mesa donde no había sitio, me dijo que me acomodara donde pudiera. Atrás, hacia la puerta por la que había entrado, había una mesa con menos ocupantes. Conforme me acercaba, y me hacían sitio, me di cuenta de que en ella estaba sentado, por una vez sin su gorra de marinero en tierra, nada menos que el poeta Gonzalo Rojas. En cuanto me senté, exactamente enfrente de él, el escritor chileno me alargó una lata de cerveza Quilmes y me invitó a servirme de ella.
Rojas es uno de los grandes poetas latinoamericanos vivos. Su obra resulta fascinante por la gozosa combinación entre largos periodos casi prosísticos y el uso maestro de las acentuaciones tradicionales, y sus mejores poemas son verdaderos alardes rítmicos en los que conviven con claridad deliciosa el ludismo, muchas veces el erotismo y el humor.
Había descubierto todo eso mucho antes de conocerlo en persona aquella tarde en Buenos Aires, la primera vez que me encontré delante de un poema suyo, algunos años atrás, en la revista Vuelta; en aquel texto, Rojas jugaba con la imagen de un clérigo montado en una bicicleta: “De lo que contensció al Arcipreste con la sserrana bicicleta e de las figuras della”. Sólo en ese título —el cual, salvo por la palabra “bicicleta”, dejada caer allí como por azar, con un exquisito tino, está tomado literalmente del Libro de buen amor— hay una exposición de una poética que ha hecho de la mezcla entre la parodia de ciertos usos de la tradición y el habla coloquial contemporánea uno de sus principales atributos.
En el poema, que no es sino el relato de una caída llevada hasta sus últimas consecuencias, las semánticas y las sonoras incluidas, Rojas se mete en la piel misma de las “serranas” características del libro del Arcipreste de Hita. La aventura del religioso acaba en malaventura, como exige el género (paródico, por cierto, y por lo tanto afín desde el principio a Rojas), y tal como sucede a todo aquel que comete la temeridad de atravesar la sierra solitariamente y a deshoras. Entre el título del poema y el poema mismo hay una ruptura que habla del talante de este poeta: mientras aquél está enunciado en pasado, éste lo está ya no digamos en presente ni en indicativo siquiera, sino en modo condicional:
La habría el Arcipreste amado a la bicicleta
con gozo nupcial, la habría en cada cuerda
acariciado
Con un estilo muy suyo, de una enorme eficacia y belleza, en que esdrújulas y agudas se suceden sin un plan predeterminado (y como si quisiera quedarse sólo con los mejores recursos de la poesía tradicional), Rojas nos lleva a recorrer, de un lado al otro, la totalidad de la gama sonora:
Montado así en arrebato tan desigual como
hubiérala
nadado con arte esquivo haciendo uno
timón y manubrio sin saber por dónde
desembarcar
Frente a nuestros ojos se suceden, con una velocidad cada vez más acelerada y rimas sorprendentes, las más locas imágenes, que no dejan ni por un momento de aludir al amor físico y a la locura que supone intentarlo, que convierten en erótica hasta la carne nula, los alambres y los rayos, el sillín mismo de la bicicleta. En un momento determinado (“alazana como es la imantación de la seda / entre rueda y muslo”), el Arcipreste se cae de ella. La imagen, en el suelo, no es sino la de una boda llevada al paroxismo:
bodas con
extremaunción y alambre, bodas de risa
con misa y otras astucias, ¿quién lo manda
a desear la costilla de su prójimo, a verdear
con cualquier loca por ahí, a
andar viendo mujer en cada escoba
con joroba?
Después, Rojas pregunta: “¿aluminio / donde no hay más que exterminio?”. Y remata, carcajeante: “quería / maja? Bueno, / ahí tiene mortaja.”
La mitad de la cerveza Quilmes, que me serví en una copa enana, de boca ancha, me supo a gloria, y la comida, entre otros participantes del coloquio borgiano, transcurrió con toda serenidad. Exactamente delante de mí, Rojas se dirigía a todos con una perfecta cortesía y aunque comió con bastante apetito no pudo acabarse la enorme milanesa que ofrecía ese día el menú del hotel. Se habló de la Ilíada, de la que citó las primeras líneas de la traducción que conoció en su niñez y a la que se había referido en su conferencia de esa mañana. Alguien le pidió que escribiera esos versos para dárselos en mano a Haroldo de Campos. Su avanzada edad se hacía evidente en el aro gris alrededor de los iris de sus ojos saltones.
Con los cafés, hubo que presentarse. Yo le extendí un ejemplar de Viceversa, el monográfico sobre María Sabina y los hongos alucinógenos, al tiempo que le explicaba: “Sí, señor Rojas, es una revista mexicana, fundada hace más de seis años, y éste es un número especial sobre María Sabina”. Él tomó la revista y empezó a hojearla, mientras decía: “Hombre, sí, cómo no, ¡mi amigo... Sabines!”.
Rojas pasó varias páginas, que veía de arriba para abajo, mientras añadía: “¡Ah, Sabines! Yo leí hace tan poco con él y mire usted que morirse…”, como si en ellas estuviera el corpulento poeta chiapaneco de la poderosa presencia y la mirada firme, quien se mantenía, no mucho antes de morir, fuerte y aun rijoso a pesar de la enfermedad, tal como lo vi aquel mediodía soleado cuando Germán Dehesa me llevó a conocerlo a su casa a un lado del cerro Zacatépetl.
Nada que ver, desde luego, con la imagen de la vieja sacerdotisa de los hongos cuyos retratos —frente a un portón de madera, o atravesando Huautla debajo de la lluvia, o rezando arrodillada frente a un altar— llenaban aquel número de la revista, aquella mujer indígena, pequeñita y descalza, metida en un rebozo oscuro, con la mirada tristísima que era María Sabina.
Al final, Rojas me devolvió la revista, después de mirar, una a una y con aparente interés, la mayoría de las ochenta páginas o más de que constaba aquel número. Al último, ya de pie, confundidos entre los otros, nos despedimos a la puerta del comedor. Inusitadamente bajito, con un grueso portafolio, tocado otra vez como un marinero, Gonzalo Rojas, que se apresuraba porque esa tarde ofrecía una plática sobre Pablo Neruda creo que en el Palais de Glace, me alcanzó a decir algo como: “Hasta la vista. Ah… ¡y saludos a los amigos mexicanos!”.
Publicado en La Jornada Semanal el domingo 18 de enero de 2004.
Lugares de donde provienen las fotos de Rojas que ilustran esta entrada: con corbata roja, Instituto Cervantes de Sao Paulo (http://saopaulo.cervantes.es/FichasCultura/Imagenes/GONZALO-ROJAS-01.gif); con horizonte, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (http://www.cervantesvirtual.com/boletines/general/70/rojas_p.jpg); con libro, Letralia (http://www.letralia.com/179/rojas.jpg); y de espaldas, Moleskine literario (http://notasmoleskine.blogspot.com/).
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