De esos cinco, hay tres que guardan un parecido sorprendente entre sí, al grado de que siempre los confundo: son de color blanco y negro, como era Pera, pero al revés que el desaparecido jefe de la manada son particularmente peludos, rechonchos y muy huraños. A pesar de que durante los últimos años he visitado con frecuencia ese departamento, jamás he conseguido estar a menos de un metro de ninguno de los tres. Quien haya llevado la cuenta, sabe que quedan dos gatos. Son los que motivan este post.
El primero de ellos es un ejemplar relativamente pequeño, blanco y negro como los otros, de carácter apacible y ponderado, sin duda el más simpático del grupo. Se llama, por el nombre de la nieta del poeta, Lucio. Si bien con cierto escepticismo, sólo él parece mostrar algún interés en las visitas; se tiende en la alfombra cerca del lugar en el que monologa el autor de Gatuperio; viene a afilarse las uñas en la cuerda amarrada a la pata de la mesita. Alguna vez incluso se acerca para oler la chamarra que dejé en el brazo del sillón de allá, el portafolio que descansa a mi pies, la punta de mi zapato.
El otro, el sexto de la serie, es el único atigrado. Si su nombre es Bufón no es en recuerdo del gran naturalista francés del siglo XVIII sino porque cuando llegó a la casa, tan pequeño que cabía en la mano, bufaba prácticamente a todo el mundo. Fue el último en incorporarse a la familia gatuna y es el más joven de ella; también, el más activo y revoltoso. De hecho, desde la muerte de Pera, ha hecho todo lo posible por trepar a la cúspide y convertirse en la cabeza de la tribu: bufidos, por supuesto, pero también zarpazos y correteos violentos, casi siempre contra el pacífico trío de los gatos huraños.
Es cierto que quizás la hegemonía del nuevo orden social debería recaer en Lucio: un vistazo basta para comprender que es el más sabio de los seis, el que acumula los mayores conocimientos empíricos, el único que manifiesta algo parecido a un temple moral. Pero toda su actitud es de desengaño. No parece interesarse más que en los placeres que proporciona la búsqueda del conocimiento, y en eso se parece al mayor de sus dueños humanos. Mucho menos parece dar crédito alguno a los beneficios que promete el reino de este mundo.
Según me cuenta Almela, a Lucio le llaman la atención algunos temas que varían de temporada en temporada y en los que profundiza cuanto felinamente le es posible. El año pasado, por ejemplo, consagró sus desvelos a los conocimientos hidrológicos. Podía pasar horas enteras en el cuarto del baño, mirando concentradamente la coladera. O trepado al lavabo, tratando de comprender, siquiera por sus sonidos, la lógica de las ocultas plomerías. Con frecuencia se evadía en secreto para escuchar sin interrupciones los ruidos provenientes de las cuatro direcciones, provocados por el agua corriendo por el interior de aquellas paredes insondables.
Sus conclusiones iban a cristalizar en la forma de un artículo que había prometido a la Revista de la Sociedad Felina de Mecánica de Fluidos e Hidrología. De un tiempo a esta fecha, en cambio, se muestra interesado en la botánica y dedica fructíferas sesiones, conforme a su espíritu científico, observando, oliendo y hasta dando algún mordisco a las plantas que la mujer y la hija del poeta cuidan con mano sabia, quizás con la mente puesta en un trabajo sobre el comportamiento de los vegetales en la vivienda humana.
Según sigue relatando Almela, Lucio adoptó a Bufón prácticamente desde el día de su llegada. Desde muy pequeño, el gatito bufador lo seguía en sus pesquisas y trabajos de campo. Lucio fue quien le dio las primeras lecciones sobre usos y costumbres felinas, lo instruyó en los principios generales de la convivencia con los seres humanos y lo puso al tanto de la antiquísima historia de la especie, desde los egipcios y quizás aun antes, hasta los días que corren. Por sus actividades pedagógicas, el poeta acabó bautizándolo con el nombre de El Maestro.
Lo más conmovedor de la historia es que Bufón, todo intemperancias desatadas, todo arrebatos y agresividades, pasiones que se exacerbaron desde la muerte de Pera, parece entender el respeto que debe a su maestro, a quien contempla lleno de consideración, interesado siempre en sus reacciones y puntos de vista. Por si fuera poco, suele dormir a su lado, con frecuencia abrazado a su cuello. Lo que, añade Almela, de ninguna manera quiere decir que alguna vez no le haya dado alguna bofetada también a él.
Como se ve por las imágenes que publico con esta entrega, no es fácil hacer buenas fotos a los gatos que viven en el departamento de la colonia Del Valle. Distinto siempre a los otros, con una serenidad no ajena al cierto escepticismo que lo caracteriza, El Maestro hace un alto en el análisis de un bello ejemplar botánico que a últimas fechas le interesa y me permite hacerle los retratos que comparto con los lectores de Siglo en la brisa.
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