Foto de Fernanda Romandía
Hay quien ve esta foto por vez primera y experimenta una extraña sensación. No es que no le guste, es otra cosa. Por la postura de la niña, porque es imposible que a esa edad se sostenga de esa forma, porque la cabeza está muy acá y la pierna izquierda demasiado no sé cómo. Y porque, de buenas a primeras, no se entiende qué tiene entre los brazos —¿una muñeca?
Más que el simbolismo que pueda encontrársele a la imagen de la pequeña niña que abraza algo que parece más desprotegido que ella, más frágil y aun más pequeño, creo que lo que atrapa de esta foto es la silueta de este ser que todavía no ha dejado del todo el aspecto de viajero entre la existencia y la no existencia, y aparece todavía fetal y ya con luz de este mundo, todavía semilla y ya retoño rotundo de la vida humana.
Esta silueta, y lo que lleva dentro —el contorno de la pierna izquierda, el bulto del omóplato derecho, la temperatura de la piel que sentimos casi, las puntas del otro pie, allá, a lo lejos—, nos dan la sensación de rareza de la aventura humana, y no la de la infancia sino la de antes e incluso la de después. Esa aventura, que no es sino un ir de un lado al otro de la realidad, de la vigilia al sueño, del pasado al futuro, del dolor a la felicidad, de la misma manera en que vivir es un camino de ida y vuelta de la materia a la nada y del ser al no ser. Elocuente tanto como la existencia misma, esta forma de raíz con prisa y signo de interrogación y universo en tránsito, nos dice mucho de los misterios que no seremos capaces de resolver.
(La foto de mi ahijada Valeria que abre este post y el texto que la acompaña aparecieron en el número 89, de octubre del año 2000, de Viceversa. La imagen más reciente de ella misma, al lado de estas líneas, también es de Fernanda Romandía).
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