Por FF
¿Por qué montar La colaboración de Ronald Harwood? En algún momento te escuché decir que es una obra
de extraordinaria actualidad. ¿A qué te referías?
La
sustancia dramática de esta obra versa, ante todo, sobre el proceso artístico
en conjunto: la relación creativa que entablaron Richard Strauss y Stefan Zweig
evidencia la naturaleza de la amistad correspondida y de la confianza mutua, y
las artes escénicas son, qué duda cabe, un asunto que implica la suma de
voluntades, talentos y aptitudes que conducen a un resultado compartido. La
amistad entre colaboradores es una forma sutil y refinada del amor, que nos
hace ver al otro como indispensable. En el encuentro entre Strauss y Zweig,
efímero pero fructífero, hallo la imagen de mis propios afanes creativos, que
requieren de un equipo de colaboradores; así pues, la actualidad de La colaboración está, en primera
instancia, en mostrar la importancia del trabajo que va más allá de la voluntad
individual, pues requiere de los demás. (¿Cómo no mencionar en este caso a mis
queridas colaboradoras Violeta Rojas, Ruby Tagle y Paulina Franch?) En última instancia, de modo más obvio, la
trama enfatiza la necesidad de cuidarnos de las asechanzas del poder, que se
opone sin remedio al amor. A mi juicio, las circunstancias históricas que
permitieron y propiciaron el encumbramiento de las tiranías tras la Gran Guerra
se asemejan gravemente a las de nuestro tiempo —la incertidumbre económica, la xenofobia,
la demagogia, la inestabilidad social, el antisemitismo, el desprestigio y la
ineficacia de los gobiernos—, y quisiera que el contenido de la obra, casi
admonitorio, no pase desapercibido.
¿Qué lugar ocupa en tu consideración
la música de Richard Strauss, quizás el último gran representante de una época extinguida,
un post-romántico anacrónico en un tiempo extraordinariamente entregado a la
modernidad e innovación, cuando ya estaban activos Stravinsky, Schoenberg y
Bartók, entre otros?
Richard
Strauss fue quien lo dijo, con su característico sentido del humor que unía de
manera incomparable la humildad y la arrogancia: en Londres, en 1947, afirmó
que no era un compositor de primera línea, sino el mejor de los de segunda
línea. De este modo, rendía homenaje a Bach, Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert
y Wagner —que son, junto con Palestrina, Monteverdi y unos cuantos más, los
compositores más grandes de todos los tiempos— y, a la vez, se colocaba a sí
mismo en el rango siguiente. Por mi parte, suelo decir que la mejor manera de
entender la grandeza descomunal de Richard Strauss está en una pequeña fórmula
aritmética: Mozart más Wagner es igual a Strauss. Hasta 1910 Richard Strauss
fue considerado como un compositor de vanguardia —los grandes poemas sinfónicos
son, en su mayoría, obras relativamente tempranas, y las partituras de Salomé y Electra muestran un ímpetu
audaz—, pero a partir de 1911, con El
caballero de la rosa, Strauss optó por parecer anacrónico, conservador o
retrógrada; sin embargo, tengo para mí que más que replegarse o renunciar a los
logros de la primera mitad de su vida, Strauss exploró el camino del
neoclasicismo (¡incluso antes que en propio Stravinsky!), y rindió un homenaje
explícito a la larga historia, brillante y sin par, de la escuela alemana: El caballero de la rosa es hija de Las bodas de Fígaro y La mujer sin sombra lo es de La flauta mágica, pero la herencia de
Wagner está presente en ambas. Las apariencias engañan y, contra lo que suele
suponerse, pienso que Richard Strauss es uno de los artistas más coherentes de
toda la historia de la música. Los compositores predilectos de Strauss son
también los míos: Mozart, Wagner, Bach, Gluck... Y, claro, Richard Strauss estará
siempre entre mis predilectos.
Sí, Stefan
Zweig me parece un escritor sobresaliente. Es uno de los casos —al igual que
Dickens o Hugo— en que el éxito y la popularidad de la obra de un autor no
significan mengua cualitativa alguna. La literatura de Zweig corresponde con un
mundo lamentablemente extinto, “el mundo de ayer” (título de uno de sus más
hermosos libros tardíos), y yo tengo una afición particular, nostálgica, por la
civilización que fue destruida en la primera mitad del siglo XX. Pienso que
nuestras circunstancias históricas de hoy —tan semejantes a las de la primera
posguerra— han propiciado que el corpus
literario de Zweig vuelva a estar presente en la conciencia. Los ensayos de
Zweig sobre Hölderlin, Kleist y Nietzsche me gustan muchísimo, y hay
narraciones de veras magistrales, unas breves —Veinticuatro horas en la vida de una mujer, Mendel el de los libros o Novela
de ajedrez— y otras más extensas, como Impaciencia
del corazón, que recomiendo sin reservas. Por lo demás, para entender la
significación de Zweig a lo largo del tiempo, debo decir que estoy convencido
de que los nazis ganaron la guerra. No me refiero al hecho militar, sino a la
destrucción que lograron: “el legado de Europa” (he aquí otro título capital de
Zweig) fue aniquilado para siempre. Zweig estaba a salvo de Auschwitz y no supo
que en enero de 1942, en la infame Conferencia de Groß Wannsee, fue decidida la
sistematización del exterminio, pero se quitó la vida un mes después porque la
destrucción moral de la cultura europea era un hecho consumado. A inicios de
1942 todavía no se vislumbraba la destrucción física del Tercer Reich ni las severas derrotas militares
que decidieron el curso de la guerra y, sin embargo, Zweig supo a ciencia
cierta que la cultura de Europa había sido aniquilada. Aunque parezca
paradójico, simpatizo por igual con la dignidad y lucidez del suicidio de Zweig
y con el aislamiento y el impulso creativo de los últimos años de Richard
Strauss, cuyos resultados estéticos son deslumbrantes.
¿Qué lugar ocupa en la obra de
Strauss la ópera La
mujer silenciosa, que escribió a partir
del libreto de Zweig, y que aparece como un subtema en La colaboración?
Tras la
inopinada y trágica muerte de Hofmannsthal, Strauss sintió el horror vacui, pues requería de un libretista.
Hofmannsthal era diez años menor que Strauss, y el compositor nunca imaginó que
un día habría de enlutarse por la pérdida de su gran colaborador y amigo (esa
mancuerna creativa es ejemplar en la historia de la ópera). La esposa de
Strauss, Pauline, fue quien sugirió el nombre de Stefan Zweig, y el encuentro
entre ambos prometió, al comienzo, ser perdurable y definitivo. Las
circunstancias políticas les impidieron que la colaboración continuara, pero
Zweig no sólo dio a Strauss el libreto de La
mujer silenciosa, sino también la trama de Día de paz (una ópera casi desconocida, estrenada en 1938, que se
refiere al final de la cruenta Guerra de los Treinta Años) y, por si fuera
poco, la semilla de la última ópera de Strauss, Capriccio, la mejor reflexión sobre la naturaleza misma de la
ópera. Además, Zweig recomendó al historiador teatral Joseph Gregor como nuevo
libretista de Strauss, quien lo aceptó a regañadientes. En cuanto a La mujer silenciosa, la partitura es
complejísima y, al mismo tiempo, tiene una frescura inusitada. Me parece se
trata de una obra maestra con ciertas debilidades: antes de La mujer silenciosa, Strauss ya había compuesto diez óperas, mientras que Zweig no
había hecho libreto alguno, y hay un cierto desequilibrio estructural del que,
sin duda, Zweig habría sido aleccionado si la colaboración con Strauss hubiera
continuado. Pero no hay que soslayar el hecho de que cada vez que Strauss
emprendía con ahínco la redacción de una obra ligera, el resultado solía ser
desmesurado. Al final de cuentas, nunca logró escribir una opereta: Helena egipciana, Arabella, La mujer silenciosa
y El amor de Dánae, lejos de ser
operitas, son operotas. Pero son geniales.
¿Qué significa el aforismo de Goethe
que incluyes en el programa de mano (“Von der Gewalt, die alle Wesen bindet,
Befreit der Mensch sich, der sich überwindet”), y que usas para ilustrar la
época de la vida creativa del maduro Strauss una vez que se vio sin su colaborador
Von Hofmannsthal?
En esos
versos, que provienen de Die Geheimnisse
(Los misterios), Goethe afirma que el hombre, al vencerse o superarse a sí
mismo, se libera de la fuerza o del poder que vincula a todos los entes (Wesen es una hermosa palabra que
significa lo mismo “esencia”, “espíritu”, “ente”, “genio” o “carácter”). Dicho
de otra forma, el hombre puede liberarse de su propio destino si remonta las
ataduras. O mejor aún: hasta los dioses se repliegan frente a la valentía del
hombre. Me parece necesario que un artista procure superar, en cada obra
ulterior, los logros alcanzados con anterioridad.
¿Por qué decides hacer teatro, tú
que has dedicado tu talento para la escena exclusivamente a dirigir puestas de
ópera?
En
realidad, siempre hago teatro. La ópera, aunque suela pasarse por alto, es esencialmente
un hecho teatral. Claro que es una forma peculiar y compleja del teatro, pero
su naturaleza es dramática y dirijo ópera bajo esa premisa. La ópera no es
música a la que se le añade la palabra, sino palabra dramática cuya expresión
formal es de índole musical. Honestamente, no me parece que hacer teatro sin
música sea un asunto esencialmente distinto a hacer ópera, sobre todo si se
piensa en la ópera de manera integral. Por supuesto que hay peculiaridades que
son propias de la ópera, como hay otras que son propias del teatro no musical,
pero las reglas de la puesta en escena, del juego escénico (el ludus scaenicus) son prácticamente las
mismas.
En ópera,
el flujo del texto está determinado a priori por la partitura. El ritmo de las
palabras, el tono del discurso dramático, y la posible existencia de discursos
paralelos —la música y la palabra pueden significar cosas distintas— preceden a
la puesta en escena, e incluso llegan a condicionarla en cierta medida. En el
caso del teatro no musical hay que construir la manera de pronunciar las
palabras, es decir, el ritmo, la velocidad, el volumen y la intensidad. La
ópera tiene más ingredientes que el teatro no musical y resulta ser más frágil,
pero tiene menos incógnitas que despejar. Las variables, en el teatro no
musical, exigen mayor tiempo de ensayos, pero las funciones, a la postre, son
menos riesgosas que en la ópera. En cuanto al proceso creativo —la concepción
misma de todos los aspectos de la puesta en escena—, la ópera y el teatro no
musical tienen tantas semejanzas que es casi irrelevante hacer distinciones; en
cambio, las distinciones son mayúsculas en el transcurso de los ensayos.
¿Cómo ha sido el hecho de pasar al
español esta obra que diriges a partir de tu propia traducción? ¿Qué tanto has
incluido de tu propia mano a la hora de traducir la obra y trasplantarla al
público mexicano?
Procuré,
para comenzar, que la traducción fuera tan ágil y audible como elegante. No
escatimé el empleo de sinónimos o de giros lingüísticos refinados, pero quise
evitar cualquier forma de indigestión por causa del texto. Por supuesto, traduje todo el texto de
Harwood sin añadir ni quitar línea alguna. Una traducción, nítida y completa,
era imprescindible, ab initium, para
tomar decisiones dramatúrgicas posteriores. Hice algunos cortes y algunos
ajustes, y añadí un par de frases: no escenifiqué la penúltima escena de la
obra porque me pareció que el autor estaba completamente desencaminado al
presentar a Strauss de una manera indigna ante los estadounidenses en Garmisch;
asimismo, hice cortes en el monólogo final de Strauss para evitar el tono
lastimero y una serie de reiteraciones innecesarias. Utilicé las acotaciones
sólo en la medida en que resultaban convenientes al hecho escénico, y modifiqué
detalles por aquí y por allá. La cita de Heine sobre la quema de libros y de
personas fue añadida por mí, así como alguna pequeña broma incidental. Y me
rehusé, a toda costa, a utilizar pistas musicales para acompañar momentos
específicos, por más que el autor las mencionara explícitamente en sus
acotaciones escénicas. Detesto que la música en escena tenga un carácter
ancilar y que sea grabada y reproducida mediante altavoces. Si la música ha de
formar parte fundamental o incidental de tal o cual puesta en escena, querría
escucharla en vivo, y no como un aderezo. Me niego en rotundo a la música
“ambiental”, por más que la trama esté referida a cuestiones musicales.
El modus operandi de la Compañía Nacional
de Teatro fue establecido durante mi
gestión al frente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. A partir de
un propósito artístico muy claro, invité a Luis de Tavira a encabezar la Compañía,
y conté con la colaboración de María Teresa Franco, que entonces era la titular
del Instituto Nacional de Bellas Artes. Huelga decir que los esfuerzos de la
Compañía, a lo largo de ocho años, han fructificado con creces, y los logros
alcanzados no tienen parangón. Por otra parte, la casa sede de la Compañía fue
rescatada y equipada ex profeso para albergarla, así que podrás figurarte con
cuánta alegría recibí la invitación de Luis de Tavira para llevar a cabo un
proyecto escénico con la Compañía Nacional de Teatro. Debo contarte que Luis de
Tavira y yo estábamos en discusiones sobre autores y obras —hablamos
especialmente de Calderón de la Barca y El
gran teatro del mundo, de Heiner Müller en general, de Goethe e Ifigenia en Táuride y de Hugo von
Hofmannsthal y La torre— cuando me
enteré, por mera casualidad, que Ronald Harwood, cuya dramaturgia conozco desde
hace muchos años, había escrito una obra acerca de la relación creativa entre
Richard Strauss y Stefan Zweig. Leí el dato en una revista inglesa, no dije
cosa alguna y apunté en mi agenda, con lápiz, el nombre de Harwood y el título,
Collaboration, para acordarme de
buscarla; sin embargo, antes de hacerlo tuve un encuentro concertado con Luis
de Tavira y él, inopinadamente, me entregó un ejemplar de la obra,
preguntándome si la conocía. Yo le mostré mi apunte en mi agenda, que no tenía
más de setenta y dos horas, y él me dijo que con frecuencia las obras llegan a
uno. Leí Collaboration con fruición,
me junté de nuevo con Luis, y acordamos que ése sería el proyecto que yo
llevaría a cabo con la Compañía Nacional de Teatro. Así fueron las cosas...
¿Hay algún género de dirección
actoral que te interese, ahora que tus intérpretes no deben cantar? ¿Cómo se
dirige a seis actores extraordinariamente talentosos y experimentados?
Preponderantemente,
hay dos maneras de abordar un texto dramático: o bien se parte de la hondura
psicológica del intérprete para llegar a la forma exterior, o bien se toman
decisiones sobre todos los aspectos formales de la puesta en escena para
profundizar de manera paulatina. Yo, sin duda, prefiero la segunda manera (descreo
del método Stanislavsky). No me interesa el naturalismo en forma alguna. Sin
embargo, hay estupendos actores —no sólo en la Compañía Nacional de Teatro,
sino en el reparto de La colaboración—
que adquirieron sus respectivas destrezas profesionales a partir del método
Stanislavsky, y quise emplear las habilidades de cada uno en beneficio de la
puesta en escena. El reparto fue integrado de común acuerdo por Luis de Tavira
y por mí, y yo tenía especial interés en que Richard Strauss fuera interpretado
por Juan Carlos Remolina y Stefan Zweig por Diego Jáuregui, pues me parecía una
mancuerna idónea para establecer contrastes, afinidades y complementariedad. El
trabajo con cada uno y con ambos fue francamente grato y estimulante, y me
parece que cada uno supo dar hondura conceptual y emocional a su personaje.
Ellos, junto con Renata Ramos como Pauline Strauss, me resultaron tan
indispensables para la puesta en escena como Strauss y Zweig se consideraron
indispensables entre sí, y como Pauline Strauss lo fue para su marido. La
profundidad del pensamiento de Zweig, con toda su aptitud de penetración en la
naturaleza de las cosas, ha sido trabajada de manera magistral por Diego
Jáuregui —un actor especialmente culto— y pude mostrar el impulso creativo de
Strauss gracias al temperamento y la energía de Juan Carlos Remolina, de tal
suerte que construimos un personaje arrebatado y entrañable. Renata Ramos
proviene de una tradición teatral diversa, versátil y ecuménica —el Teatro del
Sol de Ariane Mnouchkine, en París—, y su curiosidad, sus aptitudes y su
entendimiento no sólo permitieron explorar la riqueza del vínculo entre Strauss
y Zweig (hay que recordar que Pauline Strauss fue quien sugirió la colaboración
entre ambos) sino que, al mismo tiempo, mantuvo la tensión estructural durante
toda la puesta: aunque no resulte del todo evidente para los demás, Renata fue una
piedra angular de mi puesta en escena. Andrés Weiss y Mariana Gajá, a mi
juicio, fueron estupendas opciones para dar cuenta de la complejidad de los
caracteres de Hans Hinkel y Lotte Altmann y, de nuevo, la complementariedad y
el contraste entre las dos mujeres, establecido mediante acciones paralelas,
fue acertado. Ricardo Leal fue Paul Adolph, un personaje de presencia breve
que, sin embargo, adquirió una gran fuerza escénica a partir de la formidable
técnica de este actor que, como Renata Ramos, proviene de una tradición teatral
riquísima, y muy distinta a la que suele prevalecer en México (la escuela de
Jacques Lecoq). ¡Cuánta riqueza hay en las escuelas y los estilos teatrales de
otros tiempos y de otras latitudes, y cuánta falta hace enriquecer nuestro
entorno artístico con ella! Para resumir la respuesta sobre el tema de la
dirección de actores, me parece oportuno destacar mi propósito de dar a la
puesta en escena un ritmo sosegado, no exento de intensidad, pero propicio para
decir y escuchar las palabras sin prisa y sin estridencia alguna. Partí del
silencio, y las palabras suenan y resuenan, en un volumen mesurado y con un
tiempo justo, sólo como una interrupción dramática del silencio.
Hace años
escribí que Alejandro, además de ser mi amigo y mi adversario en la mesa de
póquer, es un hombre generoso que suma su rigurosa capacidad analítica —pudo
ser un abogado del diablo— y su experiencia, a las pocas o muchas aptitudes de
sus colegas. Ya te he dicho que, desde el comienzo de mis tareas escénicas,
Alejandro me proporcionó mis primeros rudimentos en el diseño de iluminación.
Hicimos ópera juntos (El holandés errante,
Idomeneo y Los visitantes), y dejamos de frecuentarnos en tareas escénicas,
sin mengua de la amistad, durante mucho tiempo. Hace un par de años fui
postulado por Alejandro y otros queridos amigos para incorporarme al Seminario
de Cultura Mexicana como miembro titular, y en mi discurso de ingreso rendí un
homenaje y agradecí a Alejandro por sus enseñanzas. Cuando Luis de Tavira me
preguntó con quién trabajaría el diseño de la escenografía y la iluminación de La colaboración, mi respuesta fue
inmediata: luego de diecisiete años, llamaría a Alejandro a colaborar de nuevo
conmigo. Me pareció que la ocasión para el reencuentro creativo era
inmejorable: el título y el contenido de la obra me parecieron propicios.
Aunque Alejandro no ha renunciado del todo a su manía de dirigir al director,
yo me he vuelto menos susceptible al respecto, y él conserva la virtud de hacer
de cada puesta en escena una gozosa y estimulante aventura compartida. En
particular, a pesar de la estructura cuasi cinematográfica de la obra —hay que
tener presente que Harwood es un destacado guionista—, y a pesar de lo
minucioso y hasta puntilloso de las acotaciones (en inglés, fastidious), acordamos que la puesta no
sería naturalista ni tendría un carácter documental, sino evocador. La mirada
crítica de Alejandro, durante los ensayos, fue crucial, y su agudeza me
permitió depurar la puesta hasta el último momento.
Entiendes
perfectamente la sutileza del título en relación con el papel de Strauss en el
Tercer Reich. De hecho, en el
monólogo final, Strauss alude explícitamente a la acusación que le hicieron por
su colaboración con los nazis, y en mi propia nota para el programa de mano mencioné
el asunto con claridad. Conviene recordar que Strauss, en los inicios del
régimen nazi, fue el Presidente de la Cámara de Música del Reich durante un año y medio, pero pronto se enemistó con el
gobierno y se convirtió prácticamente en su rehén, porque su nuera era judía, y
sus nietos eran medio judíos. Por lo demás, la suposición de que las personas
deban tener una determinada conciencia política me parece una patraña. Los
deberes son moralmente exigibles, y los compromisos políticos son voluntarios.
Harwood no
incluye la escena del suicidio, pero yo decidí que Lotte Altmann y Stefan Zweig
no abandonaran la escena tras la lectura de la última carta de Zweig. Me
pareció preferible hacerlo así, y tuve las imágenes fotográficas de la pareja
muerta como referencia para la puesta en escena. Lotte Altmann, efectivamente,
se quitó la vida sin llevar bragas, y éstas quedaron a un lado de su cadáver.
Hay múltiples lecturas posibles al hecho, que es tan perturbador como
misterioso. No pretendí resolver ni aclarar la ambigüedad, sino sólo evidenciar
una imagen poética, profundamente inquietante.
¿Cómo debemos leer, en el contexto
de La colaboración, las palabras de Hölderlin con que cierras
la nota del programa de mano, el que “difícilmente abandona el lugar lo que
mora cerca del origen”? ¿A qué lugar se refiere? ¿Por qué habría alguna virtud
en la negativa a abandonar ese cierto lugar?
Pienso que
Zweig moraba cerca del origen de la cultura europea, y no es imaginable que su
exilio y su suicidio hayan sido cuestiones fáciles. Pienso también que la
prosapia y la raigambre artística de Strauss explican con suficiencia su
permanencia en Alemania durante los doce años del Tercer Reich. No se trata de un lugar cierto y específico, sino simbólico,
y el tema tiene que ver con la pertenencia.
En ese sentido, Zweig sufrió el desarraigo y recuperó para sí la
tradición honorable, celebrada por George Steiner, de ser un judío errante.
Strauss, por su parte, se mantuvo enraizado a sus orígenes mientras Alemania se
destruía a sí misma. Una misma cultura les concernía, y pienso que la
congruencia de cada uno, lejos de ser una dicotomía irreconciliable, muestra la
complejidad del tema. La congruencia de ambos es encomiable. Y todavía diré que
anhelo que mi morada sea próxima al origen.
____________________
Las fotografías de la producción teatral son del fotógrafo italiano Lorenzo Rosi. Los retratos de Sergio, el que abre esta entrega de Siglo en la brisa y el que aparece junto a estas notas, son míos. Ambos fueron hechos en el Palacio de Bellas Artes; el primero de ellos, en el café; el segundo, en los camerinos, el 3 de mayo de 2012, unos momentos antes del estreno de la ópera La mujer sin sombra de Richard Strauss, montaje en el que participé escribiendo unos textos y diciéndolos yo mismo en escena.
Entrevista
para Quodlibet, http://bit.ly/1U25whD
Siluetista
de músicos, http://bit.ly/1wrk385
¿Por
qué Contra la fotografía de paisaje?, http://bit.ly/1xS2jpo
Textos
para La mujer sin sombra de Richard Strauss, http://bit.ly/1IraPP6
Trasfondo
de época, http://bit.ly/1qNLLbP
Primera
tumba de Borges, http://bit.ly/14vLgjq
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