Los facsimilares nos dan
la ilusión de enriquecer nuestras bibliotecas con objetos únicos igual que si
fuéramos grandes coleccionistas del Renacimiento, de los que según Highet el
primero fue Petrarca.
Entre mis adquisiciones más recientes destaca un
antiguo documento mexicano que debo al buen gusto de una joven florentina: el
Códice Laud. Es uno de los poquísimos códices prehispánicos que han llegado a
nosotros: una tira de casi cuatro metros de largo y dieciséis centímetros de
ancho pintada por los dos lados que se dobla en forma de biombo cuyo original se
conserva en la Biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford. El documento
lleva el nombre de su dueño en el siglo XVII, William Laud, arzobispo de Canterbury,
un hombre poderoso y controvertido que alcanzó la cumbre de la iglesia
anglicana y fue decapitado en enero de 1645.
Muchas veces se ha referido cómo el
códice acabó desvinculándose de su origen al grado de que fue conservado en un estuche de cuero que llevaba una etiqueta que decía Liber Hieroglyphicorum Aegyptorum MS,
es decir Libro manuscrito de jeroglíficos
egipcios.
El Laud pertenece
al grupo que Eduard Seler llamó Borgia —por el célebre documento de ese nombre—, compuesto por aquellos códices elaborados antes de la llegada de los
españoles que están hechos en piel de venado y cuyos complejos simbolismos se
relacionan con el tonalpohualli, el
famoso ciclo de 260 días, por lo que eran usados con fines adivinatorios1. La edición que ha llegado a mis manos pertenece a la serie Códices Mexicanos cuyos responsables son la Akademische Druck-und
Verlagsanstalt y el Fondo de Cultura Económica. Es de 1994 y está conformada por el facsimilar mismo, impreso en Austria, y un estudio explicativo de más de
trescientas páginas cuyo título, La pintura
de la muerte y de los destinos, da una idea del contenido del códice.
Estoy muy al tanto del
desdén con el que los conocedores se refieren a esas ediciones hechas por una
comisión técnica internacional. León-Portilla, por ejemplo, dice que algunos de
los facsimilares no están muy conseguidos, como el Borgia mismo o el Vaticano
A, y que las interpretaciones que los acompañan son con frecuencia discutibles:
“Pretenden [...] los autores que están revelando el sentido oculto o esotérico
que consideran propios de estos códices” (Códices,
Aguilar, México, 2003, pág. 218).
Como sea, desde que
tengo la edición conmigo casi no ha pasado un día sin que me dé un paseo por
sus fascinantes láminas. Confío en que quienes se interesen en él
acudan a la información que hay disponible a través de diversos medios. Yo
me conformo con decir que si bien se ignora el lugar de su origen, si nadie tiene
idea precisa de qué significa y no se sabe exactamente cómo llegó a Europa, hay
algo en el Códice Laud que está más allá de cualquier conjetura: su extraordinaria
belleza. He escogido algunos detalles de los que más me gustan para compartirlos con quienes siguen Siglo
en la brisa. Su perfección, su claridad y su fuerza estética hacen que no
deba añadir nada más.
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1 “Eran instrumentos de
adivino, que le permitían conocer la influencia de determinado día o de otro
espacio de tiempo con respecto a determinada acción proyectada”. Eduard Seler,
citado por Nelly Gutiérrez Solana en Códices
de México, Panorama, tercera reimpresión, México, 1999, pág. 27.
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