Soy incapaz de asomarme a Rojo y
negro sin pensar en Gerardo López Salgado, el amigo que me contó la
trama de la novela a lo largo de dos noches de junio de 1981. Teníamos
diecisiete años, acabábamos de terminar segundo de preparatoria y hacíamos un
viaje de cuatro semanas por el país.
El plan contemplaba visitar en camión
quince ciudades, a razón de dos días por ciudad, siempre camino del norte. El
primer destino, luego de un tramo nocturno de nueve horas en tren, sería Morelia;
el último, la ciudad gringa de McAllen. No mucho después de aquel viaje me
convertí en un lector tan asiduo de Stendhal que tres décadas más tarde la imagen
más visible que hay en mi estudio es una reproducción en blanco y negro del célebre retrato que pintó Södermark en
1840. Por esas cosas de la vida, nunca pude decírselo a mi amigo, quien murió prematuramente en
2004, poco antes de cumplir cuarenta y un años de edad.
En 1981, Gerardo era un muchacho introvertido, de mirada expresiva y
manos húmedas, a quien se le notaba a leguas que había pasado una infancia difícil.
Si sólo ahora me entero de que su familia, al igual que la mía, era de origen
asturiano, en cambio desde siempre conocí su sensibilidad y su pasión por la
literatura. En los recuerdos más viejos que conservo de él, invariablemente está diciendo algún poema, como aquel de Pita Amor que tanto le gustaba: “Redonda
casa tenía / de redonda soledad”. La primera vez que supe de Gorostiza, nada menos, fue por Gerardo: nos habían dejado de tarea aprendernos un poema de
memoria y cuando llegó su turno pronunció aquellos versos que parecían escritos
para que los dijera él: “¿Quién me compra una naranja / para mi consolación?”.
Poco más tarde, cuando hice mi primera revista, una serie de hojas a
máquina fotocopiadas y engrapadas que circulaba entre los cuates de la preparatoria,
un compañero me dio un poema tan bueno que parecía escrito por un poeta en
serio, y en esa consideración lo tuve hasta que apareció la revista y mi
amigo tuvo un ejemplar en la manos. Riéndose de mí, me hizo ver que el cabrón de
Canito no había hecho sino fusilarse parcialmente a Miguel Hernández. Por lo menos igual que
a la poesía, Gerardo amaba la música y estaba siempre al tanto de lo que
grababan y dejaban de grabar sus cantantes preferidos, casi siempre españoles. Por
Felipe Jiménez, uno de mis amigos más queridos, a quien empecé a tratar
precisamente por intercesión suya, supe que al final de su vida tenía una
extraordinaria colección de discos compactos…
Pero por encima de todo, Gerardo era un gran conversador. Podía pasar horas y
horas conversando, tomando café y fumando. Sobre discos y libros pero también
sobre otras personas, preferentemente mujeres. Eso era lo que más le gustaba en
la vida: conversar. Y conversar fue lo que hicimos en nuestro periplo
iniciático por México.
Como la idea era economizar todo lo posible, procurábamos elegir
hoteles sin que importara demasiado su estado. En Guanajuato nos hospedamos
primero en un hotelucho que estaba por el rumbo de la Alhóndiga. Sin embargo, la
ciudad nos gustó tanto, mucho más que ninguna otra de las que vimos antes o de
las que íbamos a ver después, que decidimos quedarnos dos días más, pero en
otro hotel. Horas antes, caminando por la calle del Teatro Juárez, habíamos
descubierto una Hostería del Frayle [sic], y allí nos fuimos a registrar una vez que
nos convencimos que algunos ahorros futuros podían permitírnoslo.
En 2006, cuando
Gerardo llevaba muerto un par de años y yo era fugazmente director de Tierra Adentro, tuve que escoger dónde pasar
una noche en aquella ciudad y decidí a propósito que fuera en ese hotel, aun
cuando me advirtieron que estaba en decadencia, y dormí en uno de esos cuartos característicos
de techo de ladrillo aparente, entre sábanas raídas y muebles desvencijados, evocando
a mi amigo muerto.
En un hotel de Morelia, durante las dos primeras noches de nuestro
viaje de hace treinta años, Gerardo me contó con lujo de detalles la historia
del hijo de carpintero de Verrières tal como está descrita en la gran novela de
Stendhal. Conociendo a mi amigo, era natural que el personaje que más que le
interesara fuera Matilde de La Mole, aquel fantasioso espíritu femenino tan proclive
a las mayores locuras cometidas en nombre de la pasión. El momento de su relato
que tengo más vívidamente grabado en el recuerdo es cuando representó para mí,
con la solemnidad que exigía el caso, una de las imágenes finales de la novela:
cuando la hija del Marqués de La Mole va en el interior de un carruaje y lleva sobre
las piernas la cabeza recién cortada de Julien Sorel.
Gerardo López Salgado tuvo un final triste porque murió de una
enfermedad que más o menos por esos días empezaba a dejar de ser mortal, que
al parecer contrajo en un momento de su vida del que no sé ningún detalle,
salvo que ocurrió en Asturias. Yo lo perdí de vista durante todos los años que
siguieron a nuestra salida de la preparatoria, aunque no tanto como para
ignorar que estudió Derecho, a pesar de que la suya era una vocación claramente
literaria y, si puedo decirlo así, hasta artística.
De cuando en cuando Felipe Jiménez me daba
noticias de él y por eso sé que durante los últimos años de su vida trabajó en
la Aduana del Aeropuerto de la Ciudad de México. También sé que una noche llevó
a su casa, en la que vivía solo, a alguien que le puso algo en la bebida que lo
hizo caer inconsciente hasta la mañana siguiente. Cuando despertó, descubrió
con infinita tristeza que le habían robado todos sus discos compactos. Pero lo
que más le dolió, siempre según Felipe, fue que también le robaron una gran
bandera republicana española que tenía colgada en una pared de su departamento, para
llevarse los discos metidos en ella.
Ahora que vuelvo a leer Rojo y
negro, que es un portento de agudeza y penetración humanas contado con una mezcla
de profundidad y economía literaria asombrosas, soy incapaz de no
recordar aquel primer relato de mi amigo que tenía ya todas esas virtudes,
contagiadas de la lectura de Stendhal.
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Más sobre Stendhal en este blog:
Me he enterado de esta forma desgarradora de la muerte de mi amigo Gerardo López Salgado,me presento,soy Ismael de Asturias España.Tuve noticias suyas hasta cerca del año 2000 y luego desapareció de mi vida,nadie aquí en España de sus amigos o conocidos de Asturias sabíamos de su enfermedad.Ha sido terrible y doloroso con ochop años de retraso.
ResponderEliminarMe gustaria contactar contigo por email:ismvel@gmail.com,o a traves de facebook,con mi nombre completo Ismael Vélez Suárez.Un saludo.Gracias