La semana pasada se casó en Gijón mi primo
Félix Niembro Bueno. Unas semanas antes, sus hermanas me habían
pedido que escribiera una carta para ser leída en la fiesta que seguiría a la ceremonia religiosa. La ocasión me permitió poner por escrito los detalles de las bodas de cinco de nuestros antepasados comunes que me fueron contados durante el tiempo que viví en Asturias. Éste es el resultado.
Queridos Lola y Félix: antes que nada quiero decirles
que lamento mucho no poder acompañarlos el día de hoy. Cuando hace algunos
meses supe que iban a casarse, pensé que las cosas tendrían que ponerse muy difíciles
como para tener que perderme esta nueva boda, nada menos que la tercera en la
familia desde que me regresé a vivir a México.
Por eso, aunque he tenido
muchísimo trabajo, aplacé la decisión de ir o no ir con la esperanza de poder lanzarme
aunque fuera en el último momento. Al final no pude hacerlo. Y es que en
este país, donde no tenemos propiamente estaciones, o al menos no una clara
división entre ellas que vaya más allá de una temporada de secas y otra de
lluvias, el verano, que en España se observa religiosamente, a veces nos parece
una envidiable sofisticación de un mundo extraño. También es verdad que la
distancia no es poca. Hace un siglo, en los tiempos en que nuestros antepasados
emigraba a América, cada trayecto tomaba nada menos que cinco semanas. Aunque
hoy las comunicaciones han reducido muchísimo la duración de los viajes, los
lugares no se han movido ni un milímetro de donde siempre han estado, por lo
que ir de un lado al otro en cierto sentido sigue siendo como era antes de que
se inventara el aeroplano.
Por más que se pueda estar allí
en unas cuantas horas, el despliegue físico y sicológico que supone un viaje de
esa naturaleza equivale al de varias semanas, que empiezan a contar el día que
decidimos emprenderlos. La prueba está en que cuando hacemos un viaje relámpago
entre uno y otro continente, y vamos y volvemos en unos cuantos días, se acaba
por tener la sensación bastante explicable de que nunca salimos de casa. No
estaré hoy allí, pero ustedes llevan muchos días viviendo en mis pensamientos, entre
otras razones porque Mari Carmen y Ana me pidieron que escribiera esta carta
para ser leída hoy, lo que me permite estar presente en su fiesta aunque
sea de esta extraña manera.
Cuando pienso en este día, querido Félix, me vienen a
la cabeza las imágenes de las bodas de nuestros abuelos y bisabuelos de las
que supe durante los años que viví en Asturias. Sin embargo ahora que las evoco
lo hago con cierto temor porque quizás no las he retenido como sucedieron y quizás
ni siquiera como me las contaron. Ya no podré confirmarlas con tu abuelo, mi
querido tío Florentino, que conservó una memoria de elefante hasta el día mismo
de su muerte a los 90 años.
Menos mal que ahí está tu padre, que según me dijo en
alguna ocasión el propio Florentino: “¡Félis
se acuerda de los que murieron hace cien años!”, y él, que tanto gusta de las
historias, seguramente encontrará entretenido confirmar o corregir las imágenes que conforman
esta pequeña evocación.
Fíjate qué curioso: la primera de las bodas de nuestra
familia que viene a mi mente fue una que se planeó pero no se llevó a cabo.
Quizás mi irremediable soltería tiene como santa patrona a nuestra tía
bisabuela María, que en la primera década del siglo pasado se comprometió con
un primo que emigró a Argentina y que la dejó vestida y alborotada.
Mi abuela
recordaba que hasta un anillo hubo, que cruzó el Atlántico en una de esas cartas
que viajaban, como se decía antes, “con alguien de confianza”. Por si fuera
poco, tu abuelo me regaló las postales que aquella cabraliega recibió durante su
imposible noviazgo, y que arrojó al fondo del armario con el corazón lleno de
incredulidad y amargura.
La segunda boda es la de nuestro bisabuelo Fernando
Bueno, que vivió casi cuarenta años en México. Cuando la fortuna empezaba a
sonreírle, mandó traer a su prima Florentina y hasta aquí vino aquella valerosa
antepasada nuestra allá por el año de 1910, nada menos que cuando empezaba la
Revolución.
Muchas veces me he imaginado su viaje prácticamente a solas, los
mareos a bordo del vapor que la llevaba a la aventura de su vida y sus primeras
sensaciones al ver el puerto de Veracruz, donde estaba esperándola, comido por la
ansiedad, su primo Fernando, que se casó con ella inmediatamente en la que casi con seguridad
fue la primera boda de nuestra familia celebrada en América. ¡Y ahora no podría
ni siquiera contar todas las que vinieron después! Florentina, que era hija
única, no merecía morir a la semana del parto de tu abuelo y quedó enterrada en
México, como sembrada en la tierra en donde la enorme mayoría de sus
descendientes acabaríamos naciendo.
El dato más nítido y humano que conservo de la boda de
mis abuelos, la tercera de las que me vienen a la cabeza, lo supe por mi tío
abuelo Quilo. El hermano de Santos me contó que cuando ya estaban preparados
para irse a la ceremonia, elegantes y limpios y bien perfumados como ahora
todos ustedes, él y su primo Florentino, que tenían diecisiete años, bajaron caminando
por Budia hasta Porea, para tomar el coche (¿sería ya el de la Viuda o me estoy
adelantando en el tiempo…? Tu padre corregirá estos datos, él que conoce como
nadie aquellos tiempos y lugares). Como había llovido la noche anterior y la hierba
estaba húmeda, Florentino se resbaló varios metros prado abajo… Los primos se
seguían riendo cuando llegaron a Covadonga, según Quilo, que me contó la
anécdota poco antes de morir, casi setenta años después de aquel día. Cuando fui
a contársela a mi vez a tu abuelo, mi tío Florentino me dijo, como siempre
irónico y burlón cuando hablaba conmigo: “Pero Fernandín, ¡qué buena memoria
tienes!”.
Probablemente la boda de la que sé más detalles es la
de nuestros tíos abuelos Ángel y Carmela, la cuarta de esta lista. Y es que conservo, además de la invitación misma a la boda, la crónica de ese día que salió publicada en El Eco de los Valles, el periódico de Peñamellera que desapareció
cuando la guerra. Aquella conmovedora pareja dispareja, que al no tener descendencia
adoptó a nuestros padres como sus hijos, se casó poco después que mis abuelos,
también en Covadonga. Al leer la crónica es fácil imaginar la escena: Carmela, arreglada
con la misma modestia que hizo que nadie la hubiera visto nunca vestida con el
traje de aldeana, ni mucho menos bailando en la fiesta de San Roque de Asiego,
al revés que cualquiera de las otras muchachas del pueblo.
Nuestra tía abuela parecía
que estaba no tanto en su boda como en una estación de tren de provincias, en la
despedida de alguien que ni siquiera era ella. Ángel, en cambio, que ya para
entonces lucía una opulenta calvicie, se casó llevando un peluquín que lo hacía
parecer algo más alto de lo que ya era y que más tarde mudó por esa boina que
lo acompañó el resto de sus días cada vez más encajada en el cogote. Me hace
mucha gracia que la nota del periódico lo describa a él como “el culto joven de
Carreña”. El cronista no deja de señalar el contraste que había entre “la
apostura fuerte y varonil del novio, con el cuerpo frágil y graciosamente
femenino de la novia”.
Me imagino a Carmela, incómoda en el centro de todas las
miradas, con unas ganas locas de acabar con todo aquello, y a Ángel, verdaderamente agigantado, ocupando el centro de tanto bullicio en la cima de
aquellos picachos bendecidos por la historia patria.
No vayas a creer, querido Félix, que no tengo algún
detalle sobre la boda de tus padres, el quinto y último de los casamientos del
apellido Bueno que compartimos. Aunque sé que también fue en Covadonga, no sé
decir exactamente el año, aunque creo que era a principios de los años setenta
y que todavía vivía tu abuelo Aquilino Niembro Borbolla. Se trata de un pequeño
detalle que me contaron tus padres en una de esas inolvidables sobremesas en las
que ellos y yo, y quizás tú y alguna de tus hermanas, pasábamos gozosamente viajando
por el pasado sin salir de la cocina de la casa del Carmen en Puertas.
Cuando
llegaron los novios y los parientes del lado de la novia y del novio, un señor
que asistía a una ceremonia celebrada un poco antes comentó verdaderamente
maravillado que todos en aquellas dos familias, pero todos, sin ninguna
excepción, tenían los ojos claros…
No se me ha ocurrido otra cosa que armar ese pequeño
rosario de detalles y anécdotas de las bodas de nuestros antepasados para
celebrar con ustedes, a la distancia pero con el cariño que entraña una
historia que nos une desde mucho antes de nuestros nacimientos, este día tan especial.
Sólo quiero añadir algo más, algo que tiene que ver con Lola. Por desgracia
para mí, no nos hemos conocido todavía.
Para que eso haya ocurrido de esa forma se
confabularon la proverbial discreción del novio y la falta de sincronía con mi
estancia en Asturias. Pero sabiendo cómo es Félix, no tengo la menor duda de
que es una mujer entrañable que se aviene perfectamente a su nobleza. Así que
Lola, bienvenida a la familia. Por si nadie te lo ha dicho, debes de saber que
mi tío Florentino solía insistirles a sus nietos que nada más casarse tenían la
obligación de darse una vuelta por México. Recuérdale a Félix todas las veces
que puedas aquellas palabras que intentaban convencerlo de la importancia de
conocer algún día este país que tanto significó para la historia de nuestra
familia y desde donde la víspera de tu boda emocionadamente les escribo.
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Salvo las fotos de archivo y el retrato de Lola con el gato, las imágenes que ilustran esta entrega de Siglo en la brisa son de dos fechas diferentes: el día de la boda de Lola y Félix, el sábado pasado, y el día de las Nieves de 2006 en Puertas de
Cabrales. La que abre el post es de la boda de los primos Fernando Bueno Díaz y Florentina Bueno Alonso.
Más crónica familiar y genealogía en este blog:
Árbol genealógico, http://bit.ly/KOKiw8
Autógrafos remotos, http://bit.ly/PvKjd9
Guillermina, http://bit.ly/Nxl25T
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