domingo, 30 de junio de 2013

Autobiografía de Chesterton (fragmentos)


El nuevo vecino llegó al edificio con demasiados cuadros y libros. Con los cuadros hizo lo más razonable: los que no cupieron en las paredes del pequeño departamento, los colocó al fondo de los amplios armarios, detrás de la puerta de la recámara, a un lado del sillón de la sala, apoyados unos detrás de los otros. Con los libros procedió de otra manera: acomodó los que pudo en los improvisados libreros y desechó el resto. En cuanto lo supe, bajé corriendo a revisar el contenido de las tres pequeñas cajas de cartón que discretamente depositó al lado de los botes de basura. 
Encontré dos o tres joyas, entre ellas la Autobiografía de Chesterton en una edición argentina de finales de los años treinta, perfectamente conservada. Durante los últimos tres o cuatro años se mantuvo intacta en mi librero, al lado de otras dos obras del mismo autor (El hombre que fue jueves, San Francisco de Asís) hasta que la semana pasada acabé de leer el segundo volumen consecutivo de Ackerley y sentí la necesidad apremiante de persistir en la literatura autobiográfica, preferentemente en el género de resultado que sólo se consigue si el autor es inglés. Entonces me acordé de Chesterton. Llevo varias noches pasándola en grande: la agudeza, el humor flemático, la elegante ironía y la vivísima inteligencia de su estilo, que me hacen sentir que estoy en la presencia misma de su autor. Es cierto que con frecuencia aparecen mencionados personajes o situaciones de las que no sé nada, y la edición, con ser bastante aceptable, carece de esas notas que le darían la sabrosura que sin duda tuvo el libro cuando apareció por vez primera y fue leído por sus rigurosos contemporáneos. Sin embargo, leyendo con la computadora al lado, es posible recrear el contenido de esas notas. No sólo eso: algunos de los personajes que llenan sus páginas aparecen fotografiados, lo que es decir que puedo verlos en carne y hueso. 
Naturalmente lo mismo sucede con el propio Chesterton, que murió en 1936, y de quien se conservan infinidad de imágenes. Nadie podrá negar que eso lo hace, en cierto sentido, nuestro contemporáneo. De cuando en cuando he anotado algunos pasajes que me parece que funcionan como citas, y este post se trata de eso. Por razones de espacio, dejo fuera los magníficos retratos de Yeats, Wells, Shaw, Henry James y Thomas Hardy que quizás den para otra entrega de Siglo en la brisa. No es mucho más que una probada, pero tampoco nada menos.

Autobiografía (nueve fragmentos)
Por G. K. Chesterton

Infancia
De esta memoria general, respecto a la memoria, saco una conclusión cierta. Lo maravilloso de la infancia es que cualquier cosa es en ella una maravilla. No era sólo un mundo repleto de milagros; era un mundo milagroso. 
Lo que me inspira esta convicción es cualquier cosa que recuerde, y no aquellas que yo creo más merecedoras de ser recordadas. En esto difiere de esa gran otra emoción del pasado, todo aquello que está relacionado con el primer amor y la pasión romántica; pues eso, igualmente punzante, siempre se realiza, y es fino como una daga atravesando el corazón, mientras que lo otro era más bien como cien ventanales abiertos alrededor de la cabeza (pág. 43).

El impresionismo
El arte quizás sea largo, pero las escuelas de arte son breves y muy transitorias; y han existido cinco o seis desde que no voy a una escuela de arte. Mi época era la del impresionismo; nadie se atrevía a soñar con que existiera un post-impresionismo un post-post-impresionismo. La última moda era seguir a Whistler y agarrarle por el mechón blanco como si fuese el Tiempo en persona. 
Desde entonces ese mechón blanco, tan conspicuo, se ha ido desvaneciendo en una armonía blanca y gris, y lo que en su tiempo era tan joven se ha tornado cano. Pero creo que había un significado espiritual en el impresionismo en relación con esta época, como época de escepticismo. Quiero decir que ilustraba el escepticismo en el sentido de subjetivismo. Su principio consistía en que, si lo único que se veía de una vaca era una raya blanca y una sombra morada, sólo se debía realizar la raya y la sombra; y en cierto sentido, había que creer en la raya y en la sombra más que en la vaca. En un sentido, el escéptico impresionista contradecía el poeta que dijo que sólo había visto una vaca morada; o más bien, que no había visto la vaca sino sólo el morado. Cualesquiera que sean los méritos de esto, en tanto que método de arte, hay evidentemente algo altamente subjetivo y escéptico en ello como método de pensamiento. 
Se presta naturalmente a sugestiones metafísicas, verbigracia: que las cosas sólo existen tal y como las percibimos, o que las cosas no existen en absoluto. La filosofía del impresionismo está necesariamente próxima a la filosofía de la ilusión. Y esta atmósfera tendía también a contribuir, aun indirectamente, a cierto estado de ánimo irreal y de aislamiento estéril que planeaba, por entonces, sobre mí, y creo que sobre muchos otros también (pág. 90-91).

El teléfono
Soy lo suficientemente viejo para recordar en mi infancia el mundo anterior a los teléfonos. Y recuerdo que mi padre y mi tío instalaron el primer teléfono que yo había visto con sus propios accesorios: un teléfono en miniatura que alcanzaba desde lo alto del dormitorio situado debajo del techo, hasta el punto más remoto del jardín. 
Realmente esto impresionó mi imaginación; y no creo que, desde entonces, me haya impresionado tanto la extensión que luego adquirió. Esto tiene bastante importancia en toda la teoría de la imaginación. Me sobrecogía que una voz pareciese sonar en mi habitación cuando estaba, realmente, en la calle de al lado. No me hubiera sobrecogido más si hubiera estado tan distante como la próxima ciudad. Ya no me sobrecoge si está a la distancia del próximo continente. El milagro ha pasado. Admiraba más las cosas científicas, grandes, en pequeña escala. Y me atrajo siempre más el microscopio que el telescopio. No me impresionaba cuando era niño y me contaban de esas estrellas remotas, a las que el sol no alcanzaba jamás, como no me impresionaba, ya hombre, un imperio sobre el cual no se pone el sol. ¡Qué se me hace un imperio que no tiene puestas de sol! Pero me inspiraba y emocionaba mirar por un agujerito de cristal, del tamaño de una cabeza de alfiler; y ver que cambia de dibujo y de color como una puesta de sol pigmea (pág. 103).

La señora vegetariana
Era ciertamente una señora encantadora, pero una señora muy seria. A continuación del incidente que acabo de mencionar, tuve que llevarla a la mesa. 
Atravesamos el invernadero y sólo para cambiar la conversación hacia un tono frívolo, apunté a una planta devoradora de insectos y dije: “¿No sienten ustedes, los vegetarianos, remordimientos cuando contemplan semejante cosa? Ustedes subsisten devorando plantas inofensivas; y aquí que tiene usted una planta que se devora los animales. Seguramente es una justicia. Es la venganza del mundo vegetal”. Me contempló, con sus ojos azules, muy abiertos, que estaban completamente serios y sin sonreír: “¡Oh, contestó, no apruebo la venganza!” (pág. 121).

Primer (y último) paseo en bicicleta
La vi más adelante, a menudo, en diversos acontecimientos sociales del distrito; fue testigo de aquella grande y grotesca ocasión en que monté bicicleta, por primera y última vez, ataviado con la levita y el sombrero de copa de aquella época, en el de tennis [sic] de Bedford Park. 
Créanlo o no (como dicen los periódicos importantes, cuando cuentan mentiras haciendo caso omiso de los elementos de la cuestión), pero es verdad que di vueltas y más vueltas al campo de tennis con un equilibrio natural y perfecto, perturbado tan sólo por el problema intelectual de cómo podría bajarme de la bicicleta; al fin me caí de ella; no me fijé qué es lo que le había ocurrido a mi sombrero pero en eso no me fijaba casi nunca. La imagen de aquel paseo monstruoso y giratorio se me ha vuelto aparecer, a menudo, como indicando que algo extraño debió de ocurrirme por aquel entonces (pág. 145-146).

El periodismo de hoy
El periodismo se desarrolla, hoy [en] día, como cualquier otro negocio. Se desenvuelve de un modo tranquilo, contenido y juicioso, como la oficina de cualquier prestamista o financiero moderadamente fraudulento (pág. 173-174).
Mi hermano
Pero mi hermano no deseaba creer. Ni siquiera al principio, o por lo menos no deseaba admitir que deseaba creer. Adoptó la actitud extrema de antagonista y casi anarquismo; en gran parte, sin duda, por reacción y como resultado de nuestras eternas discusiones, o más bien: discusión. Pues que dedicamos, en realidad, toda nuestra adolescencia a una larga discusión, desgraciadamente interrumpida por las horas de la comida, las horas de las clases, las horas del trabajo y muchas otras razones igualmente irritantes y frívolas (pág. 156) […] 
Mi hermano Cecil Eduardo Chesterton nació cuando yo tenía unos cinco años, y, tras una breve pausa, empezó a discutir. Siguió discutiendo hasta el final, pues estoy seguro que discutió enérgicamente con los soldados entre los cuales murió durante la gloria de la pasada Gran Guerra. Me han referido que cuando se me anunció la posesión de un hermano, mi primer pensamiento voló hacia mi inveterada afición de recitar versos y dije: “Está bien; desde ahora tendré siempre un auditorio”. Si dije esto, en efecto, fue un error. Mi hermano no estaba, en modo alguno, dispuesto ser solamente auditorio; y con frecuencia me imponía la tarea de ser yo el auditorio. Y con más frecuencia todavía se produjo el caso de haber, simultáneamente, dos oradores y dos auditorios.
Discutimos durante toda nuestra infancia y nuestra adolescencia hasta convertirnos en una peste para todo nuestro círculo social. Nos pegamos gritos de un lado a otro de la mesa con motivo de Parnell, el Puritanismo o la cabeza de Carlos I, hasta que los más próximos y los más afectos nos huían al acercarnos y tan sólo hallábamos un desierto entorno. Y aunque no constituye placer alguno recordar el haber dado la lata de modo semejante, me alegro por otros conceptos que, desde tan jóvenes, ventiláramos nuestros pensamientos y opiniones sobre casi todos los asuntos en el mundo. Me regocijo al pensar que, durante todos aquellos años, no dejamos de discutir y no nos peleamos una sola vez (pág. 183).

Deseo de aislamiento
Por mi parte no me canso nunca de no tener nada que hacer. Siento como si me faltase el tiempo para desembalar una décima parte del equipaje de mi vida y de mis pensamientos. No necesito decir que no existe nada de peculiar misantropía en mi deseo de aislamiento; todo lo contrario. En mi infancia morbosa, como ya lo he dicho, me hallaba algunas veces solitario estando en sociedad. Pero, desde que soy hombre, nunca me he sentido más sociable que estando en soledad (pág. 199).

La vida auténtica de cualquiera
Éstas son las tonterías que vuelven en los recuerdos; y la vida auténtica de cualquiera consistiría casi exclusivamente de ellas. Pero la vida auténtica de cualquiera es una cosa muy difícil de escribir; y como he fracasado dos o tres veces tratando de hacerlo de los demás, no tengo la menor ilusión de que pueda hacerlo de mí mismo (pág. 202).

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Las citas han sido tomadas de la Autobiografía de G. K. Chesterton, editada en Argentina por Espasa Calpe en 1939. La traducción y el prólogo son de Antonio Marichalar. Una edición contemporánea está disponible en Acantilado. Aquí la ficha: www.acantilado.es/catalogo/autobiografa-76.htm

Tomo prestados los retratos de Chesterton que ilustran este post de la página en la red Biblical Evidence of Catholicism, http://bit.ly/11RgVXy

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El libro de las hojas, http://bit.ly/WOJouB
De viaje con María Rosa Lida de Malkiel, http://bit.ly/Uynw4I
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