domingo, 19 de agosto de 2012

En la boda de Lola y Félix


La semana pasada se casó en Gijón mi primo Félix Niembro Bueno. Unas semanas antes, sus hermanas me habían pedido que escribiera una carta para ser leída en la fiesta que seguiría a la ceremonia religiosa. La ocasión me permitió poner por escrito los detalles de las bodas de cinco de nuestros antepasados comunes que me fueron contados durante el tiempo que viví en Asturias. Éste es el resultado.

Queridos Lola y Félix: antes que nada quiero decirles que lamento mucho no poder acompañarlos el día de hoy. Cuando hace algunos meses supe que iban a casarse, pensé que las cosas tendrían que ponerse muy difíciles como para tener que perderme esta nueva boda, nada menos que la tercera en la familia desde que me regresé a vivir a México. 
Por eso, aunque he tenido muchísimo trabajo, aplacé la decisión de ir o no ir con la esperanza de poder lanzarme aunque fuera en el último momento. Al final no pude hacerlo. Y es que en este país, donde no tenemos propiamente estaciones, o al menos no una clara división entre ellas que vaya más allá de una temporada de secas y otra de lluvias, el verano, que en España se observa religiosamente, a veces nos parece una envidiable sofisticación de un mundo extraño. También es verdad que la distancia no es poca. Hace un siglo, en los tiempos en que nuestros antepasados emigraba a América, cada trayecto tomaba nada menos que cinco semanas. Aunque hoy las comunicaciones han reducido muchísimo la duración de los viajes, los lugares no se han movido ni un milímetro de donde siempre han estado, por lo que ir de un lado al otro en cierto sentido sigue siendo como era antes de que se inventara el aeroplano. 
Por más que se pueda estar allí en unas cuantas horas, el despliegue físico y sicológico que supone un viaje de esa naturaleza equivale al de varias semanas, que empiezan a contar el día que decidimos emprenderlos. La prueba está en que cuando hacemos un viaje relámpago entre uno y otro continente, y vamos y volvemos en unos cuantos días, se acaba por tener la sensación bastante explicable de que nunca salimos de casa. No estaré hoy allí, pero ustedes llevan muchos días viviendo en mis pensamientos, entre otras razones porque Mari Carmen y Ana me pidieron que escribiera esta carta para ser leída hoy, lo que me permite estar presente en su fiesta aunque sea de esta extraña manera.
Cuando pienso en este día, querido Félix, me vienen a la cabeza las imágenes de las bodas de nuestros abuelos y bisabuelos de las que supe durante los años que viví en Asturias. Sin embargo ahora que las evoco lo hago con cierto temor porque quizás no las he retenido como sucedieron y quizás ni siquiera como me las contaron. Ya no podré confirmarlas con tu abuelo, mi querido tío Florentino, que conservó una memoria de elefante hasta el día mismo de su muerte a los 90 años. 
Menos mal que ahí está tu padre, que según me dijo en alguna ocasión el propio Florentino: “¡Félis se acuerda de los que murieron hace cien años!”, y él, que tanto gusta de las historias, seguramente encontrará entretenido confirmar o corregir las imágenes que conforman esta pequeña evocación.
Fíjate qué curioso: la primera de las bodas de nuestra familia que viene a mi mente fue una que se planeó pero no se llevó a cabo. Quizás mi irremediable soltería tiene como santa patrona a nuestra tía bisabuela María, que en la primera década del siglo pasado se comprometió con un primo que emigró a Argentina y que la dejó vestida y alborotada. 
Mi abuela recordaba que hasta un anillo hubo, que cruzó el Atlántico en una de esas cartas que viajaban, como se decía antes, “con alguien de confianza”. Por si fuera poco, tu abuelo me regaló las postales que aquella cabraliega recibió durante su imposible noviazgo, y que arrojó al fondo del armario con el corazón lleno de incredulidad y amargura.
La segunda boda es la de nuestro bisabuelo Fernando Bueno, que vivió casi cuarenta años en México. Cuando la fortuna empezaba a sonreírle, mandó traer a su prima Florentina y hasta aquí vino aquella valerosa antepasada nuestra allá por el año de 1910, nada menos que cuando empezaba la Revolución. 
Muchas veces me he imaginado su viaje prácticamente a solas, los mareos a bordo del vapor que la llevaba a la aventura de su vida y sus primeras sensaciones al ver el puerto de Veracruz, donde estaba esperándola, comido por la ansiedad, su primo Fernando, que se casó con ella inmediatamente en la que casi con seguridad fue la primera boda de nuestra familia celebrada en América. ¡Y ahora no podría ni siquiera contar todas las que vinieron después! Florentina, que era hija única, no merecía morir a la semana del parto de tu abuelo y quedó enterrada en México, como sembrada en la tierra en donde la enorme mayoría de sus descendientes acabaríamos naciendo.
El dato más nítido y humano que conservo de la boda de mis abuelos, la tercera de las que me vienen a la cabeza, lo supe por mi tío abuelo Quilo. El hermano de Santos me contó que cuando ya estaban preparados para irse a la ceremonia, elegantes y limpios y bien perfumados como ahora todos ustedes, él y su primo Florentino, que tenían diecisiete años, bajaron caminando por Budia hasta Porea, para tomar el coche (¿sería ya el de la Viuda o me estoy adelantando en el tiempo…? Tu padre corregirá estos datos, él que conoce como nadie aquellos tiempos y lugares). Como había llovido la noche anterior y la hierba estaba húmeda, Florentino se resbaló varios metros prado abajo… Los primos se seguían riendo cuando llegaron a Covadonga, según Quilo, que me contó la anécdota poco antes de morir, casi setenta años después de aquel día. Cuando fui a contársela a mi vez a tu abuelo, mi tío Florentino me dijo, como siempre irónico y burlón cuando hablaba conmigo: “Pero Fernandín, ¡qué buena memoria tienes!”.
Probablemente la boda de la que sé más detalles es la de nuestros tíos abuelos Ángel y Carmela, la cuarta de esta lista. Y es que conservo, además de la invitación misma a la boda, la crónica de ese día que salió publicada en El Eco de los Valles, el periódico de Peñamellera que desapareció cuando la guerra. Aquella conmovedora pareja dispareja, que al no tener descendencia adoptó a nuestros padres como sus hijos, se casó poco después que mis abuelos, también en Covadonga. Al leer la crónica es fácil imaginar la escena: Carmela, arreglada con la misma modestia que hizo que nadie la hubiera visto nunca vestida con el traje de aldeana, ni mucho menos bailando en la fiesta de San Roque de Asiego, al revés que cualquiera de las otras muchachas del pueblo. 
Nuestra tía abuela parecía que estaba no tanto en su boda como en una estación de tren de provincias, en la despedida de alguien que ni siquiera era ella. Ángel, en cambio, que ya para entonces lucía una opulenta calvicie, se casó llevando un peluquín que lo hacía parecer algo más alto de lo que ya era y que más tarde mudó por esa boina que lo acompañó el resto de sus días cada vez más encajada en el cogote. Me hace mucha gracia que la nota del periódico lo describa a él como “el culto joven de Carreña”. El cronista no deja de señalar el contraste que había entre “la apostura fuerte y varonil del novio, con el cuerpo frágil y graciosamente femenino de la novia”. 
Me imagino a Carmela, incómoda en el centro de todas las miradas, con unas ganas locas de acabar con todo aquello, y a Ángel, verdaderamente agigantado, ocupando el centro de tanto bullicio en la cima de aquellos picachos bendecidos por la historia patria.
No vayas a creer, querido Félix, que no tengo algún detalle sobre la boda de tus padres, el quinto y último de los casamientos del apellido Bueno que compartimos. Aunque sé que también fue en Covadonga, no sé decir exactamente el año, aunque creo que era a principios de los años setenta y que todavía vivía tu abuelo Aquilino Niembro Borbolla. Se trata de un pequeño detalle que me contaron tus padres en una de esas inolvidables sobremesas en las que ellos y yo, y quizás tú y alguna de tus hermanas, pasábamos gozosamente viajando por el pasado sin salir de la cocina de la casa del Carmen en Puertas. 
Cuando llegaron los novios y los parientes del lado de la novia y del novio, un señor que asistía a una ceremonia celebrada un poco antes comentó verdaderamente maravillado que todos en aquellas dos familias, pero todos, sin ninguna excepción, tenían los ojos claros…
No se me ha ocurrido otra cosa que armar ese pequeño rosario de detalles y anécdotas de las bodas de nuestros antepasados para celebrar con ustedes, a la distancia pero con el cariño que entraña una historia que nos une desde mucho antes de nuestros nacimientos, este día tan especial. Sólo quiero añadir algo más, algo que tiene que ver con Lola. Por desgracia para mí, no nos hemos conocido todavía. 
Para que eso haya ocurrido de esa forma se confabularon la proverbial discreción del novio y la falta de sincronía con mi estancia en Asturias. Pero sabiendo cómo es Félix, no tengo la menor duda de que es una mujer entrañable que se aviene perfectamente a su nobleza. Así que Lola, bienvenida a la familia. Por si nadie te lo ha dicho, debes de saber que mi tío Florentino solía insistirles a sus nietos que nada más casarse tenían la obligación de darse una vuelta por México. Recuérdale a Félix todas las veces que puedas aquellas palabras que intentaban convencerlo de la importancia de conocer algún día este país que tanto significó para la historia de nuestra familia y desde donde la víspera de tu boda emocionadamente les escribo.

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Salvo las fotos de archivo y el retrato de Lola con el gato, las imágenes que ilustran esta entrega de Siglo en la brisa son de dos fechas diferentes: el día de la boda de Lola y Félix, el sábado pasado, y el día de las Nieves de 2006 en Puertas de Cabrales. La que abre el post es de la boda de los primos Fernando Bueno Díaz y Florentina Bueno Alonso.

Más crónica familiar y genealogía en este blog:
Árbol genealógico, http://bit.ly/KOKiw8 
Autógrafos remotos, http://bit.ly/PvKjd9
Guillermina, http://bit.ly/Nxl25T

2 comentarios:

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