La semana pasada, el joven escritor Carlos Zárate me
preguntó por twitter qué estaba
leyendo en ese momento. Le contesté que las memorias de Fernando Fernán-Gómez, cuyo
segundo tomo tenía abierto delante de mí.
Me había asomado a internet para
consultar el significado de la palabra “tresillo”, que el gran cómico español
utiliza por lo menos en un par de ocasiones, la segunda de ellas para decir que lo mucho que debía cierta persona incluía el tresillo
del salón de su casa. Pero en cuanto escribí mi respuesta y posé los ojos en
los otros libros que también estoy leyendo en este preciso momento, lamenté haber
sido tan escueto. Como por definición es imposible otra manera en twitter, decidí escribir este post.
Me parece que nunca como en estos tiempos había hecho un uso tan deliberado y
continuo de mi propia biblioteca. Así, todas las semanas me veo rodeado de
libros, algunos de ellos de consulta (Lírica
hispánica de tipo popular de Margit Frenck, por mencionar el que está junto
a la computadora en la que estoy escribiendo).
Otros, que compro o que me
envían y que semana a semana satisfacen o renuevan o acrecientan mis apetitos.
Si en la lista comentada que viene a continuación no están otros más que también tengo a la mano, es porque apenas los he hojeado a la espera del momento de su lectura: la edición de la poesía completa del Marqués de Santillana, que tuve que comprar por correo; el ensayo de Fabricio Vanden Broeck sobre la imagen; la selección de aforismos de Karl Kraus recientemente dada a conocer por Gonzalo Vélez; los poemas, hasta ahora desconocidos, de Salvador Elizondo...
Si en la lista comentada que viene a continuación no están otros más que también tengo a la mano, es porque apenas los he hojeado a la espera del momento de su lectura: la edición de la poesía completa del Marqués de Santillana, que tuve que comprar por correo; el ensayo de Fabricio Vanden Broeck sobre la imagen; la selección de aforismos de Karl Kraus recientemente dada a conocer por Gonzalo Vélez; los poemas, hasta ahora desconocidos, de Salvador Elizondo...
A cada uno de los siguientes libros me gustaría dedicarles un artículo en fechas próximas, y es posible que al menos en algún caso lo haga de verdad. Esta entrega de Siglo en la brisa no es otra cosa que un recuento de las lecturas que me acompañan este frío fin de semana de mediados de febrero de 2013.
Cortés de Christian Duverger (Taurus, 2010)
Interesado por la lectura del libro en que intenta probar que la Historia verdadera de la conquista
de la Nueva España no fue escrita por el soldado Bernal Díaz del Castillo sino por el
propio conquistador de México, invité a conversar mi programa de radio al historiador francés Christian Duverger.
Con la idea de preparar mis preguntas lo mejor posible, me he
puesto a leer cuanto pueda conseguir de su autoría. Hace no mucho, Mario González
Suárez me describió su libro sobre el sacrificio humano, La flor letal, como lo mejor que había leído sobre el tema. Siempre
es fascinante volver al siglo de la Conquista: Cortés mismo, desde luego, pero
también Bernal, los códices, el sacrificio humano, el destino final de la genealogía de los reyes
mexicas, la arquitectura religiosa y en general todo lo que tiene que ver con el
XVI mexicano, son temas de mi primerísimo interés. De saber que existía esta
biografía, publicada por vez primera en Francia en 2005, desde hace tiempo la
hubiera leído sin duda con el placer con que la estoy leyendo ahora. De regreso
en terrenos cortesianos, me entero con tristeza de la muerte de Juan Miralles, el autor de la último libro que había leído sobre
Cortés, ocurrida hace más de un año y medio.
Epístola moral a Fabio de Andrés Fernández de Andrada
(Crítica, 1993)
Este pequeño volumen, comprado en Donceles hace algunas temporadas, es
una edición minuciosamente anotada del celebérrimo “clásico sin ocasos” —como Juan
Francisco Alcina y Francisco Rico llaman al poema de Fernández de Andrada para
explicar que nunca, desde que se escribió a principios del siglo XVII, ha
decaído en la consideración de la crítica—. Sobrio alegato senequista contra la vida cortesana, la Epístola moral a
Fabio conserva la frescura y la transparencia con las que fue escrita hace nada menos que cuatrocientos años.
Como demostró en su momento Dámaso Alonso, autor de los
comentarios del poema también en esta edición, el Fabio del poema estuvo en
México, a donde lo vino a alcanzar su amigo poeta, y aquí murieron los dos (y
por tanto el nombre de Andrada debe sumarse a la lista de los notables escritores españoles
que acabaron sus días en la Nueva España: Gutierre de Cetina, Mateo Alemán,
Cervantes de Salazar…). Por lo que se sabe de sus vidas, ni el poeta ni el
destinatario de su epístola hicieron caso a lo que el poema pide encarecidamente
en versos tan convincentes (entre otras cosas, jamás "sulcar el piélago salado"), y en los que puede percibirse la influencia de mi
admirado Capitán Aldana. La totalidad de la obra de Fernández de Andrada
que nos ha llegado consta de ese poema, el fragmento de otro y una carta. No
hay más. A la Epístola moral no sólo pertenece
una de las imágenes más famosas de toda nuestra lírica (“¡Oh muerte!, ven callada
/ como sueles venir en la saeta”) sino también los versos más vertiginosos de
toda la poesía en español —los cuales, siempre según Dámaso Alonso, son el
perfeccionamiento de un terceto de Petrarca, mucho menos económico y hermoso:
¿Qué es nuestra vida más que un breve día
do apenas sale el sol, cuando se pierde
en las tinieblas de la noche fría?
El día que leí que había muerto, cuando yo llevaba unos meses de
regreso en México después de vivir cinco años en Asturias, tuve una extraña
sensación: me pareció que a partir de aquel momento podía entregarme sin reservas
a admirar a este extraordinario personaje de la cultura española del siglo pasado.
Y
es que eran famosos sus desplantes contra quienes lo asaltaban en público con sus muestras
de afecto, y por absurdo que sea nunca pude dejar de sentir que cualquier día
podría encontrarme en esa situación. En diciembre del año pasado, cuando pasé
un par de tardes consecutivas en Donceles, di con los dos volúmenes de sus memorias,
El tiempo amarillo, llamadas así por
unos versos de Miguel Hernández:
Pero yo sé que algún día
se pondrá el tiempo amarillo
sobre mi fotografía.
El libro decae un tanto al inicio del segundo volumen, cuando
Fernán-Gómez, que además de actor y director cinematográfico y teatral fue
miembro de la Real Academia de la Lengua Española, se refiere a sus inicios en
el cine, cosa que hace de manera demasiado esquemática.
Sin embargo, poco después su relato recupera la soltura y el desenfado con los que cuenta su infancia al lado de su
abuela, los duros años de la guerra, que pasó en Madrid, y su descubrimiento
del mundo del teatro. Este entrañable memorista, hijo natural que adoptó el
apellido paterno de su madre, tenía el nombre que llevo yo: en su registro de
nacimiento firmado en Buenos Aires unos días después de su azaroso nacimiento
en Lima, aparece como Fernando Fernández. Es posible que dedique próximamente
un post a seleccionar algunos de los
pasajes que más me gustan de su vida contada por sí mismo.
Juan de Mena, poeta de prerrenacimiento español de
María Rosa Lida de Malkiel (El Colegio de México, 1984)
Hace algunas semanas emprendí la lectura del monumental estudio de María
Rosa Lida de Malkiel sobre Juan de Mena, el poeta más importante del siglo XV
español. Todo es fascinante en él: la naturaleza de su lenguaje, en una época de
vacilación idiomática; el uso sabio de la retórica; las constantes referencias clásicas;
la poesía genuina que consigue asomar aquí y allá, aunque engastada en la ruda forma del arte mayor —a la cual, por sus dos pares de acentos característicos, el mismo
Dámaso Alonso memorablemente llamó “torpe avutarda de cuatro aletazos por renglón”—.
También, el que haya nacido
en la ciudad de Córdoba y ese dato biográfico se sume a los aspectos literarios que lo
emparientan con Góngora, a quien prefiguró en más de un sentido. Es cierto que
el estudio es de una erudición que de cuando en cuando se
vuelve gravosa; basta con saltarse esos pasajes. En tiempos de crisis de la
poesía (aunque es bien cierto que nunca he conocidos otros) echar la vista
atrás, específicamente al siglo del Juan II, cuando la lengua no estaba todavía cuajada y por lo tanto todas sus posibilidades estaban todavía abiertas, resulta una experiencia muy estimulante. Copio un
par de ejemplos mínimos que dan cuenta del género de poeta que era Mena,
de los muchos que Rosa María Lida comenta a detalle: su descripción del clima
de Egipto:
do el çielo sereno jamás non se çiega,
ni el aire padeçe nubíferas glebas
y la forma en la que apostrofa al destino, que suele matar
a quienes tienen más merecimientos para vivir:
¡Oh fados crueles, soberuios, rabiosos,
que siempre robades los más virtuosos,
e perdonades la gente peor!
_________________________
Tomo el retrato de Carlos Zárate, alumno de la Escuela Mexicana de
Escritores (EME), de su página de Facebook.
Más sobre libros en este blog:
No hay comentarios:
Publicar un comentario