Cuando en
junio de 1999, al volver de mi primer viaje a Buenos Aires, me puse a escribir mi
“Crónica del centenario” —me refiero al ensamble de reseñas y entrevistas
que hice en aquella ciudad para conmemorar los cien años del nacimiento de
Borges—, se me ocurrió comparar el lugar de la obra del gran escritor argentino en
la literatura hispanoamericana con la rotunda, enraizada y esplendorosa
presencia de un árbol de un género que nunca había visto y frente al que pasé
un largo rato en fascinada contemplación.
La ocurrencia vino a cuento porque el
notable individuo estaba ubicado en la Plaza San Martín, a sólo unos metros del
domicilio en el que Borges pasó la mitad de su larga vida, y que no abandonó
sino unas semanas antes de su viaje definitivo a Ginebra en donde murió en
junio de 1986. Desde las ventanas de su departamento en el sexto piso del
número 994 de la calle de Maipú deben haberse visto las copas de los ejemplares
más altos de la plaza, entre las que es muy probable que estuviera la de ese árbol extraordinario.
Instantánea e intuitiva primero, la equivalencia se reforzó en mi
mente cuando evoqué las características de aquel ejemplar, útiles para describir la preponderancia del lugar de Borges en nuestra literatura: la fuerza con que surgían
horizontalmente sus ramas, al grado de parecer gruesos troncos independientes injertados
en el cuerpo principal; la distancia que alcanzaban algunos de sus larguísimos
brotes, proyectados con una fuerza y un dinamismo que parecían más animales
que vegetales; las estructuras colocadas debajo de algunas de ellas para
sostener su pesado e incontenible despliegue; las reapariciones de sus raíces en el
suelo a varios metros de distancia del tronco principal y lo profuso,
brillante e impetuoso de un follaje que se expandía con belleza y libertad incomparables
a muchos metros a la redonda. Sin embargo, a la hora de referirme por escrito al
árbol me encontré con que no tenía ni idea a qué género pertenecía. Una vez
que un par de fuentes me aseguraron que se trataba de un gomero,
me referí de esa manera a aquel ejemplar que siempre quise ver nuevamente con mis propios ojos. Por fin la semana pasada pude darme el gusto de hacerlo.
Quizás por la forma en la que
trabaja la memoria, el árbol, del que ahora sé que su nombre científico es Ficus macrophylla y que es originario de
Australia, se presentó a mis ojos un tanto disminuido y triste —al contrario, por cierto, de lo que ha sucedido con la importancia de la obra de Borges—, como si
el empedrado de la plaza, que antes no existía, o la reja con la que lo aislaron
sin duda buscando su protección hubieran acabado por afectarlo (al revés de lo
que pasó con un congénere suyo que está en la Recoleta y que me parece que se
mantiene en mejor estado). Como sea, comparto con mis lectores las
imágenes del gomero tal y como luce hoy mismo en la Plaza San Martín, por la que tantas veces paseó Borges, y en donde, si hacemos caso a la Guía Literaria de Buenos Aires de Álvaro Abós (Grijalbo, Buenos Aires, 2005), está enterrado su gato Beppo.
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Mi "Crónica del centenario de Borges" apareció en el número 75, de agosto de 1999, de la revista Viceversa. Entre otros materiales, reúne entrevistas con César Aira, Ricardo Piglia, María Esther Vázquez y María Kodama.
La foto que
acompaña esta nota es de Florencia Molfino.
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