Las imágenes que conforman este post pertenecen al libro Cómo nace una familia, comprado por mi madre en 1973 o 1974, cuando yo andaba por los nueve o diez años. Por lo que recuerda —y me cuenta ahora—, se lo recomendaron en cierta tienda de libros y objetos religiosos que todavía está en Clavería.
Como ya escribí en este espacio, mi madre nació poco después del final de la Guerra Civil española en una de las ciudades más frías y oscuras del franquismo, y llegó a vivir a México a los 19 años, casada con mi padre y ya embarazada de mí. Desde el primer día formó parte de una familia que no era precisamente progresista. De cuando en cuando hacía valiosos esfuerzos por comprender y alcanzar algunos adelantos de su época. Este libro representó uno de los más conmovedores. Y, a la larga, una especie de lección para mí, aunque no precisamente en el terreno para el que estaba pensado.
Y es que por mucho tiempo creí que lo importante de él era que en sus páginas había conocido el secreto del “misterio de la vida”, como entonces gustaba de llamarse, quizás no sin alguna cursilería, a la procreación; ahora que lo vuelvo a tener en las manos, prestado por una de mis hermanas, ahora que lo hojeo de nuevo y lo escaneo para compartirlo con los lectores de Siglo en la brisa, me doy cuenta de que este libro fue el primero que conocí hecho ya en el lenguaje editorial para niños que luego se puso tan en boga: un importante despliegue espacial, unas imágenes llamativas, el tamaño de letra relativamente grande. Un tipo de edición que hoy por hoy se produce sin cansancio, se promueve y se lee en muchos rincones del mundo. Es posible que Cómo nace una familia haya significado para mí, sin yo darme cuenta conscientemente, algo como una remota primera lección en un oficio, el editorial, que a la larga sería el mío.
Aunque no niego que le tengo cariño, la historia que se cuenta en él, como no podía ser de otra manera tratándose de los plúmbeos años sesenta de la dictadura en los que fue concebido, por más que fuera en la colorida Barcelona, es simple y hasta algo pazguata. ¿Cómo explicar, si no, que los personajes principales se llamen Inmaculada y Ángel? Vaya, ¿a quién se le ocurre escribir un libro para explicar cómo se hacen los niños echando mano de esos nombres impolutos y sacros?
De todas las ilustraciones del libro, mi preferida, la que con el paso del tiempo volvió a mi recuerdo una y otra vez, es la del sublime momento del encuentro: un hombre que descubre bajo la lluvia a una hermosa mujer, que no trae paraguas.
No es que crea que la metáfora que implica la escena sea la deseable o algo parecido; me gustan los elementos que la componen: el nubarrón encima, que por cierto se prolonga en la página contraria (que no reproduzco), el paraguas y la pipa un poco ridícula en la boca de él y el perro aspirando venturosamente a que todo corra hacia el encuentro…
De ahí saltamos a un noviazgo que culminará poco más tarde, una vez bendecidos por la Iglesia, en una cama en la que Inmaculada y Ángel no harán bulto. (Ese detalle, por lo visto, es fundamental: hace poco hojeé en la casa de una amiga otro libro del mismo género y en él también la cama aparece sin una arruga, como acabada de hacerse, igual que si nadie hubiera estado nunca en ella). Es cuando llegamos al momento clave, cuando todo está a punto de suceder.
Damos vuelta a la página ¿y qué encontramos? ¡Un campo con flores! Porque las flores son esenciales para captar con precisión qué son las semillas. Una vez conocido ese concepto estamos preparados dar el salto que sigue, mucho más riesgoso y confuso: la gallina…
Publicado por Editorial Fontanella, el libro, del que reproduzco algunas páginas en el orden que ocupan en el libro, está firmado por Adolfo Castaño y José Ramón Sánchez, autores respectivamente de los textos y las ilustraciones. El ejemplar que tengo delante pertenece a la segunda edición, de marzo de 1969, y está pensando, como afirma en una nota, para niños de 6 a 11 años.
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En la foto, que debe de ser de finales de 1966, mi madre aparece llevando en brazos a mi hermano José María. Gracias a él por facilitármela.
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