domingo, 6 de enero de 2013

Fin de año en Donceles

Pasé las últimas dos tardes de 2012 en Donceles. Si bien mi intención no era tomar nota de los cambios ocurridos en la calle de las librerías de viejo durante los últimos casi tres años, desde que hice el levantamiento que publiqué en este espacio (http://bit.ly/TdyTBm), el tiempo que estuve en ellas me permite ofrecer algunos comentarios útiles para quienes estén interesados en renovar sus propias pesquisas. 
El propósito de este artículo es compartir mis nuevas impresiones sobre la calle y de paso mostrar algunos de mis hallazgos recientes. Tal como he escrito en otras ocasiones, me parece que lo mejor es acudir sin mayores expectativas pero siempre es buena idea llevar alguna noción de búsqueda. Esta vez me interesaba encontrar bibliografía relacionada con la literatura castellana medieval, para acompañar mis lecturas sobre Juan de Mena. 
Por ejemplo, alguna edición de los sonetos de su contemporáneo, el Marqués de Santillana; si es cierto que, como todo el mundo sabe, el gran Íñigo López de Mendoza no dio con el secreto de la acentuación del endecasílabo, que estaba reservado para Boscán y sobre todo para Garcilaso, aquellos poemas fechos al itálico modo fueron los primeros y por lo menos durante medio siglo los únicos en nuestra lengua (1). Me temo que los editores suelen desdeñarlos sin darse cuenta de que en sus imperfecciones están sus encantos —y eso por decir lo menos.
Esquema de la calle de Donceles según el levantamiento que hice el 23 de marzo de 2010
Suelo hacer el recorrido de Donceles de oriente a poniente, empezando desde el fondo de la calle (o lo que es el fondo para mí, que voy del lado opuesto de la ciudad). Nada más llegar, me encamino hasta la esquina con República de Argentina y hago el paseo digamos de regreso, rumbo al Eje Central, tal como corre la numeración (que es, por cierto, al revés del sentido de los coches). 
En mis visitas más recientes he optado por no llegar siquiera a Argentina y he empezado desde una cuadra antes, es decir desde antes de cruzar República de Brasil, muy específicamente en Bibliofilia, la última de una serie de tres librerías que están a la mitad de la cuadra del lado izquierdo según se llega. Por supuesto que nada como el establecimiento iluminado, de buen tamaño y en silencio, pero las cosas no siempre son así: de cuando en cuando estamos metidos en plena búsqueda, a veces con poca luz, y debemos tolerar la música de un radio sintonizado en una estación comercial, o las infinitas tiradas de anuncios, cada uno más estólido y ofensivo que el otro, e incluso las conversaciones entre los encargados que no hacen sino ponernos los pelos de punta. 
También a veces escuchamos las peticiones, que oscilan entre lo ridículo y lo conmovedor, de los clientes a los que nadie ha advertido que la función principal de esas librerías es la búsqueda sin objetivo preestablecido. Esta vez, acabado de desembarcar la primera de mis dos tardes en Donceles, oí que alguien preguntaba por no sé qué libro de ¡Gutiérrez Barrios! Más tarde, presencié cómo un padre de facha filosofal y barbita sin bigote que conducía de la mano a una niñita de aspecto medroso, preguntaba por un libro sobre Dios de Ikram Antaki (arduo nombre si no se está en el secreto y que él pronunciaba de manera irreprochable).
Desde que la frecuento, Bibliofilia, a la que en otra ocasión señalé como mi predilecta de la ruta, no estuvo a la altura de mis expectativas y por vez primera salí de ella con las manos vacías. 
Tuve en cambio una grata sorpresa en El Mercader de Libros, que está en la banqueta contraria, unos metros hacia el poniente y en la misma cuadra —es decir, entre República de Brasil y Palma Norte—. No me refiero al indiscriminado galpón de la planta inferior sino una suerte de mezzanine a la que se accede por una escalera que está al fondo del local, y que tiene personalidad y nombre propios: El Tapanco. Se trata de un espacio rectangular, un pasillo casi, dividido en dos partes: del lado derecho, que es el que da al espacio abierto de la librería de abajo, están los volúmenes acomodados en diversos libreros; del otro lado hay un ventanal de piso a techo y a todo lo largo, que divide el espacio de exhibición propiamente hablando de una bodega de libros, inaccesible al público. 
El Tapanco muestra sus ediciones más atractivas a través de esos ventanales, colocadas contra el vidrio, por el lado de adentro y a diversas alturas, no sin alguna gracia: hay sobre todo libros sobre México, su arte y su historia; también, extrañamente, algunos sobre vestimenta militar, por ejemplo la del elegante ejército italiano. Allí hice el hallazgo más interesante de mis dos visitas: el famoso ensayo de Miguel Asín Palacios sobre Dante (La escatología musulmana en la Divina Comedia, en la cuarta edición de Hiperión), que había oído mencionar en diversas ocasiones pero que nunca había tenido delante. 
En palabras de Gómez Robledo, la conclusión de aquel trabajo —un inmenso acontecimiento para los estudios dantescos del siglo XX— es que “la arquitectura de la Divina Comedia era en gran parte la obra de un arquitecto musulmán” (Dante Alighieri, tomo II, UNAM, 1973, pág. 55).
Si no tenía propósitos definidos, y los sonetos del Marqués de Santillana no eran más que una referencia de arranque —al grado de que, metido ya en las secciones de ensayo, me olvidé completamente de ellos—, el paseo me sirvió para comprar un par de breviarios que me interesaba tener, como La literatura española de Julio Torri, un apretado mosaico de historia literaria lleno de simpáticas observaciones del entrañable miniaturista mexicano. Si uno como estudiante de letras por simples razones cronológicas se perdió las clases que daba Torri en Mascarones, este volumen, que no falta en ninguna de las librerías de la calle —con muestras de las varias ediciones en las que se ha publicado a lo largo de los años—, ofrece una espléndida oportunidad de conocer sus opiniones sobre la literatura peninsular.
Como sabe todo el que se ha paseado por las estanterías de ensayo de Donceles, uno suele encontrar muchos títulos de esas dos inmensas cimas de la historiografía literaria y la lingüística españolas que son Marcelino Menéndez Pelayo y Ramón Menéndez Pidal. Si ya no se ven como hasta hace no mucho tantos ejemplares sueltos de los Orígenes de la novela de don Marcelino, sus obras, invariablemente al lado de las de Menéndez Pidal, en las viejas ediciones de Austral casi siempre argentinas, aparecen regadas aquí y allá en todas las librerías. 
Sólo en El Tomo Suelto, en la acera norte de Donceles entre República de Chile y Allende, vi, como haciendo honor a su nombre, una serie de ejemplares sueltos de aquel ambicioso estudio —del que forma parte su trabajo sobre La Celestina— que quizás podrían formar una colección completa. En esa librería, por cierto, está quizás el librero más grande de poesía de toda la calle —tanto que hasta hay un ejemplar, que descubrí con una sonrisa, de mi Palinodia del rojo.
Siempre he comprado con gusto los libros de los dos Menéndez y esta vez no fue la excepción: un pequeño volumen con algunos ensayos de Menéndez Pidal sobre la lengua vasca. Bien sé que el primero de esos textos, una “Introducción a la lingüística vasca” que don Ramón leyó en conferencia en 1921 en la Sociedad de Estudios Vascos de Bilbao, debe de estar superado, o al menos muy complementado, lleno de pequeños y grandes matices. Si lo compré y luego lo leí con el placer a que me tienen acostumbrado mis lecturas de su obra, es porque el sereno espíritu científico y la meridiana claridad expositiva y la salud toda de su estilo son insuperables. También, porque en la base misma de los estudios modernos del euskera debe de estar él, sin ninguna duda, como en la base de tantas otras cosas. Eso pensé cuando decidí comprarlo y eso mismo encontré escrito en alguien de estima y autoridad apenas una hora más tarde y sin salir siquiera de Donceles.
Para contarlo debo referirme a la segunda de las sorpresas que me deparó en esta ocasión la calle de las librerías de viejo, todavía antes de hacer un pequeño descubrimiento chusco ocurrido al final del paseo y del que daré noticias más abajo. Me refiero a la librería La Casona de Aura, la penúltima antes de llegar al Eje Central (y la que tiene el número 2 en mi levantamiento de marzo de 2010). 
Como seguramente recordará el lector, es en la vieja calle de Donceles, aunque en un número imposible, en donde ocurre el relato Aura de Carlos Fuentes. Al igual que en la casa en donde el personaje Felipe Montero es contratado para ordenar y concluir una memorias escritas en francés, también en La Casona de Aura hay que andar con cuidado, si bien por motivos muy diferentes. Y es que la librería es un espacio abierto, generoso e iluminado que se distingue porque tiene un estrecho pasillo superior, también en la forma de mezzanine, que recorre el perímetro de las paredes de los lados y el fondo. Cuando se circula por ese pasillo es necesario andar con cuidado porque las trabes del techo bajan aquí y allá peligrosamente sobre la cabeza de quien camina, con frecuencia distraído, con los ojos posados en los lomos de los libros.
Uno de los ejemplares que compré en La Casona de Aura es una antología de lírica “de tipo tradicional” de Gredos, de Dámaso Alonso y José Manuel Blecua (reimpresión de la segunda edición, 1969). Véase cómo procede Blecua en una de las introducciones del libro —la otra es de Dámaso Alonso—: copia primero un epígrafe de Nebrija, que dice a la letra: “Yo fui el primero que abrió tienda de la lengua latina en España, y todo lo que en ella se sabe de latín se ha de referir a mí”, para arrancar su texto introductorio afirmando: “Don Ramón Menéndez Pidal, el gran maestro de los romanistas, puede muy bien hacer suya esa célebre frase de Nebrija y afirmar, con el mismo orgullo, que todo lo que se sabe de nuestra lírica primitiva —y de otras muchas cosas— se ha de referir a él”.
Sólo di con un libro que podría paliar, ya que no satisfacer, el interés original de mis pesquisas (y que, recuérdese, era la literatura castellana medieval): Lectura y ficción en el Siglo de Oro. Las razones de la picaresca (Editorial Crítica, 1992) del hispanista B. W. Ife, profesor de la Universidad de Londres que ha escrito sobre Quevedo y Scarlatti. 
No es lo que estaba buscando, y ni siquiera se refiere a la época de mis actuales curiosidades, pero sus ensayos sobre el Lazarillo, el Guzmán de Alfarache y el Buscón prometen, y yo me prometo que pronto les llegará su momento. ¿Quién puede no estar de acuerdo con el aforismo de José Gaos que le he oído en repetidas ocasiones a Almela?: “Toda biblioteca es, en mayor o menor medida, una colección de proyectos de lectura”. (La frase está, según Juan, en un folleto extrañamente llamado 10% que el Fondo publicó allá por 1958). El librito del profesor Ife representa un interesante nuevo proyecto de lectura.
El paseo tuvo un final un tanto anticlimático: y es que la última librería de la ruta, que tiene el nombre de Marconi por estar en el punto de Donceles en donde va a morir la calle perpendicular llamada de esa manera, se ha convertido en un local de fritangas. Situada a media cuadra del Eje Central, la librería es vecina, pared con pared, de La Casona de Aura. 
Esquema de Donceles hecho en marzo de 2010, con los señalamientos de mi paseo de diciembre de 2012
Al salir de esta librería quise entrar en la siguiente pero me lo impidió un puesto de comida colocado a lo ancho de la entrada, sobre el que una mujer no precisamente de pocas carnes echaba unas masas de maíz con frijoles en un pozo de aceite hirviendo. Le pregunté por la librería que hasta hace no mucho hubo allí, y de la que se conservaban algunos libreros al fondo, tal como vi a través de la humareda que salía de su freidero. Si no entendí mal lo que me contestó, Marconi es una suerte de bodega de algunos de los puestos del tianguis de libros que hay al final de esa calle, más allá de Tacuba, en el costado derecho del Palacio de Minería. Sin dejar de manosear las grasas y los frijoles, me invitó amablemente a pasar. Todo lo amablemente que pude, le contesté que ya volvería en otra ocasión.

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(1) Menéndez Pelayo en Poetas de la Corte de Don Juan II, Espasa-Calpe, colección Austral, número 350. Segunda edición, Argentina, 1946, pág. 134.

Las fotos de Donceles que acompañan esta entrega son de marzo de 2010.

La foto en la que aparece Menéndez Pidal, que tomo de la Wikipedia, lo muestra en el momento de su llegada al set de filmación de la película de Anthony Mann sobre el Cid, que se hizo en 1961 con Charlton Heston (que está a la derecha de la imagen) y Sophia Loren en los papeles principales.


Más sobre Donceles en este blog:
Paseo por sus librerías, primera parte, http://bit.ly/TdyTBm
Paseo por sus librerías, segunda parte (en este enlace está el esquema del levantamiento de marzo de 2010, con la lista de las librerías que corresponden con sus números), http://bit.ly/YzwRwJ
Hallazgos recientes, http://bit.ly/YzwEd1
De viaje con María Rosa Lida de Malkiel, http://bit.ly/Uynw4I

2 comentarios:

  1. Maravillosa entrada. Aunque me hace sentir que el Donceles por el que he paseado es otro: uno más aburrido y menos sorprendente.

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  2. Gracias por tu comentario, Manuel. Yo creo que mucho depende de lo que vayas buscando, y sobre todo de la disposición en la que vayas. Un abrazo. FF

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