El mes pasado, por intermediación de mi
amigo Alfredo Ruiz, fui invitado a participar en un encuentro cultural que
todos los años se organiza en el corazón del mundo del vino francés. El Festival
Philosophia, que es como se llama el encuentro, se llevó a cabo en distintas sedes de Saint-Emilion,
Pomerol y Libourne. Mi turno llegó el sábado 28 de mayo, en la hermosa Sala des
Dominicaines de la primera de esas localidades, en una mesa en la que también
estuvieron los escritores franceses Léonora Miano, narradora y ensayista de origen
camerunés, y Chenva Tieu, político y financiero de familia china nacido en
Camboya (autor, por cierto, de un simpático Manuel de chinoiseries à l'usage
de mes amis cartésiens.)
El tema de la mesa debía ligarse en cierto modo a la siguiente
preocupación: ¿puede existir entre nosotros una filosofía que no sea exclusivamente
occidental? En todo caso: ¿es posible que esa filosofía imperante en Occidente
esté conectada a otras tradiciones de pensamiento? (1) La invitación, como se
comprenderá, me pareció una estupenda oportunidad para contar algunas cosas del
México antiguo y contemporáneo.
De esa forma, me referí a la pirámide de Cholula, una de las visiones
de nuestro paisaje y nuestra historia que más me conmueven, y hablé de los
códices prehispánicos y algo de lo que enseñan y ocultan. Al final, por
parecerme especialmente interesante para el público francés, conté algo de la
accidentada historia del Tonalámatl de Aubin, códice que en 1840 fue extraído
con artimañas del país, y que, un siglo y medio más tarde, en 1982, fue robado
de la Biblioteca Nacional de Francia por un ciudadano mexicano, quien lo solicitó
para consultarlo y salió alegremente con él.
El gobierno de México, cuya
policía lo recuperó un par de meses más tarde, nada menos que en Cancún, se
negó a devolverlo no obstante los acuerdos internacionales firmados por ambos
países, creando con ello un importante conflicto internacional. El año pasado,
por cierto, tuvimos ocasión de verlo en la exposición de códices que
atesora la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, la cual lo daba, en
la ficha museográfica que acompañaba su exposición, como propiedad de la
biblioteca francesa.
A continuación, el texto que leí en aquella oportunidad.
Conversación
en Burdeos
Por
FF
Para mí, una de las imágenes más poderosas
del México moderno es la pirámide de Cholula. Más grande todavía que la famosa
Pirámide del Sol de Teotihuacán, el grandioso edificio prehispánico ya era
venerado desde algunos siglos antes de que los aztecas fundaran en 1325 la
ciudad que sería el centro su imperio, en la actual capital de la república
mexicana.
La pirámide ocupaba el centro de la antigua ciudad sagrada de
Cholula, frente a los dos volcanes que limitan por el oriente el valle de
México. Aquella suerte de Vaticano de Mesoamérica alojaba las representaciones
de los más importantes cultos de las diversas divinidades de la compleja
religión de la época, por lo que había en la Cholula a la que llegaron los
conquistadores europeos en el siglo XVI infinidad de pequeños adoratorios y
pirámides. Como los españoles fueron construyendo sus templos encima de las
anteriores edificaciones del culto que consideraban inspirado por el demonio,
la actual ciudad de Cholula es famosa porque tiene más de 250 iglesias
católicas, cada una de ellas encima de cada uno de los viejos adoratorios
prehispánicos.
La visión de la gran pirámide, en el centro
de la ciudad religiosa, es magnífica no sólo por sus dimensiones sino también
porque está colocada frente al volcán Popocatépetl. La pirámide lleva tantos
siglos allí que desde hace ya mucho tiempo fue sepultada por la vegetación y,
en cierto modo, convertida en monte. Recuerdo que una vez, de visita en
Cholula, le pregunté a una vendedora del mercado local que por cuáles calles
debería de ir para llegar caminando a la pirámide. Aquella mujer se me quedó
viendo como si le hablara en una lengua extraña: ¿a qué pirámide me refería?
Ella no recordaba ninguna pirámide. Tuvimos que salir a la calle, desde donde
le mostré a la distancia la gran masa de piedras comida por la vegetación.
Entonces aquella mujer me dijo, con delicioso acento mexicano: “Ah, ¡el cerrito
de los Remedios!”.
Pero lo que hace que la pirámide de Cholula
sea una visión poderosa del México moderno no es nada de lo que he relatado
hasta ahora, sino que, arriba del todo, en su cima, los arquitectos españoles
edificaron una iglesia que consagraron a la Virgen de los Remedios, como la que
está en Badajoz, en la provincia de Extremadura, tierra de los principales conquistadores,
entre ellos Hernán Cortés. Lo que me llama la atención, lo que me conmueve de
la estampa que hacen la gran pirámide y la pequeña iglesia, no es tanto el
bellísimo contraste plástico que hay en el conjunto, sino su significado
cultural.
Me parece que en la imagen hay un poderoso emblema del México que
nació en el siglo XVI, con el encuentro violento de dos culturas, la española
de Carlos V y la mesoamericana de Moctezuma II. Mi país se parece a eso que
vemos en el paisaje de Cholula: una gran masa recubierta de vegetación, que
mantiene vivas sus raíces hondamente prehispánicas, como si no hubieran pasado
cinco centurias desde la guerra de la Conquista, y que en su parte más visible,
en lo alto del todo, tiene una pequeña iglesia católica.
Creo que debajo de lo que vemos en el
México de hoy, esa cultura “moderna” que se esfuerza en mostrarse como
democrática, y que tiene aspiraciones progresistas, y que pretende mantenerse
laica, guarda en su seno una concepción (religiosa, política y social) que en
buena medida se nos escapa. Es decir: lo que ven nuestros ojos, lo que oímos en
la calle y lo que leemos en los periódicos tiene unas raíces que se mantienen
en la sombra, guardando celosamente una manera de entender el mundo
inalcanzable al menos para la manera en la que nos hemos planteado descifrarla.
Un amigo me contó que una vez le
preguntaron al gran filósofo alemán
Heidegger que si le interesaba la filosofía española, que si había leído
a Ortega y Gasset o a Unamuno, y si todo aquello tenía alguna importancia para
él. El autor de El ser y el tiempo
contestó que no tenía conocimientos del pensamiento español pero que le atraía
poderosamente el de los pueblos americanos a los que España había sometido.
¿Qué tanto conocemos ese pasado que sigue
latiendo poderosamente en el México moderno? Al igual que la pirámide de
Cholula, que tiene pasadizos y túneles, la arqueología y la antropología
mexicanas llevan largos años trabajando por aclarar un pasado que se nos
escapa. Menos mal que nos quedan los yacimientos arqueológicos, los
enterramientos, los monolitos. Por desgracia, los conquistadores y frailes del
siglo XVI destruyeron la inmensa mayoría de los viejos libros mesoamericanos,
esos códices, como los llamamos en español, que están pintados en largas tiras
de papel amate o piel de venado, que pueden llegar a medir diez o quince metros
y que se doblan en forma de biombo.
El cronista Bernal Díaz de Castillo, que
nunca había visto nada semejante, describió aquellos extraños objetos diciendo
que estaban “cogidos en dobleces, como a manera de paños de Castilla”.
Actualmente queda sólo un puñado de aquellos códices, sólo unos doce o quince
genuinamente anteriores a la llegada de Cortés, así que es fácil imaginar lo
que esos libros representan para nosotros y para todos los que estudian nuestra
cultura.
Es interesante leer que los mismos que
primero los destruyeron, luego se arrepintieron de haberlo hecho. Y es que si
el objetivo del trabajo de los frailes era arrancar las viejas creencias
religiosas para aclimatar cristianismo, al primer ataque de furor contra el
demonio –que así fue como lo entendieron– siguió la necesidad de entender
aquellas creencias para poderlas erradicar, o readaptar (en el mejor de los
casos) a un nueva visión religiosa. Cuando se dieron cuenta de que ellos mismos
habían destruido la enorme mayoría de las fuentes, empezaron a hacer una gran
labor de reconstrucción del mundo antiguo. Es gracias al celo de un puñado de
misioneros que ahora podemos saber tener una idea de cómo era el pensamiento
mesoamericano, en particular cuáles eran las creencias y las costumbres de su
complejísima religión. Aprendieron náhuatl, la lengua de los mexicas, y
entrevistaron largamente a los más viejos, y mandaron a hacer ellos mismos
algunos códices en los que hoy leemos de aquel orbe cultural que de otra manera
estaría vedado para nosotros.
Todos los códices anteriores a la
Conquista, prácticamente sin excepción, han tenido historias increíbles y de
esa forma, aunque por caminos a veces muy extraños, alcanzaron a sobrevivir en
un mundo que no los comprendía. Voy a contar un caso curioso, que tiene que ver
con México y Francia. Como es sabido, larga es la lista de hispanistas
franceses que han dedicado sus vidas al estudio del pasado mexicano. Uno de
ellos fue Joseph
Marius Alexis Aubin. En la tercera década del siglo XIX,
cuando el país llevaba menos de diez años como nación independiente, estuvo en
México con el propósito de continuar con sus estudios astronómicos. Como al
parecer tuvo
problemas para recibir sus instrumentos científicos, se asomó al fascinante
mundo del pasado indígena y decidió cambiar el rumbo de sus intereses.
Extraordinariamente
sensible a los objetos y documentos antiguos, creó una colección que, dos
siglos más tarde, sigue siendo una referencia importante para los estudios
mesoamericanos.
De hecho, su colección
reúne algunos documentos que formaron parte de anteriores colecciones, que
fueron dispersadas en su momento, como la del italiano Lorenzo Boturini, que
había pasado por México un siglo antes, cuando el territorio formaba parte
todavía de la Corona Española, y había sido despojado de sus posesiones por el
gobierno del Virreinato, procesado y expulsado del país.
En 1840, diez años después de su llegada,
Aubin se fue de México y se llevó consigo su valiosa colección. Al parecer,
para no tener problemas con la aduana del puerto de Veracruz, se las arregló
para disimular la importante carga de documentos que llevaba consigo y
consiguió burlar a las autoridades. En Francia, sus papeles fueron a parar a
manos de Eugène Goupil, un franco-mexicano cuya vuida terminó depositando la
serie de manuscritos en la Biblioteca Nacional de Francia, en donde esos
papeles forman parte de la colección que actualmente algunos denominan como
Aubin-Goupil, y que está en el site Richelieu.
Una de las piezas más importantes de la
colección es el llamado Tonalámatl de Aubin, un documento aun más extraño y
valioso entre los libros mexicanos por tratarse de un códice de contenido
adivinatorio. Quizás fue propiedad de algún sacerdote que dirigía las vidas de
sus coetáneos consultando aquellas casillas en las que aparecen las imágenes de
los dioses acompañadas de las fechas del calendario, según un peculiar manera
de contabilizar el año religioso de 260 días.
Los códices mexicanos son
mayormente pictográficos, aunque las pictografías posean algunos elementos
ideográficos, como fechas y nombres de personajes y lugares. El Tonalámatl de
Aubin es especialmente interesante porque, como otros de su género, encierra
una parte importante de los misterios de la religión indígena.
Por el hecho de que la mayoría de los
libros prehispánicos están fuera de las fronteras mexicanas, para los
estudiosos de mi país es muy importante visitar las bibliotecas y los archivos
europeos. Algunos de los códices están en Oxford, Viena, el Vaticano, Madrid,
Dresde o París.
Con el Tonalámatl de Aubin, propiedad de la
Biblioteca Nacional de Francia, sucedió un incidente triste. En 1982, un
lunático mexicano lo solicitó para estudiarlo y acabó llevándoselo consigo. Al
parecer lo disimuló en la ropa, devolvió vacía la caja donde se le resguardaba
y se lo llevó a México. Más tarde afirmó que lo había hecho como parte de una
iniciativa para recuperar los documentos más valiosos de la historia de México
que están en Europa. Pero la verdad es que la policía lo encontró, dos meses
después del robo, en el balneario de Cancún, en el caribe mexicano, francamente
lejos de cualquier biblioteca en el que pudiera depositar el documento
“recuperado”.
Por supuesto, hubo un conflicto entre los
gobiernos de México y de Francia, porque las autoridades mexicanas consideraron
que, en 1840, el libro había sido sacado del país de manera ilegal; para
Francia, que apeló para ello a los tratados internacionales firmados también
por México, el asunto no podía ser descrito sino como un hurto. Al parecer, hoy
en día el problema se ha solventado con la firma de un préstamo del gobierno
francés al mexicano, pero el códice no ha salido de México.
Sea cualquiera que sea la posición personal
que adoptemos frente a ese lamentable incidente, hay que agradecer a Aubin el que
se empeñara en mantener unida su colección, aunque hubiera tenido que
llevársela consigo; gracias a ello es que podemos ver actualmente, íntegro, uno
de los más importantes documentos de la historia antigua de México, sobre cuyos
enigmas, contradicciones y no pocas maravillas se levanta la cultura del país
del que procedo.
En esos códices, en ese puñado de códices
prehispánicos, llenos de color, de belleza y de misterio, que no leemos sino
con enorme dificultad, en esos portentosos libros antiguos de los que sólo
queda un puñado en el mundo, hay, me parece, algo que define la
filosofía del pueblo mexicano, y en su relectura paciente y difícil es que avanzamos trabajosamente en la visión más profunda de nuestro
ser.
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(1) “L'objectif est simple, celui d'ouvrir
notre regard, alors que se multiplient les différentes histoires qui font le
monde et se poser la question d'une philosophie que ne serait pas exclusivement
occidentale, mais connectée aux autres traditions.”
Las imágenes que ilustran este post provienen de distintas fuentes de internet. Mi retrato es del Festival Philisophia y lo tomo de su página oficial.
La polémica entre Gastón García Cantú y Fernando del Paso que desató el robo del códice Aubin, http://bit.ly/28QsDcc
Más sobre mi viaje al sur de Francia en
este blog:
Burdeos: imágenes de viaje, http://bit.ly/28Vh8Ug
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