Me gusta también cuando se
equivoca: ni siquiera entonces dejan de brillar las virtudes que hicieron de él
uno de los máximos historiadores de la literatura española y sin ningún género de duda el más sabroso y entrañable de sus comentaristas. La erudición siempre útil, las ideas acendradas por la
reflexión personal, la intención de equilibrio y la emotividad puestas en cada
uno de sus juicios hacen que ciento veinte años después de haber sido
expresadas por escrito mantengan el calor y el nervio de la vida, a veces más
que las obras de las que se ocupó.
A continuación comparto con los lectores de Siglo en la brisa el cuerpo principal de las discutibles y apasionadas opiniones de Marcelino Menéndez Pelayo sobre Stendhal
—que entresaco del apartado “Las direcciones excéntricas” del capítulo dedicado
al Romanticismo en Francia de su invaluable Historia
de las ideas estéticas en España—. Después de leer lo que don Marcelino pensaba del autor
de Le Rouge et le Noir (era “una
curiosidad única, más curiosa que simpática ni admirable”; no tenía estilo “sino
una manera impertinente y afectada”; había en su obra sobre
todo “charlatanismo” y era “uno de los pensadores más radicalmente
inmorales y ateos y una de las almas más secas que han existido”…), al leer todo
esto siento que conozco más al gran polígrafo montañés, pero sobre todo, al ver lo que fue capaz de provocar en su propio siglo, me parece que conozco más a Stendhal. Por
sobrepasar los límites de esta entrega, dejo fuera las reflexiones pelagianas
sobre el Henri Beyle melómano y viajero pero quien se interese en ellas puede
consultarlas en el enlace de dicha fundación, que copio más abajo.
Juicio sobre Stendhal
por Marcelino Menéndez Pelayo
De Stendhal puede
decirse que ganó todas sus batallas después de muerto. Entre los que le
conocieron y trataron más íntimamente (sin excluir al mismo Mérimée), ninguno
llegó a adivinar y presagiar tan rara fortuna; ninguno, excepto Balzac, que
saludó La Cartuja de Parma con un enérgico ditirambo.
Mientras
la mayor parte de las reputaciones del período literario de la Restauración
palidecen o están ya eclipsadas, se lee hoy a Stendhal, pseudónimo de Enrique
Beyle, como se leería a un contemporáneo; se le ha convertido en jefe de
escuela: Taine le ha llamado “gran novelista y el primer psicólogo de nuestro
siglo”, y los naturalistas le traen y le llevan como a precursor suyo, aunque
lo cierto es que se les parece muy poco. En rigor, no se parece a nadie; se
resiste a toda imitación; es un tipo literario, una curiosidad única, más
curiosa que simpática ni admirable.
Pero extraordinariamente
curiosa, bajo el aspecto psicológico sobre todo. Puede disputarse que Stendhal
(1783-1842) sea en rigor artista, por más que fuese notabilísimo crítico de
artes, caprichoso y arbitrario sin duda, pero sincero, convencido y lleno de
pasión en sus gustos buenos o malos. Pero como productor de obras de arte (si
se exceptúan sus narraciones cortas) no tiene estilo, sino una manera impertinente
y afectada, una negligencia petulante que divierte en las primeras páginas y
llega a impacientar después. Beyle estaba lleno de manías, siendo en él una de
las más arraigadas la de no querer pasar por hombre de letras, sino por hombre de
mundo que se divertía en escribir como quien fuma un cigarro (frase
suya) sin caer en la puerilidad de tomar por lo serio lo que escribía. Tenía,
además, sus peculiares teorías sobre el estilo; le quería sencillo, desnudo,
casi ideológico. Es célebre aquella frase suya “antes de
ponerme a escribir una novela, leo por algunos días en el Código civil para
formarme el estilo”.
Sin tomar al pie de la letra ésta y otras semejantes
humoradas, contradichas muchas veces en la práctica por el mismo autor, es cosa
clara que el ideal literario de Stendhal, derivado de su procedimiento
psicológico, era el más contrario que puede imaginarse a la furia colorista de
Balzac, de Flaubert y de Zola. Evidentemente, no son de la misma escuela.
Nacido Stendhal en el siglo XVIII, y saturado hasta los tuétanos de la
filosofía analítica de Condillac y de su lengua de los cálculos, aspiraba
a hacer del lenguaje literario, no la visión más o menos brillante, más o menos
fantasmagórica de la realidad, sino un sistema de notación, lo más exacta y
precisa que le fuera dable, de los fenómenos de la sensación, a los cuales él
reducía toda la vida del espíritu. Es evidente que el estilo de los naturalistas no
ha nacido ni podido nacer de esta álgebra gramatical, sino que es la última
exageración del sistema opuesto; es decir, de la retórica pintoresca de los
románticos, tal como la profesaron, sobre todo, Teófilo Gautier y su escuela.
Cabe en el estilo que
adoptó Beyle, cierto grado de belleza literaria, el cual consiste o debe
consistir en aquella transparencia y lucidez que hace que no se interponga nube
alguna entre el pensamiento y su expresión, sino que juntos lleguen a la
comprensión del lector, desterrando totalmente de su ánimo la idea del estilo,
y haciéndole descansar sin esfuerzo en la contemplación de las cosas mismas.
Pero cabalmente, este género de belleza es el que menos veces logra Stendhal,
culpa en parte de la complicación refinada de su pensamiento, mucho más sutil
que el de los ideólogos antiguos; y en parte del desdichado prurito de
afectación y singularidad que él llevaba a todas las cosas y que le hacía dar
tormento a su propio espíritu, forzándole a increíbles contorsiones. Dotado,
por naturaleza y por estudio, de sagacidad extraordinaria para sorprender los
más ocultos repliegues de la conciencia moral, se inclinó con preferencia, y
como por sabio dilettantismo, al estudio de los más
monstruosos y excéntricos, al cultivo de todas las rarezas psicológicas, de los
maquiavelismos oscuros, de las perversidades e infamias más preternaturales e
inusitadas, de todos los casos raros de clínica mental.
Los héroes de Stendhal, en sus novelas largas (Le Rouge et le Noir y La
Chartreuse de Parme) , son personajes tan extrañamente
concebidos, tan negros y misteriosos, dotados por el autor de maldad tan
estrambótica y trascendental, que ni ellos ni el psicólogo que los analiza
pueden hablar como todo el mundo. Digámoslo claro: hay en el arte de Stendhal
mucho ingenio, pero todavía más charlatanismo.
Charlatanismo de todas especies:
hipocresía vuelta del revés, hipocresía de inmoralidad y de ateísmo (por más
que fuera Stendhal, sin necesidad de violentarse, uno de los pensadores más
radicalmente inmorales y ateos y una de las almas más secas que han existido),
afectación de profundidad y de desdén aristocrático, afectación de incoherencia
y falta de lógica, afectación de escribir mal; en suma, toda especie de
afectaciones. La época era propicia a ellas, y después del satanismo elegante
de Byron y del hastío inconsolable de Chateaubriand, Stendhal no quiso ser
menos, e inventó para sí propio, aunque por de pronto con menos éxito, el tipo
del materialista alma de cántaro con visos de Maquiavelo frustrado. Stendhal,
que en su juventud había sido Comisario de guerra, o cosa tal, en los ejércitos
imperiales, y que luego pasó su vida bastante obscuramente en los consulados de
Italia, se creía diplomático formidable; hombre de excepcionales talentos para
la guerra y para la acción política, si no se lo hubiesen estorbado las
circunstancias, y sobre todo la caída de Napoleón, que era su ídolo, la única
creencia y la única superstición de su vida.
A sus personajes predilectos les
infundió este mismo carácter y estas mismas quiméricas pretensiones,
poniéndoles en la frente el sello de especial predestinación que llevan todos
los héroes románticos. Ni Julián Sorel ni Mosca tienen nada de personajes
naturalistas: es cierto que su actividad se consume en luchas microscópicas, en
intrigas subalternas, en crímenes tan horribles como estrafalarios; pero todo el
empeño del autor es presentarlos como seres superiores, que serían capaces de
conmover el mundo, si no los encadenase la fatalidad de los tiempos a esa
acción oscura y sin gloria.
Es en el fondo, aunque presentada de diverso modo,
la misma fatalidad que aqueja y persigue a los héroes de Byron, y responde en
cierto modo a la singular conmoción que toda aquella juventud debió de sentir
ante el espectáculo verdaderamente inaudito (y para los contemporáneos mismos, envuelto ya en los vapores de la leyenda y del mito) de la
grandeza y de la catástrofe napoleónica. En ninguno fue tan honda esta
impresión como en Stendhal: las mejores páginas de La Cartuja de Parma ,
las primeras, dan testimonio de ello.
[…]
Stendhal, en cuanto
escritor brutal y cínico, se asemeja a los naturalistas por la predilección con
que busca, estudia y representa toda fealdad moral; y también porque en
filosofía profesa como ellos el mecanismo y el determinismo más groseros;
porque excluye del alma humana todo afecto limpio y generoso. Esa será, sin
duda, “la nota verdadera y nueva que Stendhal encontró en la
novela”, según expresión de Zola.
El cual no tiene razón en añadir que Stendhal
haya sido el primero que ha visto al hombre “desnudo del oropel de la Retórica
y fuera de las convenciones literarias y sociales”; porque Stendhal tiene su
retórica propia, bastante fastidiosa y monótona por cierto, y no pueden darse
personajes más convencionales, o, por mejor decir, más
imposibles literaria y socialmente, que los suyos. El mismo Zola [arriba de estas líneas] confiesa que
son “curiosidades cerebrales”, y no otra cosa. Por otra parte, Stendhal en sus
novelas (no tanto en sus viajes) carece, no solamente de abundancia pintoresca,
sino hasta de sentido de la realidad exterior.
Y aunque no crea en Dios, ni en
la espiritualidad del alma, ni en el deber moral, ni en otra cosa alguna, sino
en el placer físico, procede en sus análisis, no como fisiólogo, sino como
ideólogo; no como materialista de ahora, sino como materialista del siglo
pasado, extraño a las ciencias experimentales, y, por el contrario, muy
familiarizado con los procedimientos de las matemáticas y de lo que llamaban
“gramática general”. La novela de Stendhal es, pues, un mundo aparte, tan
lejano de la novela naturalista, como puede serlo el Adolfo de
Benjamín Constant. Tampoco se encuentra en Stendhal el desprecio de la fábula
complicada, que ha llegado a ser dogma entre los
naturalistas. Sus novelas tienen mucha acción, y acción interesante; sobre
todo La Cartuja de Parma es una novela de aventuras, un
verdadero embrollo, lleno de lances inesperados y sorprendentes como los de un
cuento de Bandello.
Resulta, pues, que
Stendhal, por cualquier lado que se le mire, no es realista, en el moderno
sentido de la palabra, sino romántico materialista, combinación
rara, pero no única, puesto que se dio también en Merimée y en algún otro. Con
Merimée tiene también el punto de contacto del exotismo literario
(que en Stendhal se reduce a italianismo), la predilección por la pintura de
acciones feroces y sanguinarias, de pasiones violentas y rápidas que estallan y
matan en un punto mismo, sin que la impasibilidad del narrador se altere en lo
más mínimo al contar los más grandes horrores. Tales son esas famosas novelas
italianas de Beyle [...],
que si estuviesen mejor escritas, si el autor hubiese poseído el arte del
diálogo, la graduación de los efectos dramáticos y la perfección sobria y
nerviosa de estilo que en Merimée admiramos, podrían competir sin desventaja
con las más felices narraciones de este insuperable cuentista. Pero el arte
incompleto y, por decirlo así, cojo, de Stendhal, hace que su
perpetua ironía trascendental se vea más al descubierto, y resulte más
desabrida y antipática.
En teoría, no fue
Stendhal menos romántico que en la práctica. Tiene sobre otros muchos críticos
de su escuela el mérito de la prioridad, puesto que desde 1814 estaba en la
brecha; tiene además la ventaja de haber poseído conocimientos de la literatura
extranjera, y especialmente de la italiana e inglesa, que eran todavía
rarísimos en Francia.
Y, por último, fue el primer crítico de esta nación que
salvó los límites del horizonte literario propiamente dicho, y pudo tratar con
igual competencia de música, de pintura y de poesía, lo cual le daba indudable
superioridad de criterio estético. Estas ventajas estaban contrapesadas por su
pobrísima filosofía, que le llevaba a negar todo carácter absoluto a la idea de
belleza, y a erigir en única ley y norma de arte el relativismo de las
sensaciones. Stendhal, pues, no pasa de ser un crítico empírico, pero
generalmente de buen gusto y de mucho ingenio; aunque deslucido por el afán de
presentar sus ideas en forma descosida, paradójica y
extravagante, con lo cual, huyendo del escollo de la pedantería dogmática,
viene a caer en otro género de pedantería escéptica y mundana, que le perjudica
bastante.
[…]
Cuanto dice Stendhal
sobre la naturaleza de la ilusión dramática, sobre la risa y lo cómico, sobre
la influencia de los hábitos de conversación y de sociedad en la literatura
francesa está muy bien pensado, y hoy mismo merece leerse. Pero lo más notable
de Stendhal como crítico literario, es, sin duda, la idea de que todos los
grandes escritores fueron románticos en su tiempo, y que sólo un siglo después
de su muerte, cuando las gentes empiezan a copiarlos, en vez de abrir los ojos
e imitar a la naturaleza, se convierten en clásicos. Si los románticos hubieran
penetrado todo el alcance de estas palabras, quizá se hubiesen abstenido de
sustituir una imitación a otra, y ni el drama pseudo-shakesperiano, ni la falsa
Edad Media, ni el orientalismo convencional, ni el exotismo hubiesen
existido. […]
En una nota escrita en sus últimos tiempos, y añadida a su Historia
de la Pintura, dice con visible despego que “los románticos ganaron su
causa a fuerza de ser buena; que fueron instrumento ciego de una gran
revolución que hizo pasar el arte desde la miniatura amanerada de una sola
pasión a la pintura en grande de todas las pasiones; pero que fueron como el
sable de Scanderbeg, hirieron y mataron, pero no tuvieron ojos para ver lo que
mataban ni lo que había que poner en su lugar”. Sus
obras están llenas de indicaciones despreciativas contra Chateaubriand […],
contra Víctor Hugo y contra toda la pléyade romántica de 1830. En cuanto a sí propio se jactaba de que no sería comprendido ni estimado
en su justo valor hasta 1890, y ya hemos visto que se equivocó en muy pocos
años. Falta saber si el entusiasmo actual durará o llegará a reducirse a más
justos límites. Me parece notar ya síntomas de cansancio. Pero aunque la secta
de los stendhalianos desaparezca (y en ello ganarán mucho el arte y la
moral), no es fácil que los libros de Stendhal vuelvan a caer en la categoría
de rarezas: están preñados de ideas buenas y malas, y sólo el libro sin ideas
es el que definitivamente muere.
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La mayoría de las imágenes que ilustran este texto fueron tomadas de la red.
Aunque tengo la edición
de la colección Boreal de la editorial argentina Glem, comprada por mi padre en
La Lagunilla, por razones de rapidez y facilidad he preferido copiar el texto
de la página de la Fundación Ignacio Larramendi, en la que están las obras
completas de Menéndez Pelayo. El juicio sobre Henri Beyle está en http://bit.ly/UXNfkO
Más sobre Stendhal en
este blog:
Más sobre Menéndez
Pelayo en este blog:
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